domingo, 15 de marzo de 2009

Ejercicio taller: Espacio subjetivo

Había vuelto. La fresca brisa de la mañana recorría sus brazos desnudos, el cielo sobre ella, infinito, casi blanco, aún más grande de lo que recordaba. Solitaria, en la inmensidad de las tierras que rodeaban su casa de siempre.
El dulzón olor del espliego llegó hasta ella. Su aroma le hizo ver por un momento las manos de Mario prendiéndole una flor recién arrancada en su blusa, antes de besarla. Buscó las flores, frescas y vivas, por el campo que se extendía a sus pies. Él ya no estaba. Tomó una rama entre sus dedos. El sol había quemado los pétalos de las flores. Minúsculos insectos la recorrían, devorándola. La tiró lejos de si, con asco y rabia. La flor estaba muerta. Como ella

viernes, 13 de marzo de 2009

Ejercicio 21º: Un rincón, un lugar.

La playa inmensa tan próxima a mi casa. Con tantos significados en diferentes momentos de mi vida. He pensado, rezado, amado y odiado frente a ese mar que me calma y me lleva lejos de mi misma, porque la que va es una parte de mí que no registra hechos, tan solo sensaciones y emociones y me es devuelta impregnada en paz y energía.
El mar, al que llego cruzando una plaza y una carretera. Con el que me encuentro en un paseo de losas grandes, claras, a las que el sol les arranca brillos diminutos. Lo contemplo cada día desde ahí, separados por metro y metros de arena pálida. Azul vibrante los días de sol, azul gris cuando los cielos están cubiertos. Calmo y manso los días sin viento. Feroz, espumoso y blanco los días de tormenta. La mayor parte de los días, lo saludo desde allí, en la relativa distancia que nos separa. Registro su color y la altura de las olas que llegan a la playa. Como a un amigo querido al que observas a distancia y te complace constatar que sigue bien y que está ahí, que siempre estará ahí. Otros días, raros en la vorágine de actividad que es mi vida, el mar me atrae de tal forma, que necesito cruzar la extensión de arena, sentirla muelle bajo mis pies, acogiendo mis pasos, lentos mientras me dirijo a la orilla. Necesito sentirlo, olerlo, escucharlo, sumergir mis pensamientos caóticos en él. Dejarme arrastrar por su energía poderosa. Sentir que me inunda y que me llena alejando de mí la confusión.

Mi rincón de mar, cuenta con un puente, casas antiguas al borde del paseo, construcciones nuevas que la especulación creó y que ahora están casi vacías. Fincas a medio construir para tres o cuatro ricachos que las usaran dos veces al año o ninguna. Palmeras encarceladas en diminutos cuadros de tierra. Bancos de mil formas, modernos o ultra modernos de el más horroroso azul piscina que pudieran haber elegido gentes con falta de sensibilidad, luces que imitan faroles antiguos, restaurantes con terrazas sobre el paseo, fuentes y paseantes, que en invierno y de mañana son ancianos que lentamente caminan con las manos en la espalda, perdidos en sus pensamientos.

Mi playa recibe el amanecer. Amo ese momento con mil tintes del rosa dorado o de un dorado rosáceo que allá en el horizonte rompe el gris blanquecino. Los primeros baños del verano, sumergiéndome en la fresca sensualidad del agua, ligeramente densa, salada que me envuelve con su sensualidad eterna.

Amo el mar en las noches, cuando vacío de gentes ofrece su estampa más oscura, con ligeras crestas blancas muriendo en la orilla, destellos plata de luna, la respiración lenta y sosegada del agua y el ligero estallido de las olas al golpear la arena. Muchas noches de verano, me he sentado en las casetas de madera cerradas, esas que durante el día se llenan de actividad, vendiendo helados, cervezas y alquilando sombrillas y hamacas a la gente que va a tostarse, vuelta y vuelta y de nuevo vuelta y vuelta, con los ojos cerrados sin mirar al mar, sin hundir jamás las manos en la tórrida calentura de la arena. En esas noches, mi espalda apoyada contra los listones de madera, en las manos deslizándose la arena ya fresca, me ofrezco, contemplo y pienso. He llorado, sonreído, esperado y sobre todo… he soñado.

