lunes, 8 de diciembre de 2008

Nuevo ejercicio. Tiempo subjetivo. Provisional

El niño corrió colina abajo. La vista clavada en la pequeña multitud del llano. Luces, sonidos, olores llegaban hasta él. “La feria, la feria”, pensaba para si. Se giró solo una vez. Saludó a su hermano, que había quedado en la colina junto con su novia. El niño sentía tintinear en su bolsillo, las fichas que le había regalado su hermano por su cumpleaños. Iba por primera vez sólo a la feria. Media hora, le había dicho poniéndole un reloj en la muñeca.

Corrió sintiendo el aire en la cara, se precipitó hacia el ruido, el color. Se hizo uno con ellos. Jadeante se detuvo. Miró a su alrededor. La montaña rusa, el pulpo, los coches, la casa del terror, la noria… tan alta. La gente pasaba por su lado, sintió su calor, escuchó sus risas, sin entender nada, sólo miraba. Vio al hombre de pie, junto a la montaña rusa, anuncia que el viaje va a comenzar, así que corre con su ficha en la mano, y se la entrega mientras sube de un salto al carro. Lo mira y sonríe. Le late el corazón, cada vez más aprisa. Está solo. El hombre se inclina y le ajusta la barra de seguridad. Indiferente le pregunta si va solo. Va hasta el siguiente carro, sin esperar su respuesta. El hubiera querido gritarle que sí, que es la primera vez, pero que eso que le muerde el estómago no es miedo, es la emoción de saber que pronto va a volar. Qué nadie le agarrará de la mano, que nadie le pedirá que se este quieto, que nadie sabrá, excepto él si se asustó o no. Se sienta muy derecho, guarda las dos fichas que le quedan en el bolsillo, mira el reloj, la guja corre y ya han pasado más de diez minutos desde que se despidió de su hermano, de pronto el tiempo de espera se le hace insoportable, le da tiempo a ver como un niño le señala y comenta algo a su madre, que lo tiene sujeto por los hombros. A ese hombre que aguarda solo a que el feriante le busque un carro, le asalta el olor dulce del puesto de algodón de azúcar. Golpea el suelo con los pies, quiere partir ya. Los raíles suben en vertiginosamente hacia el cielo, para luego descender. Intenta imaginar que sentirá. De pronto su carro vibra, él vibra y todo se pone en movimiento. Lento, como arrastrando el peso de un elefante se desliza el carro por su camino metálico, empieza a subir, se pone vertical y llega a la cumbre de la montaña artificial, se detiene el tiempo mientras mira hacia abajo y ve perderse el carril en el vacío. Las manos sujetas con fuerza a la barra empiezan a sudar y su boca se abre en un grito silencioso. Y cae. Vertiginoso vuela y se precipita hacia el suelo.