viernes, 29 de julio de 2011

AHORA

Se recuesta en la pared frente al espejo. Observa su cara. Los ojos profundos, perdidos en las sombras bajo ellos. El brillo mojado, una arruga de más y en la noche, sola con la luz de la luna, el color de la piel palidece. Los labios se mueven, murmurando un nombre. Hoy ha sabido de él. Su nombre le ha hecho pararse, guardar silencio cuando estaba a punto de salir de la librería. Un amigo, que fue común, de los dos y ya no es nada ha pronunciado su nombre y casi contra su voluntad se ha hecho pequeña y silenciosa, ha vuelto sobre sus pasos y ha fingido ordenar los libros en un estante bajo. Él ha regresado. La misma ciudad… que pocas veces han coincidido en ella. Lo siente en el aire, presionándole el pecho. Él.

Se olvida del amigo que ya no lo es en su prisa por refugiarse en casa. En su nido de paloma herida, de halcón sin garras.

A oscuras se sirve un whisky, en vaso alto y sin hielo. Le quema la garganta mezclado con las lágrimas que no quiere derramar. Busca la vieja canción que le hace sentirse en carne viva.

La voz, madura, llena de la cantante rompe el silencio. Ahondando en la fisura que recorre su ser.

Se va la noche y no me duermo, no te me iras del pensamiento, a veces hablo a los espejos, por eso saben mis secretos…

El espejo le devuelve la imagen llena de recuerdos que esconde en su interior. El vaso tocado por la luna, brilla como sus ojos cuando la miraban.

Viví en la cara oculta de la luna, equivocadamente hasta encontrarte, y cuando más te quiero siento que te pierdo…

Antes de él, el mundo era un páramo. Cercado, cerrado, sin luz. Las mismas cosas, las mismas gentes. Días eternos, repitiéndose a sí mismos. La aceptación callada de una vida sin escape. El matrimonio como cárcel. El deber ciego. Aguantar pese a quién pese y sobre todo si le pesaba a ella. Y él la sacó a la luz y le hizo bailar. La risa. La pasión… la llevó de la mano a la tortura de existir entre la felicidad y el dolor. El amor, una obsidiana clavada en su interior irradiando un fuego que consume el oxígeno de su vida vacía hasta matarla.

… Y cuando más te quiero siento que te pierdo…

Incluso ahora cuando el tiempo ha pasado, sigue amándolo en la rotura de su alma de cristal. Su nombre en el aliento de otro, ese nombre en el que no se atrevía a pensar, ha quebrado el tenso equilibrio, la paz forzada que le permite levantarse cada mañana como si de verdad estuviera viva.

Ahora, ahora, ahora, pesan tanto los recuerdos de las noches que he pasado junto a ti, ya no se vivir contigo ni sin ti

Un último sorbo de whisky, el líquido cálido en su boca, deslizándose por su interior. Las manos de él sobre sus pechos, dejando paso a sus labios y a su lengua. Besando, lamiendo las puntas oscuras que se fruncen y endurecen bañadas en su saliva. El dolor dulce y apremiante allí, entre sus piernas, que se abrían, provocativas, anhelantes. El juego de los dedos sobre el vientre, fingiendo dudar de su camino. La curvatura tierna del cuello cuando su boca se abría buscando el aire que él devoraba. El sonido áspero de la respiración en el pecho, sus dientes cerrándose contra las puntas delicadas, deseosas, doloridas. Y él, hundiéndose por fin en el centro mojado…

Se va la noche y no me duermo, y los segundos son tan lentos, entre los celos y el deseo, hago mil cosas que no debo, tiro una piedra contra tu ventana, dejo un mensaje por no dar la cara, le prendo fuego a lo que era nuestra cama…

La noche, la suya se hace eterna. Abandona el vaso en la mesilla, la ropa en el suelo al lado de la cama, desliza en ella su cuerpo desnudo. La casa llena de los acordes de la música, la arropa. La voz de la cantante la conduce al centro de su recuerdos, la letra de la canción corta la armadura que protege su razón y las imágenes le asaltan. La voz aún dormida en la madrugada susurrando no te vayas, estrechando el abrazo cuando ella siempre inquieta, en movimiento, trataba de acercarse a la ventana, encender un cigarrillo o solo contemplarle, maravillada de tenerlo a su lado.