Ejercicio 20º Sin terminar. La palabra del día: Guante

Nicole, miró a su amo y señor que tendido en el gran lecho la observaba. Desnudo, las piernas semiabiertas, relajadas, su poderoso falo aún fláccido, las manos bajo la nuca y una leve sonrisa de expectación en la boca. De pie ante la cama Nicole llevó sus manos enguantadas a la espalda y empezó a desabrocharse los diminutos botones nacarados del vestido blanco de muselina, que se había puesto para él. El blanco radiante, purísimo, del vestido realzaba su tez morena, contrastaba con el pelo negro recogido en un moño suelto, iluminaba los grandes ojos castaños. La postura un tanto forzada de sus brazos levantaba sus pechos en ofrenda. Lentamente, botón a botón, el vestido fue aflojándose sobre su cuerpo, Primero el cuello dejó de sufrir el apretado abrazo del encaje que le rozaba la barbilla, después los hombros finos y cremosos, mas tarde los pechos dejaron de apretarse contra el vestido y las diminutas mangas de farol resbalaron por sus brazos. Alcanzó el último botón en la cintura y con un ligero encogimiento de hombros, dejó que el vestido se deslizara por su cuerpo hasta el suelo. Dio un paso saliendo del charco de encaje a sus pies. Una mirada entre las pestañas de sus ojos bajos le advirtió que el sexo de su amo había despertado. Duro y erecto, se erguía como un peligroso carnívoro a punto de saltar sobre su presa. El parecía fascinado por las formas de su cuerpo ceñido en blanco virginal. Sus pechos, se apretaban contra el borde del corsé, la breve cintura dolorosamente estrechada por las cuerdas tirantes que la ajustaban, las ballenas marcando el camino desde las caderas hasta su pecho. Los rizos sedosos de su sexo, brillantes de humedad, los muslos cremosos oscuros, cruzados por las tiras que sujetaban en su lugar las medias blancas, sus pies enfundados en diminutas zapatillas de baile y los largos guantes ajustados, blancos, de seda, abrazando como una segunda piel desde sus dedos hasta más arriba del codo. Agitó su cabellera consiguiendo que las flojas orquillas cayeran al suelo, y el pelo se derramara acariciando su espalda y sus pechos. Permitió que largas hebras oscuras ocultaran en parte su cara y miró a su señor entre las largas pestañas. Despacio, empezó a sacarse uno de los guantes, estirando suave de las puntas de seda que dibujaban sus dedos… liberando lentamente el codo, el firme y suave antebrazo, la pequeña mano morena. El continúo sin moverse, expectante, sus grandes manos ocultas. Y ella… ella las echaba de menos, su valor, ese que le había hecho obedecer a su amo, se estaba terminando. Nunca había tomado ella la iniciativa. Siempre habían sido sus manos, sus susurros, su boca la que le había guiado en el camino hacia su propia sensualidad. Ella se había dejado conducir a aquel mundo tomada de su mano, sintiendo que cada roce de su lengua, de sus dedos, de su cuerpo le hacían olvidarse más y más de la estricta educación marcada por su madre viuda, por las largas horas de trabajo en su pequeña aldea, las tardes de rezo y los domingos de misa. La imagen de su madre mirándola con desaprobación cruzo su mente. Sólo la intervención de la madre de su amo, cuando la suya murió la salvo del destino ya trazado. El noviciado y el convento.
Tomó aire, esta vez él no la ayudaría. Arrojó el guante sobre el montón de blanco abandonado en el suelo, y caminó junto a la cama donde la esperaba su señor. Inclinándose ligera sobre él, acaricio con su mano aún enguantada las largas piernas, los músculos duros y tensos de su amo. El calor ardiente de la piel de su señor atravesó el frío brillo de la seda. Alcanzó la palma de su mano, alejó de ella cualquier pensamiento que no fuera, una vez más, complacerlo. Llegó a su falo, su polla, como él le había enseñado a llamarlo. La rodeo con su mano, pequeña, blanca, sedosa, formando un nido de suavidad para ella. Sin dejar de acariciarla, se subió al gran lecho, abriendo las piernas, las rodillas, al montarse sobre él. Sabiendo que a su amo le gustaba contemplar su cuerpo, su sexo abierto y mojado…Escucho la respiración agitada del hombre, sintió en su cuerpo la tensa energía en la quietud de su señor. Continuó el lento y moroso recorrido de la seda sobre su polla, desde la base hasta la punta, arrastrando la tersa suavidad de la piel hasta cubrir el glande. Una gota de humedad se extendió sobre el blanco prístino del guante. Nicole sonrió. Su amo estaba satisfecho con ella…

jueves, 12 de marzo de 2009

Ejercicio 19º Usar una frase como inspiración.

Frase utilizada: “Ella se encontraba ante la verja del parque, pero durante unos momentos no pudo entrar.”

Eli se sujeto el costado, eso de salir a correr por las mañanas para recuperar su forma, no era nada fácil. El pinchazo agudo que acababa de sentir se lo confirmaba. Se doblo en dos jadeante y sintió que los pulmones iban a estallarle. Correr no era lo suyo. Aún así, tenía que hacerlo, no creía que pudiera soportar ni un comentario despectivo más de su marido. Y había que reconocerlo: estaba en baja forma. Trató de olvidar todo el trabajo que le quedaba por hacer en casa. Cocinar, recoger la ropa, guardarla, ordenar la habitación del niño, lavar los platos de la noche anterior, acabar el par de artículos que tenía pendiente para la revista, si quería cobrarlos y redondear el presupuesto de fin de mes… Y lo mucho que le estaba costando abrirse un hueco en su profesión después de tres años dedicada a criar a su pequeño. Debía aprovechar bien los pocos trabajos que sus contactos le habían ofrecido para ir recuperando de nuevo su posición en el mercado. Le apasionaba su trabajo, le encantaba la crítica literaria, pero ahora no siempre estaba al cien por cien, las necesidades de su hijo y el cansancio le impedían a veces concentrarse en la lectura de los textos que le enviaban. Y ahora no le faltaba más que esto de salir a correr todas las mañanas… cerró los ojos y se llevo una mano al estómago, no tan firme como antes, se le cruzó la imagen de su marido, le había parecido sorprender un par de veces una mirada de asco en sus ojos, alguna noche cuando se acostaba a su lado. Y dolía la piel del cuerpo y la del alma cuando él rechazaba sus caricias y se alejaba de ella en la cama, creando un muro helado con su espalda y su silencio, dejándola palpitante y hambrienta.

