jueves, 3 de diciembre de 2009

Infancia

La infancia es uno de esos lugares a los que cuesta volver por mucho que lo deseemos. Los recuerdos se esfuman cuando tratamos de retenerlos. Son espejismos de bordes temblorosos. Se ha ido y lo máximo que podemos esperar es imágenes aisladas y distorsionadas ¿O no? A veces un signo externo nos trae a la memoria un recuerdo intacto, rico y complejo. A mí me suele suceder con los olores. El olor a pan caliente, a leche hirviendo, a tiza, a goma de borrar, a sudor de niño…
El pan caliente me traslada a la panadería de mi barrio, en la plaza. En las mañanas de invierno abrir la puerta y encontrarse en medio de ese calorcito aromatizado, los sacos de pan colgados de una percha (dicen que con esto de la conciencia ecológica se está recuperando la costumbre), las mujeres en cola, los hombres a los que siempre se les dejaba pasar antes, las conversaciones en voz alta para amenizar la espera y de paso enterarse de todos los chismes del día, mi uniforme de colegio: gris a cuadritos, un poco carcelario, excepto por los enganchones que lucía en él por las uñas de los gatitos que me gustaba acariciar, blusa blanca, zapatos limpios, olor a colonia en el pelo bien estirado en una coleta, el flequillo a lo chino que mi madre tenía a bien cortarnos.
Engarzados en el mismo hilo de este recuerdo vienen otros, la visita a las quinielas (siempre llamábamos así al kiosco de la plaza en casa) para cambiar las novelitas que leía mi padre: de vaqueros, del espacio, de terror. La vuelta corriendo a casa, para no llegar tarde al colegio El aire limpio y fresco de las mañanas, el día que encontré un gorrión caído del nido, que más tarde se comió el gato.

El aroma a leche hirviendo. Madrugadas oscuras, mi madre en la cocina, el gran cazo donde hervía la leche, la comida ya puesta al fuego, el vaho empañando los cristales de la ventana, el calor, mi madre. La rara experiencia de tenerla sola para mí mientras los demás dormían. Y más aún: desayunos de pajaritos. El cazo abollado, de mango largo, brillante de tantos fregados. Mi madre repartiendo sopas de pan con una cuchara común, boquitas abiertas de niñas esperando. No había que distraerse o te quedabas sin desayuno. Recuerdos agridulces que me hacen sonreír.

El olor a polvo de tiza, a goma de borrar, a ceras y lápices de colores. A sudor limpio de niñas. El colegio de las monjas, pies arrastrándose a través del patio, yo andando cada vez más lenta, con la esperanza de que fuera demasiado tarde para que me dejaran entrar. La maestra saliendo a buscarme cuando al fin decidía volverme sobre mis pies e irme a casa. Estaba ya en el patio de “los mayores” pero aún en las aulas de bajo Tendría ¿cinco años, seis? Unos minutos de siesta por la tarde, la cabeza sobre los brazos cruzados en las mesas pentagonales, la monja (ya no recuerdo su nombre) paseándose por la clase, sol de invierno en los ojos cerrados. Me recuerdo expulsada al pasillo por contestar (siempre era por contestar, siempre) sentada en el suelo, jugando a dar vueltas, explorando el corto pasillo que llevaba a al despecho de la directora y al gimnasio. El gran piano negro que acariciaba con reverencia sin llegar a pulsar jamás las teclas blancas y negras. La mirada entre cómplice y sonriente de alguna directora, también monja, que usaba el diminutivo de mi nombre oficial y abría la puerta de clase para que me dejaran entrar con mi promesa, siempre incumplida, de no volver a hacerlo.

Infancia, lugar remoto, sueño perdido, olvidado ¿O no?

3 comentarios:

  1. Hola May. Según qué referencias la vida con sus recuerdos es larga o corta. La infancia, en mi caso, está a la vuelta de la esquina, esquina por la que suelo pasar de vez en cuando para recordar quién y cómo soy. Inolvidable, como lo será también el resto de mi vida.

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  2. Jajaja, vale. Hola Javi (Es que me ha sonado serio el saludo). No sé si te refieres a estas cosas que piensas: ¿Cuándo vi por última vez a esta persona? o ¿Cuándo sucedió tal cosa? Y te dices fue el año pasado o hace dos y si cuentas concienzudamente te asombras al descubrir que hace más de cuatro o tal vez cinco que eso ocurrió. Sí, el tiempo es relativo.
    Mi infancia también está ahí, a la vuelta de la esquina y más estos días que he hecho un esfuerzo para recordar alguna anécdota para el ejercicio de un relato.
    Y además porque cada vez que voy a casa de mis hermanas, aún mi casa de la infancia, en el barrio de mi niñez puedo volver a verme corriendo por las calles, tropezando con aquel pie roto de esas farolas que eran como de piedra y que ya casi no existián, aquella boca de alcantarilla que ya no tenía tapa y que había que saltar, el cuidado al cruzar la calle cinco (aún hoy no sé porqué la llamábamos así. Tenía el mismo nombre que ahora). Puedo verme en los pasajes oscuros que conducían a la plaza, si venías desde el parque y donde Chelo y yo hacíamos el pino o jugabamos a la goma. El edificio de la iglesia, con su patio interior que conducía al despacho del cura y a una escalera que llevaba a su casa. Recuerdo las horas que pasábamos allí aprendiéndonos los diálogos de frances, recitándolos en voz alta (sí, fui a un colegio de monjas, y el idioma extranjero era el frances). Ahora ya no se pueden llegar a ese rincón, esta cerrado con una verja.

    Tengo recuerdos de cada esquina y confieso que me invade la melancolía cuando veo tantos cambios en ellas. En la plaza ya casi no quedan tiendas. Ya no está Requení, ni el estanco ni las quinielas. Vive dormida, y puede que no espere cien años para desaparecer.

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  3. Mirar hacia atrás con los ojos cerrados, con los poros abiertos... con la sensación floreciendo en la garganta, en forma de lágrima, en forma de voz, en forma de suspenso.... volví a mi propio olor a pan, a leche y a patio de infancia... volví a mí a través de tu texto...... Abrazo largo....

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