Ahora, ahora, ahora, pesan tanto los recuerdos de las noches que he pasado junto a ti, ya no se vivir contigo ni sin ti.

Las palabras cortan la armadura que esconde sus pensamientos. Rompen el dique de los recuerdos: su risa, el olor de su piel, el peso de su cuerpo, la dulzura de su abrazo, de esos besos pequeños cayendo a miles sobre sus labios…alarga la mano y sujeta entre los dedos el teléfono, testigo y cuerda de sus encuentros y desencuentros. Marca un número al que no tiene el valor de llamar. En sus oídos resuenan de nuevo las palabras airadas. Hirientes como soldados en una guerra sucia. Luchando cuerpo a cuerpo con la ternura y el deseo. De él aprendió que amar con locura no siempre es suficiente.

Aunque me encontrara un ángel, dudaré, si me hará volar tan alto como tú.

Desde que ambos se fueron, desde que rompieron su vínculo contra las rocas de la desconfianza y el dolor, no ha encontrado a nadie que le haga subir tan alto, cruzar el cielo, mirar las nubes, amar los amaneceres. No ha sentido el vértigo de abandonarse por completo a esa montaña rusa, vertiginosa, con el alma desnuda, y el deseo puro, ardiente, calentándole el cuerpo.


Se va la noche y no me duermo, y los segundos son tan lentos, entre los celos y el deseo, hago mil cosas que no debo, tiro una piedra contra tu ventana, dejo un mensaje por no dar la cara, le prendo fuego a lo que era nuestra cama.

Una luz gris empieza a iluminar la ventana, los ojos secos y arenosos contemplan como la noche termina, escucha los latidos de su corazón enlazados con la música. Siente el peso del teléfono en su mano. Con cuidado borra el número que ha marcado. Lo deja en la mesita. No, no volverá a llamar, a dejar mensajes que lo atraigan. No se entregará de nuevo.

Ahora, ahora, ahora, pesan tanto los recuerdos de las noches que he pasado junto a ti, ya no se vivir contigo ni sin ti.

Ahora, ahora, ahora...

Ahora, ahora, ahora...

Aunque me encontrara un ángel, dudare, si me hará volar tan alto como tú

Al otro lado del cristal ha empezado a llover. Comienza un nuevo día −piensa, mientras escucha los últimos acordes de la canción− Uno más, sin él.

martes, 12 de julio de 2011

ANDRÉS O LA BÚSQUEDA DE UN SUEÑO

Andrés es alto, muy alto, un poco flojo y algo descolorido. El pelo castaño tirando a rubio, la piel de un blanco desganado. Hay que mirar más de una vez sus ojos marrones encastrados en la cara delgada, sobre todo entre semana, para poder ver esos chispazos de vida que a veces sin que él se de cuenta los atraviesan, convirtiéndolos en joyas. Casi nadie lo hace.

Hoy (y no me preguntes porqué precisamente hoy y no otro día, quizá le falten unas horas para cumplir los treinta y cinco o puede que la semana pasada lo despidieran de su trabajo, mortalmente aburrido, en una empresa de seguros o tal vez porqué su madre le llamó anoche para decirle que no se preocupe por nada, que su habitación, la de siempre ya está preparada) no ha dormido. Cuando se acostó, como siempre pronto y sólo, después de que su madre colgara el teléfono y él como buen hijo la escuchara sin interrumpirla durante más de media hora, empezó a pensar dando vueltas y revueltas en la cama, que él lo que necesitaba realmente era licuarse en semen e introducirse de nuevo en un útero para volver a nacer. Preferiblemente en el útero de otra madre. Volver a nacer con un mundo nuevo y limpio por descubrir. Por supuesto que no es una idea original, seguro que todos lo hemos pensado alguna vez y Andrés más de una o dos o tres o mil, incluso llegó a escribir un cuento con esa idea, porqué Andrés escribe o más bien quiere escribir las miles de ideas que rondan su mente.