Se irguió al menos decidida a seguir corriendo hasta el parque, enorme, que estaba próximo a su casa. Ya distinguía las verjas negras que lo rodeaban. Un pequeño esfuerzo más, se prometió, y después se recompensaría con un corto pero muy lento paseo entre los árboles. Siempre le había encantado ese parque, con sus muros antiguos a media altura. El enverjado negro le daba un aire a otros tiempos, a intimidad. Le gustaba el kiosco de madera verde, descolorida por el sol y las lluvias, en el que servían bebidas y golosinas, los bancos perdidos por los rincones entre los árboles, las diminutas placas que ponían nombre a las distintas especies botánicas. Tomó aire y puso en marcha sus piernas ignorando los quejidos de sus gemelos al estirarse, el dolor de sus pies y las heridas de su corazón.
En los últimos metros hizo un esfuerzo para acelerar su ritmo y se encontró ante la verja del parque, durante unos momentos no pudo entrar. La puerta aún estaba cerrada, lo que era extraño. Se reclinó contra la entrada, cerró los ojos y se concentro en que el aire entrara de nuevo en sus pulmones y que el ritmo de sus latidos volviera a ser natural. Poco a poco, el sonido del tráfico de la ciudad empezó a ser audible a sus oídos hasta ahora llenos de su propia respiración anhelante y un crujido de la puerta le hizo abrir los ojos. Un hombre estaba allí, justo al otro lado de la puerta, acababa de meter una gran llave en la cerradura antigua y la miraba con… ¿Curiosidad? Su mirada iba desde las piernas desnudas hasta su cabello alborotado y se detuvo ensimismada en sus pechos. Eli instintivamente se miró, llevaba unos pantalones cortos para correr que ahora, bajo esa mirada en la que había algo más que curiosidad, le parecieron indecentemente más cortos que cuando se los puso. La camiseta blanca vieja y fina estaba empapada en sudor, trasparentando la oquedad entre sus pechos, el blanco sujetador y lo que era peor, sus pezones, oscuros, grandes… que en cierta manera siempre le habían acomplejado. De nuevo cerró los ojos, sintiendo que el calor de la carrera se transformaba en otro y un intenso sonrojo, le nacía desde el estómago para ir a estallar violento sobre su cara.

―Nena, tendrás que moverte para que pueda abrir la puerta —La voz masculina chispeaba de diversión contenida.
La voz había sonado muy cerca. Ella dio un salto, al otro lado de la verja se encontró con unos sorprendentes ojos azules, cálidos, sonrientes y unas manos fuertes que aferradas a los barrotes de la puerta empezaba a abrirla.
―No quería molestarte, eres una cosita linda de ver, así, toda agitada, apoyada contra mi… puerta. Pero es tarde ya ―el hombre vestido con unos vaqueros y una camiseta con el logotipo de la empresa atraía hacía sí, la pesada puerta. Los brazos, morenos y tensos estaban cubiertos de un fino vello dorado―.Hoy me he dormido.

Mientras hablaba, los ojos del hombre habían vuelto a recorrer el camino entre su cara y sus pechos. Fascinados por lo que dejaba entrever la camiseta; su mirada había perdido todo rastro de diversión, caliente, lasciva se paseaba entre sus pechos. Eli se estremeció. No recordaba ya la última vez que un hombre la había mirado así. Un calor líquido empezó a arder en su interior. Sintió tensarse los pezones contra la suave tela del sujetador…

―¿Pasas? ―la voz del hombre se deslizo en sus oídos; baja, ronca. Alimentando el fuego de sus entrañas.
Elli sacudió la cabeza, negando. No. Dio la espalda al momento y caminó lentamente de regreso a su casa. Poco a poco una lenta sonrisa nació en su interior hasta iluminarle la cara. Tal vez… no todo era culpa de ella.
Fin.

domingo, 8 de marzo de 2009

Domingo

Mañana gris de domingo, sin la pasión suficiente para ser triste. Tan sólo está. Llega este día sin más. ¿Qué he de darle al día? ¿Debo esperar que él me de algo? Es un día más o menos, ya lo sé. Debería ponerle energía, ganas de hacer cosas, llenarlo de mi misma. Y lo dejo correr, como en un juego triste, esperando siempre recibir algo que no sé definir. Una carta que jugar en la vida. Y lo peor es que ni siquiera tengo el mazo de las cartas. No las compré, ni las alquilé, ni me las regalaron. Y aún así, con este vacío la espero. Una emoción, una ilusión que me haga mover ficha. Y sé que estoy equivocada, que soy yo la que debe decidir poner la ficha a jugar. Tengo que tomarla entre mis dedos, acariciarla, sentirla, olerla. Consolarla, abrigarla y amarla. Mi propio movimiento, mi propia apertura. Tengo que ser. Darme a mi misma. Mi alma, mis pensamientos, mi sangre. Debo encontrar y rescatar la pasión desde dentro de mi torre amurallada, debo abrirme paso a mi misma luchando contra mis propios guerreros, sacar la espada de la roca, alzarla, saber que no pertenece a nadie más que a mí. Qué ningún otro podrá jamás sacarla de mi interior. Son ilusiones y engaños esperar que un caballero azul o verde o morado ponga su mano sobre la mía y me ayude a levantarla. Nadie puede hacerlo si mi mano no está allí, si no se ha cerrado entorno a la empuñadura, si no he ejercido la fuerza de mis músculos y mi voluntad para sacarla del corazón helado de la piedra. Y sé qué he dejado que el calor huyera de mí. Me he permitido ser páramo abandonado, desierto. Cierro los ojos y veo mi interior quieto e inmóvil sin que el viento barra las llanuras vacías, sin míseros árboles de ramas retorcidas arañando el cielo, sin copos de nieve cayendo entre ráfagas de aire, sin ríos cuyas aguas se mueven lentamente bajo capas de hielo. Mi páramo interior es vació, inútil, infértil. He dejado que las grandes montañas que lo rodeaban se fueran alejando. He destruido el castillo piedra a piedra y no he construido nada con ellas. He abandonado mi mundo, alejando los sueños que atraían al sol esporádicamente a calentarlo. Le he dejado morir junto con la esperanza de que un día se transformara en una verde llanura, un lugar donde la hierba creciera jugosa y fresca, en el que mi río corriera chispeante, veloz, donde el agua creara remansos de fría y limpia agua que atrajera a los pájaros, a los animales a los seres que habitan en mi interior, que les diera la vida que yo podría contar.