A las tres de la madrugada con cinco horas a cuestas de pensar no aguanta más en la cama. Se levanta y como un loco recorre el piso de alquiler. Sus libros, su ropa, su portátil (con una colección de cuentos terminados y sin terminar, de ideas sin germinar, de planes noveleros, de análisis solitarios, de vida íntima no vivida que dejó se ser real hace mucho), sus CDs (pelis y música), todo pulcro y ordenado: Los libros por autor y alfabéticamente, las películas por géneros, la música por estados de ánimo, la ropa limpia, planchada, bien colgada o doblada según el caso. Clasificada en los armarios por: ropa de diario; para el trabajo, para correr, para el ocio. Ropa de fin de semana: para estar en casa, para correr (se repite, sí, pero parece que no es la misma), para salir… es lo único que marca el espacio como suyo. Nunca pensó en colocar unas figuritas aquí o allá, ni una planta, ni siquiera una bonita lámina enmarcada en las paredes. Su madre sí, incluso llegó a regalarle un par de gatos de loza que él guardó en un cajón y olvidó a propósito.

Decía, antes de disgregarme, que Andrés cansado de su cama se levantó y recorrió su piso (suyo mientras pagara, claro) medio enloquecido. Ya me dirás, se quitó el pijama gris indefinido, uno de los regalos de su madre, que ni los lavados meticulosos habían conseguido darle un color más atractivo, y se quedó en calzoncillos (imagen un tanto penosa: el cuerpo larguirucho, demasiado delgado, demasiado blanco que empeoró cuando en otro arrebato se quitó también el calzoncillo) saltó sobre el sofá, este no era feo, solo Camel, resbalando cuando los cojines cayeron al suelo. Que sí, que estuvo a punto de cumplir sus deseos y pasar a mejor vida, al darse en la sien con la esquina de la mesa pequeña, con cantos metálicos en la que cenaba la mayor parte de las noches, con bandeja y servilleta de tela, claro, delante del televisor. Aquello le hizo recuperar la compostura, lo suficiente para darse cuenta de que tenía la piel de gallina y un frío espantoso. A fin de cuentas y aunque no lo he dicho antes, era una noche de noviembre y no tenía calefacción. Buscó el pijama y se lo puso (no, el calzoncillo no). Miró a la calle pegado a la ventana, colocando las manos a cada lado de su cara como pantallas para evitar que la luz de la sala, a sus espaldas le estropeara la visión de la noche. Estuvo así un buen rato, él no lo midió y yo no estaba allí. Y eso que la vista no era demasiado atrayente. Bloques y bloques de pisos hasta donde alcanzaba la vista, tramos de calzada en las que circulaba algún coche perdido de tanto en tanto. Quizá fuera la danza de los semáforos, misteriosamente bella en la noche por lo que tiene de inútil: del rojo al verde, del verde al amarillo, repitiéndose una y otra vez sin protagonistas ni testigos excepto algún loco como Andrés. Tiendo a pensar que no, que él no vio los bloques, ni los escasos coches, ni reparó en los semáforos. Cuando dejó la ventana (los cantos de las manos ya habían pasado de blanco a azulados) los ojos de Andrés chisporroteaban como las joyas que he dicho antes que parecían (de vez en cuando y poco entre semana). Cierto que era viernes camino del sábado o mejor dicho, ya bien entrada la madrugada del sábado, pero no creo que ningún otro fin de semana le brillaran así. Es más, nunca le habían brillado así: febriles, ansiosos. Ahora y aunque sus movimientos se habían vuelto tranquilos y mesurados parecía mucho más loco que antes.

Caminó hacía el armario. Uno de esos empotrados, no demasiado grande, en los que el suelo, es el suelo, vamos que lleva baldosas donde suelen depositarse los zapatos y sí, Andrés tenía una perfecta doble hilera de cajas alargadas con rótulos en los que podía leerse: mocasines marrones (viejos), mocasines marrones (seminuevos), mocasines marrones (nuevos), deportivos: blancos (para correr), negros (deportivos casual)… Asombroso ¿Verdad? No hace falta que describa el resto del armario, pero lo haré de todas formas: una estantería baja con suéteres de pico azul marino, marrón y gris, una barra con camisas casi todas blancas, aunque hacía el final hay una negra y otra rosa, perchas para pantalones donde estos cuelgan de los bajos repitiendo la combinación de colores de los jerséis y sobre todo ello un altillo con cajas diversas. Andrés sin mirar, estiró el brazo y palpó en una esquina de ese altillo un bulto indefinido. Cuando retiró la mano ¡¿Quién lo diría?! Estaba llena de polvo. Una amplia y hermosa sonrisa cruzó su rostro, casi partiéndolo en dos. Y allí mismo, delante del armario, Andrés confirmó lo que hasta ahora venía yo diciendo: estaba perdiendo la cabeza. Bajó con los dedos las comisuras de la boca, que estaban altísimas, frunció el ceño, cerró los ojos, hizo un gran esfuerzo y una gran y solitaria lágrima se deslizó lacrimal abajo por la mejilla izquierda, la recogió con un dedo, rió hasta rodar por el suelo.