viernes, 6 de marzo de 2009

La piel (publicado en una página web)

LA PIEL
Llevo todo el día esperándola, encerrado en su casa. Tocando sus cosas, pasando mi afilada navaja por ellas, oliéndolas. Huelen como ella, como su piel, siempre deja rastro un perfume exótico, caro con un dejo de desilusión y cansancio. Así es ella. Chantal. Tiene nombre de puta francesa. Ni siquiera me ve, lo sé. Pasa por mi lado cada día, emite un saludo seco, no me da ni una sonrisa. No sabe mi nombre y nunca me mira a la cara. Para ella no soy nada. Solo algo útil que se puede usar, y conviene tener cerca cuando algo se estropea. Pero yo la codicio. La piel morena, suave, aterciopelada. Mis manos arden por poseerla. Me vuelve loco esta necesidad, no puedo soportarla más.
Hoy es el gran día. Tendré que ser muy cuidadoso, no debo dejar que ella oponga resistencia, no quiero que un desgarro, ni hematoma la echen a perder. Su piel parece tan fina... y sé que deseare conservarla mucho tiempo...
Chantal ha llegado tarde, parece cansada y aterida. Apenas parecen quedarle fuerzas para desnudarse. Observo desde mi escondite como caen las prendas de su cuerpo... como esa piel codiciada aparece ante mi vista. La muy puta se ha desnudado en el salón, casi no puedo contenerme, mi polla se pone tan dura como mi navaja. Se derrumba sobre el sofá. Apaga la luz. Calculo el tiempo que tardará en sumergirse en el sueño. Escucho su respiración. Poco a poco va haciendose más lenta y relajada. Su piel emite un ligero brillo que me hipnotiza. Estoy muy cerca, tanto que casi puedo olerla, mis manos sudan y agarro con más firmeza la navaja. Casi no puedo respirar. Me aproximo despacio. Trago con fuerza el aire que necesito. Quiero tocarla. Quiero sentir esa piel en mi cuerpo. Rodeando mi sexo. El sonido de un roce me alerta. Rápido y silencioso vuelvo a mi escondite. He sido descuidado. Con las otras nunca he cometido un error. Pero con ella... es tan especial... el deseo es tan intenso, que me resulta muy duro esperar. Sobresaltada, me despejo de súbito, me encuentro con los ojos abiertos y la piel erizada. Siento una presencia cerca de mí... algo respira a mi lado. Mi corazón se acelera, la boca se seca, tengo miedo. Extiendo la mano despacio, con tiento, busco el interruptor de la luz. Me aterra tocar algo extraño Por fin la luz llena la sala. Ya no escucho nada, excepto algún coche en la cercana A-7. Miro a mi alrededor, la sala tan familiar, ahora me resulta extraña. Amenazador el movimiento de las cortinas ante el balcón abierto a la noche. La sombra de la puerta entornada al pasillo, cae sobre mí de pronto, y me parece ver algo agazapado en ella. Por un momento, mi ropa tirada de cualquier manera en el suelo, parece tener vida propia. La pantalla apagada del televisor me refleja deformada. Me siento en el sofá. La manta que me cubría resbala a mis pies. Hago acopio de valor, me levanto, y despacio, descalza, temerosa de hacer ruido, me acerco a la puerta de entrada, las llaves cuelgan de la cerradura, tal como las deje cuando llegue a casa. Enciendo la luz del pasillo, deprisa, mirando sobre el hombro tras de mí. Un sudor frío me humedece el cuerpo. Vuelo de habitación en habitación, sabiendo que pronto se me acabará esta ráfaga de valentía. Ilumino toda la casa, abro armarios, miro debajo de la cama, entro en el baño, y espió detrás de la cortina de la ducha. Nada, estoy sola. Aún con el corazón en la garganta, trato de reírme de mi misma, de mi estupidez pueril. Como penitencia, me impongo la obligación de ir apagando lámpara por lámpara, interruptor a interruptor, cierro armarios y puertas. Vuelvo al salón, dejo la lampara de la mesilla auxiliar para que ilumine mis miedos. Miro el reloj, son casi las dos. Debo dormir. Mañana he de trabajar. Recojo la manta, y me tiendo en el sofá, alargo la mano y pongo en marcha la radio, muy bajita, me concentro en escuchar al locutor, tiene una hermosa voz, sonora y profunda. Canción tras canción, baladas de tiempos pasados saltan al aire. Así, poco a poco, cierro los ojos y me dejo llevar hasta el mundo irreal de los sueños. Me muevo muy despacio por ellos, de una forma extraña soy consciente que estoy en un sueño. En él no hay luz, tan solo una difusa claridad lunar. Las sombras me rodean y hago el mismo recorrido que hice despierta. Mi cuerpo desnudo emite un ligero fulgor, mis manos, mis pies, mis brazos, dejando una ligera huella mientras camino. Una terrible sensación de urgencia va creciendo en mi vientre, cuanto más me aproximo a mi propio cuerpo dormido en el sofá. Trató de despertarme y no puedo. En ese momento me doy cuenta que no he mirado en un sitio. Donde no he buscado. Y algo que había olvidado. Esta mañana al salir de casa, dejé el balcón cerrado... Yace tranquila y hermosa, me ha encantado que dejará la luz auxiliar encendida, poderla observar mientras se dormía. Ver el cuchillo hundirse bajo su oreja... Aún mejor el sonido de la radio en el que se ha perdido el de las cortinas al correrlas. El resto ha sido fácil. Solo un corte largo y profundo en el cuello. Ese momento en que abren los ojos y me ven... esa única y fugaz mirada de reconocimiento... su último pensamiento es para mi casi más allá de la vida... Y ahora solo queda esperar que la sangre abandone su cuerpo, y proceder a separar la piel, muy despacio. Cuando la haya arrancado entera, aún caliente la llevaré a casa, tengo un bastidor especial. Seré muy meticuloso, rascaré toda la grasa, la limpiaré de venas, la dejaré secar unos días, trabajándola con un raspador. Acabará siendo tan suave y elástica como si aún cubriera su cuerpo. Es la mejor pieza de mi colección y podré tenerla siempre que quiera... Fin