Desde el armario las pulcras hileras de cajas, los jerséis, los pantalones parecían reprocharle su comportamiento. Se sentó en el suelo y los miró. Un pliegue siniestro se formó en su frente, las prendas temblaron. Se alzó y con un solo movimiento tiró las cajas al suelo, siguió con las prendas de ropa, primero una a una y luego a montones hasta dejar el armario vacío. Corrió a la cocina. Volvió con enormes bolsas de esas negras de cubo de basura. Y allí enclaustró la ropa. Después cargado con el rollo de las bolsas recorrió la casa. Las llenó. Todos los libros, todos los CDs… su vida de los últimos años. Las alineó junto a la puerta del piso. Un bonito rosario de bolsas negras contra la pared blanca del vestíbulo. Se rió de si mismo al contemplarlas, ni en medio del caos deja de ser primoroso e impecable.

Se pregunta que ha de hacer con todo lo que hay en las bolsas, con su vida. Y de nuevo sonrió (le dolían ya la mandíbula de sonreír, esta noche lo ha hecho más que nunca en su vida). De la cocina recogió tres grandes cajas de plástico, de esas que tienen en las fruterías (las trajo su madre llenas de fruta y verdura con la cantinela de: “hijo, me parece que no comes lo bastante sano ¿No ves los anuncios de la tele? Cinco piezas de fruta al día, y mucha verdura…” claro que no las tres cajas de una vez, más bien cada vez que le daba la manía de que vivir solo no era bueno para el niño). Bajó a la calle con ellas y las bolsas, le costó tres viajes en ascensor y veinte minutos plasmar su idea. Apiló las bolsas detrás de él y las cajas, como mesas improvisadas delante. En la pared a su espalda, un cartel que decía: “Mi vida en oferta por renovación de existencia, preguntar precios. Todo es negociable.”

Así que la imagen que se encontraron sus vecinos (sólo conocía a la vieja que vivía en su rellano, que le hacía mal gesto cuando se cruzaban y él llevaba del brazo, de la mano o simplemente al lado a una de las pocas chicas que habían alegrado, entristecido, complicado su vida sexual o sentimental) y los inocentes viandantes que transitaban por su calle esa mañana de sábado (sobre las nueve serían) era la de un hombre entrando ya en la madurez, con un pijama gris, zapatillas deportivas (ocurrencia de última hora, así como el abrigo, grande y negro que sacó de una de las bolsas, seguía siendo noviembre y hacía frío). Fue sorprendente el éxito de su iniciativa, cierto que no pedía mucho por cada prenda e incluso regateaba a la baja con sus compradores el precio de los suéteres, pantalones, zapatos… y llegó a regalar libros a las pocas jovencitas guapas que se cruzaron delante del tenderete. A un par de policías que detuvieron su coche patrulla y bajaron a preguntarle no sé que historia de permisos de venta en vía pública les regaló una colección completa de CDs: las mejores bandas de películas de la historia. Y dos libros de poesía. La cara de los policías mientras se alejaban con las manos llenas y murmurando “Bueno… no se quede mucho rato y no interfiera el paso de viandantes por la vía pública, a la vez que miraban con extrañeza el título de los libros, hizo que la cara de Andrés resplandeciera con una alegría socarrona e infantil sacando a la luz una belleza extraña, que fluía de dentro hacía fuera, convirtiéndolo durante unos minutos en el hombre más hermoso que se haya contemplado nunca.

Al cabo de unas horas, no muchas, sobre la una, en la acera no quedaban más que las tres cajas con algunas prendas que nadie quiso, un par de libros (pobres) despreciados por todos: un Joyce y un Quijote, un Poe que él se había resistido a última hora a vender, escondiéndolo debajo del batiburrillo de prendas, libros y CDs en que se habían convertido sus otrora bien ordenadas posesiones y un montón de bolsas negras vacías. Incluso sobre las doce había vendido su abrigo, quedándose en pijama.

Soltó los libros que nadie quiso en el parque de enfrente, uno sobre un banco y el otro cerca de una fuente con la esperanza de que fueran adoptados, dejó las cajas con un par de pantalones cortos, dos jerséis de pico y un par de camisas cerca del contenedor de basura, plegó las bolsas negras e hizo algo sorprendente.

Cerró los ojos, tomó aire, los abrió y sin mirar a su alrededor enrojeciendo hasta la raíz del cabello empezó a desnudarse: la sudadera del pijama gris feo no le supuso mayor problema, aunque permitió que todo aquél que pasara por la calle en ese momento comprobara que se puede enrojecer más abajo del cuello e incluso ponerse prácticamente púrpura y sudar a pesar del vientecito helado que corría a esa hora y en aquella calle, cuando además se quitó el pantalón, quedándose en puras y desnudas pelotas (recuerdo que no se volvió a poner los calzoncillos en su momento). Con una tranquilidad a todas luces forzada, encogido de vergüenza, dobló con cuidado las prendas y las dejó justo encima de de los jerséis de pico. Después sintiendo en la piel clavarse las miradas sonrientes, escandalizadas hasta de estupor de las buenas gentes que tuvieron la suerte o la desgracia de estar cerca en ese momento (e ignorando el frío que ya era difícil en su situación y que además consiguió el dudoso beneficio de que una parte de su cuerpo se encogiera pudorosa y congelada) se irguió en toda su estatura, anduvo con pasos mesurados hasta el portal y tomó el ascensor hasta su casa. Una vez allí, tomó aire, llevando el oxígeno de su loca valentía hasta el centro mismo de su ser y más fuerte que nunca tomó una manta con la que abrigarse, se preparó un café, pan tostado del día anterior, unos huevos rotos, dos cortadas de bacon y se fue a la mesa del comedor, abrió su portátil y redactó tres cartas en él y una a mano.

Recogió platos y vasos, los lavó cuidadosamente. Respiró hondo. Sacó del armario lo único que quedaba en él. Limpió el polvo de lo que parecía ser una enorme mochila llena de bultos extraños que palpó con amor… y se situó frente al espejo. Con lentitud se dedicó a su transformación. Con mimo sacó una a una las prendas que le esperaban allí. Las había ido reuniendo poco a poco; compradas en mercadillos, recogidas de la calle, siempre a hurtadillas, intentando no enterarse del porqué ni el para qué, diciéndose a si mismo que eran bonitas o raras. Después estudió su cara, trabajó en ella, ocultándola al mismo tiempo que la convertía en una obra de arte llamativa y casi hermosa. Le faltaba práctica aún.

Más tarde dobló la manta y la guardó, casi el último acto que haría desde su yo antiguo.

Tomó cada prenda con reverencia, cerrando los ojos, musitando unas palabras que ni él recuerda, sintiendo la llamada en cada pieza de ropa. Besó con unción la camiseta a rayas rojas y blancas que iría pegada a su piel, la camisa negra, los tirantes sangre, el lazo, el pantalón a cuadros con enormes bolsillos, la chaqueta de parches multicolores, el preciado bombín, pequeño y negro que solo adquirió su verdadero sentido en aquella liturgia multicolor, coronando su cabeza inclinada sobre el pecho. Inspiró, llenándose los pulmones, calmando el pulso que le latía loco en las muñecas y el cuello. Levantó la cabeza y abrió los ojos a su imagen. La alegría pura es un baile de luces naciendo allá en el fondo de las pupilas, se desprende en las arrugas inevitables de los ojos, que los hacen alzarse como la comisura de una boca sonriente. Se desprende de la piel en oleadas, brilla en los dientes, resplandece en el ángulo erguido del cuello, libre dentro de la atadura floja del lazo negro que, en este caso, lo embellece. Irradia en cada movimiento del cuerpo rodeándolo como una aureola. Así se veía Andrés cuando se colocó la mochila, pesada, en el hombro. Pesada porqué contenía los útiles de su vida, la que será su vida a partir de ahora: un ligero saco de dormir, calcetines de repuesto, un rollo de papel de estraza donde empezar a convertir las palabras en imágenes, rotuladores de colores, una taza de lata, un plato de metal… los sueños y los cuentos, ligeros, van fuera de la mochila, juegan ya en su cabeza, bailando de la mano gigantes, caperuzas rojas y verdes e incluso azules, enanos felices, princesas sin príncipes y príncipes sin caballo ni reinos, retorcidas ancianas y nudosos magos en compañía de seres aún sin forma que giran y giran en la danza loca de su nacimiento.