Hoy

Hoy siento una tristeza suave, interna que trae lágrimas a los ojos y a la que no le he puesto nombre. No quiero ponérselo. La he sentido ahí, acechante, acompañándome en mi trabajo, en mi sonrisa, en mis palabras. La he sentido, la siento muy dentro de mí. Tranquila, tristemente triste. La nostalgia hoy me vence a cada minuto que pasa, me siento abandonada, lacerada y culpable. No quiero ponerle nombre a la herida del alma. Sé de la inutilidad de los nombres, de la agonía de la espera, del dolor de la esperanza que falla. No quiero nada, no quiero sentir y sin embargo, siento. Sube a mi superficie el anhelo por aquello que no conocí, que perdí en algún lugar, que no sé bien que fue. Siento el miedo al vacío de no ser y eso es lo único que me mantiene en pie.

Ejercicio 18º: la palabra del día "Político"

EL VESTIDO AZUL

¿Qué no te he hablado nunca de él? Sí, mujer. Mi cuñado, el cuñadísimo, el marido de mi hermana, vamos, mi “hermano político”… con el que he discutido tantísimas veces. ¿Ya? Sí, ese, Robert… que bueno, es Roberto y hasta he oído a su madre llamarle Robertito, ya te digo. El Robert, vaya nombrecito, se pensará que es un duro de película. Fíjate tú que siempre acaba diciendo en las discusiones conmigo, que sí, que es machista, ¿Y qué? A mucha honra. Y tú ya sabes que a mí esas cosas… me ponen de los nervios y que soy incapaz de dar mi brazo a torcer, así que se montan unas peleas de órdago. Y la pava de mi hermana poniendo paz. Si es que yo no sé que es lo que le vio. Ella tan fina y tan moderna, siempre tan rebelde en casa. Que digo yo que será por el pedazo de corpachón que tiene. Una espalda como un armario y mira que es alto, si no le llego más que al pecho y que pecho… duro, pero duro de verdad, que le pones la mano encima y parece un trozo de madera, eso son las horas que se pasa haciendo pesas, digo yo, que no tiene más manía que esa, si las tiene guardadas bajo el sofá y cuando vuelve del trabajo no hace otra cosa que darle a las pesas, así sin camisa ni nada, sin importarle quien esté presente. Y las manos como martillos, oye, enormes, que las agita delante de ti cuando habla y no puedes por menos que pensar en si todo lo tendrá igual…

Pero vamos, que esto no es lo que te quería contar. El caso es que el otro día fui a casa de mi hermana. Y estaba él, sólo. ¿Mi hermana? Trabajando, ya sabes que es enfermera, tenía el turno de noche. ¿Qué? Claro, sí sabía que no iba a estar, pero le había pedido el vestido ese azul, el del escotazo hasta el ombligo —que ella de todas maneras ya no se pone, porque el machito de su marido no le deja y entre tú y yo, porque ya no le entra, que ha engordado un poco desde que se casó con el Robert―, para la fiesta de del sábado y por la mañana no había tenido tiempo de ir a recogerlo. Y me abre el tío medio en pelotas, con unos pantalones cortos y todos esos músculos al aire, oye, todo sudado, que daba como grima verlo. Total, que le digo a lo que vengo y me suelta:

—Claro, ese vestido es el justo para ti.
Yo le ignoré, tía, pasé de él y me dirigí al cuarto de matrimonio, y saqué el vestido del armario. Cuando iba a salir, con el vestido entre los brazos, ahí estaba él, apoyado en el marco de la puerta y ¡coño! Ya te he dicho que era grande, ¿no? Pues eso, tapaba todo el hueco de la puerta.

― ¿Qué? ¿Vas a quedarte ahí toda la noche o puedo irme a mi casa? —le dije. Tú sabes que soy buena, pero que si me tengo que poner chula… más chula que nadie.

― ¿Y para que quieres ese vestido de guarra, cuñadita?
Estaba claro que el tío tenía ganas de pelea. Y yo que me incendio por poco…
—Te recuerdo, cuñado, que este vestido es de tu mujer. Además, ¿A ti que te importa?