Al fin, Andrés, tomó el portátil (guardándolo en su funda con cuidado, porqué ciertas cosas nunca cambiarán) donde acumuló antiguos sueños, la carta manuscrita y dejó sobre la mesa los tres sobres mecanografiados: A su jefe, a sus padres y a su casera. Antes de salir, ante el espejo del vestíbulo se acomodó una gran nariz roja de payaso.

¿Qué cómo sé yo todo esto? Un sábado a última hora de la tarde, de una tarde muy fría de noviembre el timbre de mi puerta me interrumpió mientras escribía. Contrariada, volqué sobre las teclas las últimas frases que cruzaban mi mente antes de ir a ver quién partía así el silencio de la casa.

Tras la mirilla no había nadie. En el suelo una bolsa de lona, cuadrada con un recuadro blanco encima. Abrí la puerta casi con precaución, era extraño y miré a lo largo del rellano, como si alguien se pudiera ocultar en ese espacio sin rincones. Tomé el recuadro; un sobre sin sellos, con mi nombre escrito a mano. Repase con los dedos las esquinas de la bolsa y adiviné por la forma y el tacto de lo que se trataba. ¿Un portátil? Incrédula tiré de la cremallera. Pues sí, asomaba la forma inconfundible, plana y cuadrada, en un tono gris del aparato. Me incorporé deprisa, con la irrealidad comiéndome los talones y corrí hacia la calle, abrí la puerta del portal. Allá en la esquina, distinguí un revoloteo de colores y un bombín girándola. ¿Qué…? Recordé de pronto allí de pie la puerta abierta de casa, y yo sin llaves. Entré de nuevo, repasando el sobre con los ojos. Mi nombre en una letra firme que creí reconocer. Cuando algo me supera me tomo las cosas con calma. Así que tomé el portátil estrechándolo contra mi pecho, entre en casa, cerré la puerta y lo deposité junto al mío, abierto encima de la mesa. Me senté y con cuidado abrí la carta:

“Querida amiga. Ahora ya más amiga y menos querida (sonríe, por favor). Imagino tu cara de perplejidad al recibir mi portátil, desde él nos hemos comunicado tantas veces y de tan diversas maneras que aunque no lo hayas visto nunca ha sido un enlace de sueños entre ambos. No es un regalo, ni un préstamo. Te lo dejo en custodia porque no hay sitio para él en mi mochila, unos lápices y una libreta lo sustituyen, son más livianos y ocupan menos. En él encontrarás relatos, cuentos, historias, ideas… de ello te regalo la lista de ideas para posibles historias, los cuentos inacabados y la colección de apuntes que he ido recogiendo a lo largo de los años de soñar. De mi trabajo acabado, tal vez un día te escriba para que −ya que es imposible que los quemes− los borres o puede que aparezca en tu puerta, con traje y corbata para reclamártelos. De los vestigios de mi vida secreta y privada que queden en él no te pido que no husmees, te conozco y sé que será una tentación irresistible, pero sí que se queden en secretos hasta entre tú y yo.

Sé que sigues estando perpleja y que te preguntarás a que viene esto y porqué no he hablado contigo, de hecho imagino tu mano alargándose para tomar el móvil, no lo hagas, no voy a cogerlo. Entre otras cosas, no lo llevo conmigo. No la lío más y sigo adelante antes de que mueras de curiosidad (no es literal, pero sé que ya estás tentada a ir al final de la carta, aunque no lo harás: nunca te ha gustado adelantarte al final de la historia). Aún después de tanto tiempo sin vernos y sin saber del otro he llegado a la conclusión de que eres una de las pocas personas (quizá la única) en mi mundo de conocidos que entenderá y si no, aceptará el vuelco que he dado a mi vida (también es cierto que no te doy opción a que trates de convencerme de lo contrario). A partir de hoy he dejado todo atrás: familia, trabajo, casa, amigos, las novias que he tenido y todo lo que conformaba mi historia. Ya no soy Andrés: el oficinista con sueños de escritor neurótico. Ahora, seré Andrés el Payaso: trotamundos, Cuentacuentos, buhonero… Puedo ver como se abren tus ojos asombrados. ¿Andrés? ¿Mi Andrés el de las dudas y los miedos? Y llegado a este punto también te veo sonreír: Andrés, el de los cuentos, los chistes malos, el que hace reír noches enteras a puro disparate encadenado. ¿Asientes?”

Además de la visión que de si mismo me daba Andrés, pensé también en mi Andrés tímido y reservado. Que usaba la palabra como un escudo protector. Tan hábil que era capaz de hablar un día entero sin contarte nada acerca de él. Del Andrés al que había que leer entre líneas, del Andrés temeroso de ser herido… y aceptando serlo ya por adelantado. Me sentía algo más que perpleja y asombrada, estaba conmovida hasta el punto de que las palabras de la carta se tornaban borrosas. Parpadeé varias veces, hasta que conseguí una visión clara. Me contaba con detalle los sucesos desde la noche anterior, haciéndome llorar y reír por momentos. Imaginarlo saltando en el sofá o en pijama en la calle voceando su vida entera y vendiéndola a piezas por un euro o dos o tres… me emocioné al pensarlo deshaciéndose por completo de su vida anterior quedándose desnudo ante un contenedor de basura, gesto que el tildaba de ridículo en su carta pero que a mí me parecía semejante al de un caballero cubriéndose de armadura y yelmo antes de una batalla

“Tranquila, que llevo repartido por los bolsillos las ganancias obtenidas esta mañana pero no tengo intención de usarlo más que para tomar un tren que me lleve a iniciar mi nueva vida, pagar una comida o quizá una cama, si las cosas van muy mal.

Seré un juglar medieval con nariz de payaso. Un cuenta cuentos en las fiestas grandes de los pueblos, un payaso, un saltimbanqui en las tranquilas pedanías, contaré mis historias en las aldeas…un mimo en las aceras de las grandes ciudades: una monedita y me muevo…”

Ya ha pasado casi dos años desde que Andrés se marchó. Cuando las preocupaciones y los trabajos diarios me hunden y roban mis fuerzas pienso en él. Lo imagino por los caminos, cargado con su mochila, la cabeza repleta de cuentos e historias, con unas monedas en el bolsillo, esperando llegar al próximo pueblo donde se detendrá en la plaza, llamará a niños y ancianos, a madres que pasen con sus bolsas cada vez más ligeras de la compra, a las personas que en la barra del bar matan el tiempo que un trabajo inexistente debería llenar y durante un par de horas a cambio de la “voluntad” les hará olvidar las penas para llevarlos a un lugar imaginario donde los sueños pueden hacerse realidad.

En este tiempo he recibido algunas llamadas, a veces eufóricas, a veces peticiones de auxilio en forma de giros (cuarenta, cincuenta euros, nunca más) que me han sido devueltos en los momentos más inesperados, puede ser al día siguiente, a la semana o al mes. Los remite desde lugares con nombres que a veces conozco bien y otras ni siquiera los he oído nombrar. Pero siempre, siempre su voz esta llena de un gozo profundo y sereno que yo jamás he sentido.

sábado, 2 de julio de 2011

CRÓNICA

Día: sábado. Hora aproximada: 01.45. Acto: comida de nostalgia. Protagonistas: Dos. Antiguos alumnos del instituto B... .Tiempo que llevaban sin verse: Ufff... la friolera de... no lo digo, desde un par de años después de salir del Instituto. Duración de la comida: Pues podían haber merendado también.