El tío me miraba de arriba abajo, apoyando la cabeza en el quicio de la puerta, con los brazos cruzados y con una sonrisa condescendiente en esa boca tan sexy… joder, tía, sí, es el marido de mi hermana, pero lo que es, es. Y tiene esos labios tan como mullidos, así carnosos, con esos dientes tan blancos y ese hoyuelito en la barbilla…Ya, ya sé, pero las cosas como son. Un tío puede ser un cafre y estar muy bueno. Vale, vale, ya sigo. Pensé que no me dejaría salir hasta que le contestara, así que lancé un suspiro de esos profundos, de esos, sí, de los que hacen que los tíos te miren las tetas (cosa que hizo, ya te digo) y le expliqué lo de la fiesta del sábado.
Y va y se pone el hombre en plan hermano mayor, que mayor que yo sí es, pero hermano… político y gracias, y empieza que si las mujeres que visten así van buscando guerra, que si los hombres no pensaran más que en meterme mano, que si parezco una cualquiera por la forma que en que me visto… Sí, sí, todo eso me dijo y más. ¡Vaya, como que empezó a meterse con la ropa que traía puesta y la que no traía! ¿Qué llevaba me preguntas? Pues si iba de lo más normalita. La camiseta esa negra, de tirantes, sí, esa con la que no llevo sujetador porque se ve y ¡Qué narices! Porque no me da la gana llevarlo que como decía mi abuela: “para que se lo coman los gusanos que lo disfruten los cristianos”. Total, que se me cruzaron los cables y le empujé para apartarlo de la puerta, te lo juro, tía, que esa era mi intención. Apartarlo y salir de esa casa dando un portazo. Pero nada, fue como si empujara una pared… una pared caliente, dura. Y el Robert que me mira, primero a las tetas, eso sí y luego a los ojos y sonríe de esa manera que sabes que me chifla en los tíos que parece estar diciendo: voy a comerte y me dice:

—Cuñadita, deberías ir más tapada… esos pechos volverían loco a cualquiera.
―Mira quien fue a hablar —le dije― si tú vas casi desnudo, con esos pantaloncitos que no…

Joder, tía, cuando miré hacia bajo, te juro que el bulto del pantalón que ya era enorme, creció de golpe. Me quedé muda, se me cayó el vestido azul al suelo, entre los dos. ¿Qué por qué no sigo? Estaba recordando… tenía mi mano puesta en su pecho duro y caliente, mojado de sudor, resbaladizo y ese pedazo de… ahí creciendo ante mi vista… ¿Qué te cuente más? No, no, va a ser mejor que… No te enfades, venga, te lo cuento esta noche, en la fiesta. Esto, hablando de la fiesta… casi se me olvida, yo te llamaba para preguntarte si me dejas tu vestido negro, es que el azul de mi hermana… he tenido que llevarlo a la tintorería… tiene unas manchas… ¡No te rías, tía! Estas cosas le pueden pasar a cualquiera.
Fin

miércoles, 4 de marzo de 2009

Ejercicio 17º En primera persona, utilizando la palabra bíceps.

¿ME PREGUNTAS, AMOR?

Querido mío, me has preguntado cientos de veces que me enamoró de ti y yo te he dado otras tantas respuestas diferentes. Tu sonrisa, tus ojos, esa mirada cálida que a veces me quema, tu forma de hablar dulce y expresiva, siempre con las manos por delante, tu voz que me lanza escalofríos por la espalda, cuando el deseo la vuelve grave y la convierte en diminutas lenguas que danzan húmedas en mi estómago; tus manos…¡Cómo amo tus manos! Inteligentes y curiosas trazan caminos imaginarios en mi cuerpo. La leve aspereza de tus palmas en mis pechos, las yemas suaves, exploratorias de tus dedos; me rozan, me acarician, me hablan en silencio. ¡Sí! Adoro tus manos, verlas en reposo, apoyadas quietas contra una mesa, mientras me escuchas, dormidas en la cama, abiertas y vulnerables; me excitan en mis caderas, fuertes y firmes apretándome contra ti, perdidas entre mis muslos buscando mi sexo; ahuecadas y dulces, duras y exigentes.
Me enamoró tu boca, tus labios que se estiran, se fruncen, que dejan salir dibujando las palabras que crean un mundo mágico para los dos. Sonidos que me envuelven, me atrapan y me cosen a ti. Tu boca de niño que sonríe, abierta y plena cuando me ves. El pequeño pliegue en tus comisuras, a medias sonrisa, a medias deseo cuando me pides mimos de hombre amado. Tus dientes blancos en la claridad de luna de nuestras noches, paseando por mi piel, marcándome tuya a cada roce, comiendo de mis pechos, mis labios, de la llanura de mi vientre. Tu lengua, jugando a ser mariposa, culebra, colibrí… dejando un rastro de caracol en mis clavículas, en mis axilas, en mis pezones; resbalando cada vez más y más abajo buscando mis costillas, mi cintura, perdiéndote en mi ombligo, deteniéndose un instante saboreando el temblor que siente en mis músculos contraídos, tensos, ansiosos que en silencio te guían a mi sexo hambriento de tu lengua y de tu boca y de tus dientes.