Una extrañeza, yo creo que lógica, viaja con ella. Con él no lo sé, no tengo datos. Se pregunta si después de tantos años tendrán algo de que hablar más allá de las preguntas corteses y las respuestas más corteses aún. Durante un par de días (cuando se concretó la propuesta de verse para charlar) ha pescado del pasado un montón de recuerdos. Las largas caminatas de regreso a casa desde el Instituto, cuando la necesidad de pesetas frescas en el bolsillo pesaba más que la comodidad de un autobús, llenas de palabras, risas, chismes varios de compañeros, charlas de doble sentido (Eh, de aquellos lodos surgieron estos polvos), un aprendizaje de algunos aspectos de la vida (lo que tiene que él fuera unos años mayor que ella) en definitiva lo que llena una amistad libre, cuasi adolescente entre compañeros de curso (varios cursos, de acuerdo).
También varios rostros, nombres, hechos medio olvidados de por aquél entonces. Emilio, Juanjo, Arturo, Cesar, Amparo, Sefa, Mª José (la lesb. todo un choque para mí en esos años)... Y se ha preguntado si es posible recuperar la complicidad de entonces. Difícil, piensa. Pero va, puntual, como siempre. Llega la primera al sitio de encuentro: Sal y Pimienta, y como ahora, entre las muchas cosas que en su vida han cambiado, le gusta la cerveza, pide una caña, en la terraza, claro, para encender un cigarro también.

Él llega, más puntual aún que ella, puesto que ha sido exacto y ella se ha adelantado unos minutos.
Primer punto de conversación:
El lugar de encuentro no es el lugar donde van a comer. Ella lo ignoraba. Esperan la cerveza. Y una coca cola. Él le reprocha el hábito de fumar. Eso sí es una cosa que deberías dejar. Y ella pregunta: ¿Esto sí? ¿Y qué es lo que no debería abandonar?
Las frases algo entrecortadas de estos compañeros-amigos-desconocidos, vuelan hacía los no presentes: los compañeros con los que él continúa viéndose. Segundo reproche: desapareciste. Ella no sabe que decir. Efectivamente la vida se la tragó (Y aquí alguno pensará que debe haberle sentado mal a la vida, puesto que la ha escupido de nuevo).

Aparecen los nombres en los que ella ya ha pensado-recordado y algunos que estaban olvidados, pero eso más tarde, en un restaurante brasileño-italiano. Ante unos entrantes deliciosos, un entrecot para él, lasaña para ella, agua y cerveza (adivina: sí, para ella). Le ha recordado a la otra MªJosé la roja, a Paco, a Tárrega, a Pablo el de los porros, al otro Emilio, que en este transcurso de tiempo ha sufrido peor suerte que nosotros, murió. Algunos profesores: Torres, la Vaquer, Núñez, Lledó, Martínez, Esperanza, Inmaculada... Tantas personas. De la famosa frase del Emilio que es más de ellos soltó un día, uno de aquellos días de antaño, a ella: "Tú no eres una mujer, eres un compañero."

Del viaje de fin de curso, de la noche que se recorrieron Palma para acabar en la habitación de los chicos en el motel pared con pared con el profesor. Solos, incluso diría que inocentemente solos, hasta que los otros llegaron y la habitación se llenó de más risas, de comida, de movimiento.

Más tarde y con el café en otra terraza hablan de sus vidas actuales, de sus trabajos, de las circunstancias, de bodas, de divorcios, de solterías y de vidas de monje. Él insiste en que la crió. Y de hecho la conmueve cuando la incluye entre sus amigos de siempre, los mejores, los de toda la vida.
De soledades, de sexo, de putas, de fútbol, de hombres y de mujeres, de clichés, de antiguas borracheras y de rescates caballerosos: la acompañó a casa, en autobús, una noche en la que ella practicaba con su reciente descubrimiento: el alcohol, dejándola en la puerta, como se hacía antes. Él cuenta que ella insistía en que no hacía falta, que ella podía ir sola y remata la jugada: si casi no podías andar, no hubieras llegado a casa. Ella ríe porqué recuerda y además ese rasgo continúa siendo suyo: no las borracheras, el yo puedo sola.

Y la tarde está llena de sol, de aire, de licor de fruta con hielo, café y té. Se alarga y tras las palabras de ambos se nota la vida que ya han vivido: "es que yo ya soy muy mayor" dice él Las experiencias y las amarguras, los fracasos, la desesperanza, de los miedos enterrados en indiferencias o en valentías, quizá simplemente como un sabor casi oculto, sazonando parte de la conversación.

Y llegan las siete, hay obligaciones que atender, cada cual las suyas y se acompañan un poco más: una rápida visita al banco, un paseo hasta las paradas del bus. Un adiós, un mándame un mensaje si no tienes saldo, cuando quieras y organizamos otra cosita. Una despedida rápida, sin un apretón de manos, ni un abrazo, ni dos besos. Dos viejos amigos separándose hasta otro día, otro momento.