Pero hoy insistes una vez más y vuelves a preguntarme que me enamoró de ti y hoy confieso con el rubor subido a mis mejillas: me enamoró la visión sesgada de tu brazo; medio oculto, apareciendo y desapareciendo de mi visión en aquel gimnasio en el que nos conocimos. Antes incluso de que supieras que yo existía, la luna tatuada en tu brazo, lleno el hueco oscuro de mi vientre; el bíceps flexionado, el largo antebrazo, el inicio de tu muñeca bañándose lentamente en sudor.
¿Ríes? Si cierro los ojos aún siento en mí ese momento. No podía verte el cuerpo, ni tu cara, amado mío. La gente se cruzaba una y otra vez entre nosotros dos y sin embargo… la luz incidía en los músculos de tu brazo, y tu luna, esa luna que he repasado tantas veces después con mis dedos, con la punta dura de mi lengua, atraía la marea de mi mirada; la humedad de tu sudor, de tus músculos cada vez más y más mojados se repetía como un eco en la humedad de mi sexo. Me parecía sentir tu olor, penetrando mis fosas nasales, invadiendo mi pecho, acelerando mis latidos… poco a poco fui gravitando hacia ti, llenando mis ojos con el resto de tu cuerpo. Los hombros, la espalda, el cuello tenso, las manos, el pelo largo y oscuro, recogido en la nuca… hasta llegar a tus ojos y a esa lenta sonrisa tuya que apareció en ellos y se extendió hasta tu boca, dejándome suspendida en el precipicio de mi deseo. ¿Recuerdas? Me acariciaste con un dedo la mejilla acalorada y me dijiste algo que aún hoy no recuerdo, trayéndome a la realidad del momento y te ofrecí una sonrisa a medias entre la turbación y el anhelo, alejándome de ti, huyendo, confusa ante la reacción de mi cuerpo y saber que tú…
—Fue esa sonrisa, esa mirada tuya, mi amor ―me interrumpes tomándome la cara entre tus manos—, a medias entre el deseo y la vergüenza, apasionada y tímida la que me enamoró de ti.
Fin.

domingo, 1 de marzo de 2009

Ejercicio 16º : Una historia con mi personaje.

Melissa no siempre se ha llamado así. De hecho, cuando no está trabajando en su oficio y hace las cosas que ella llama “normales” cómo ir a comprar el pan o a la tienda de ese barrio dónde nadie la conoce, a por los ingredientes para hacer los guisos que madre le enseñó, se presenta siempre con el nombre que figura en su carné de identidad, María Teresa. Y cuando se acuesta, por fin sola, con las primeras luces del amanecer tras las ventanas en esa cama que huele a sexo rancio y vendido, aunque cambie las sábanas, acaricia la medalla de la virgen, cierra los ojos, se convierte de nuevo en Teresita, tal como la llamaba su madre. Recuerda como entraba siempre en su cuarto, justo a esas horas, antes de que padre volviera de las primeras faenas del campo, a despertarla con una caricia fugaz, tímida y un: “Teresita, vamos” susurrado con cariño, enviándola bien envuelta en su mantón, a atender a los animales, ahorrándole así, la mirada adusta de su padre y la mano dura en la espalda.

Algunas veces viene a su memoria la mañana del día que cumplió los dieciséis. Ella ya estaba despierta, apurando los últimos minutos de calor bajo las mantas ásperas y pesadas. Su pequeño cuarto, bajo el tejado, no era más que una pequeña separación de la cambra, el lugar frío y ventilado dónde se guardaba de un año para otro las patatas, las cebollas, los ajos colgados en las vigas del techo…envuelta hasta la cabeza podía oler en el aire helado de finales de enero, el débil aroma a tierra, a ligera podredumbre de alguna patata echada a perder, que ella más tarde, junto a madre debería buscar, para tirarla en la comida de los cerdos. Cerró los ojos al oír los pasos de su madre subiendo la escalera, cada día más pesados y lentos. La escuchó detenerse un momento en el umbral, recuperando el aliento perdido y avanzar después hasta su cama. El momento que esperaba llegó y sintió la mano áspera de madre, acariciando su mejilla, enganchándose leve, en su pelo. “Teresita, vamos, despierta”; al susurro cariñoso le siguió un beso seco, dulce en su rareza.
Ella abrió los ojos y echó los brazos al cuello de la mujer, que por un momento la oprimió contra su pecho.
—Madre, hoy es mi cumpleaños.
―Ya eres una mujer, hija, tendré que llamarte Teresa a partir de ahora.
—No, madre, para usted siempre seré Teresita ―sonrió y apretó aún más sus firmes brazos contra el cuerpo seco y consumido de la madre. Aquel sería su último año, la enfermedad ya había encontrado el camino hacía los órganos frágiles y cansados de la mujer. Ella aún no lo sabía y la madre, cada día un poco más cansada, cada día con nuevos dolores que iban minándola empezaba a sospecharlo.

― ¡Vamos, Teresita! Las gallinas no se alimentan solas y llevan un buen rato alborotando. Corre antes de que llegue tu padre ―le dijo, soltándose bruscamente de su abrazo.

Ella se levantó de un salto, los jóvenes miembros aprisionados en la estrecha camisa de dormir. La madre la observó mientras amontonaba prenda tras prenda sobre su cuerpo para combatir el frío de la mañana: los pantalones bastos, desechados por el padre y arreglados por ella para la estrecha cintura de Teresita, los dos jerséis abolsados y deformes que le disimulaban los pechos jóvenes y generosos, bajando hasta sus caderas convirtiéndola en una menuda réplica de su padre.

La madre la detiene cuando pasa a su lado. Se quita el mantón que la cubre y le abriga bien el cuello descubierto con el. Sus ojos, oscuros como los de ella, se dulcifican con una alegría íntima. “Tengo una sorpresa para ti” le dice. Y antes de que ella pregunté, la mujer continúa “Más tarde, ahora ve”.

Más tarde es cuando ha acabado de alimentar a los animales, ha servido el desayuno a padre y ha ocultado su impaciencia, con los ojos bajos, hasta que le ha visto marchar, sin pronunciar una palabra de nuevo a los campos. Cuando madre ha llenado una tina con agua bien caliente y ha avivado el fuego de la cocina. Son preparativos que no se hacen más que cuando es fiesta grande en el pueblo y ellos bajan a misa y se mezclan con sus gentes. Madre le ha bañado como cuando era una niña y le ha frotado la piel hasta dejarla enrojecida. Le ha sentado junto al fuego, envuelta en una toalla y le ha peinado el largo pelo castaño hasta que lo ha tenido seco. Ha contenido su impaciencia hasta que no puede más y levanta los ojos hasta la cara de su madre, y esta sonríe y más ágil que en los últimos tiempos, revuelve un armario de la cocina, y saca, oculto de entre trapos, un paquete envuelto en tela basta y se lo pone en los brazos.

Al abrirlo, un vestido fresco y blanco, con pequeñas flores derramándose en el escote y la falda, crujiente y nuevo aparece. El mismo que vieron un día en el escaparate de la única tienda del pueblo. Ella lo había deseado sin esperanza. Mirándolo a través del cristal, colgado en su percha, tan diferente a toda su ropa, cosida por la madre de telas baratas y recias.

—Anda, pruébatelo ―Y le ayuda a acomodárselo en su cuerpo terso y limpio, le arregla el pelo que le cae suelto y brillante sobre la espalda del vestido.

La madre trae el pequeño espejo de la sala, el único que hay en la casa y le muestra la imagen fragmento a fragmento de una mujer joven, desconocida.

―Madre ¿esa soy yo? —asombrada, se da cuenta por primera vez de que es… hermosa.

― ¡Qué bonita eres, hija! Hubo un tiempo en que yo… —la madre calla, tal vez, recordando un tiempo lejano, antes de que la vida y el hombre que le había tocado en suerte la consumieran.

La madre abraza con una fuerza extraña a su hija y vuelca en ella un torrente de sentimientos y esperanzas, la baña en esperanzas y deseos que teresita nunca pensó que su madre pudiera poseer.

“Un día”―le dijo—“madre, ya no estará. Prométeme que buscaras un hombre bueno, que te quiera, que te saque de aquí. Estas tierras son duras y para sobrevivir nos roba el aliento y las fuerzas. Encuentra un hombre que sonría, que use las manos para acariciar y no sólo para trabajar y golpear. Un hombre que te cuide y que te lleve muy lejos de aquí”.

Teresita, que ya no es Melissa en estas madrugadas en las que se desliza en su cama con olor a sexo rancio, se duerme con los ojos llenos de lágrimas, sabiendo ya que no hay ningún hombre bueno para ella, añorando la tierra dura que roba el aliento, pero que huele a sudor limpio y honrado.

Ejercicio 15º: Creación de personajes

Melissa: La clave de este personaje en la historia es que desea la respetabilidad. A pesar de ser prostituta, en el fondo, sigue siendo una buena chica criada en el pueblo con un padre muy estricto y una madre devota. Una fe sencilla en algo en un dios que perdonará sus pecados y la nostalgia por una vida que recuerda más sencilla e inocente, así como el recuerdo del amor claro de su madre le hacen conservar algo tan llamativo en su profesión como la medalla de la virgen. Siente un amor intenso hacia su hijo al que mantiene alejado de su entorno, ella piensa que para protegerlo, pero la motivación última es la vergüenza.

El nombre: Melissa Salazar. Su nombre real: Teresa Fuentes Castro
Un resumen de una frase que cuente la historia del personaje: Es prostituta, hace poco que se ha casado con un hombre, al que empieza a conocer y tiene un hijo del que aún no le ha hablado.
La motivación o motivaciones del personaje, es decir ¿qué desea? ¿Qué le mueve? Desea una vida respetable, salir de la prostitución. Desea un hogar común, salir de la invisibilidad social de la prostitución, vivir con su hijo sin avergonzarse. Desea retornar a un punto de su historia que añora, en cierta forma volver a la inocencia.
El objetivo del personaje, es decir lo que desea en concreto. Hace poco que se ha casado. Quiere que ese hombre la saque de la prostitución, como le ha prometido. Va a intentar que acepte a su hijo, del que aún no le ha hablado.
Los conflictos del personaje. O lo que es lo mismo, qué le va a prevenir de conseguir el objetivo anterior. El mismo que le ha dado esperanzas de conseguirlo: el hombre con el que se ha casado, que de momento no solo no la ha sacado de la prostitución, sino que vive de ella.
La epifanía del personaje, qué es lo que va a aprender o cómo va a cambiar a lo largo de la historia. Va a perder toda esperanza, que no hay vuelta atrás, no puede recuperar la inocencia.
Un resumen de un párrafo con la historia del personaje:
Melissa Salazar se llama a si misma Teresita, el nombre con que la bautizó su madre. La única que recuerda que le ha querido sin más. Es una mujer alta y rotunda, conserva el pelo largo, teñido de negro rabioso por eso del oficio y porque así le gusta a su marido, dueño de sus actos desde que se casó hace tres meses. La cara, que apenas mira en el espejo porque no le gusta lo que ve, es delgada con profundas ojeras bajo los ojos castaños, parpados mal pintados. La nariz algo ganchuda sin ser excesiva, pómulos altos marcados por dos brochazos nerviosos de colorete. Hoy está cansada y no ha comido porque tiene el estómago hecho un nudo. Se ha vestido indecisa, toda de negro, con las prendas menos vistosas que posee. La blusa sin mangas, deja ver la medalla de la virgen niña colgada al cuello, recuerdo de su primera comunión. Su madre le enseñó a rezarle y la acaricia una y otra vez mientras piensa en su marido, que llegará pronto. Necesita saber si sabe algo de ese trabajo del que siempre habla, ese que permitirá que ella deje la prostitución, pero que nunca llega. Tiene que hablarle de su hijo. Quiere traerlo a la mísera casa, pero casa al fin y al cabo, que por fin puede llamar suya. Las entrañas se le aflojan, su marido tiene la mano larga…