domingo, 10 de mayo de 2009

Ejercicio 26º: CORTESANA

LA CORTESANA

La cortesana Claudine, escuchaba a su sobrina Ninette, sentada ante el tocador excesivamente iluminado. Le parecía que hacía años desde que el gran espejo no reflejaba la luz de tantas velas. Momentos antes, la joven había recorrido exuberante la elegante recámara tomando todos los candelabros que encontró, colocándolos cerca del espejo, dejando el resto de la habitación sumido en la oscuridad.
— ¡Oh, tía! ¡Qué emocionante es todo! Cuando mama me dijo que podría venir a visitarte y quedarme contigo hasta que encontrará mi lugar en la corte, no imaginé que fuera así… Estaba un poco asustada, tía. Pero es tan emocionante. Son todos tan elegantes y refinados…
¿Alguna vez había sido ella tan joven, se había sentido tan radiante? Unos pasos detrás de Ninette, Claudine se refugiaba en las sombras. Los ojos de la joven brillaban en el espejo, la piel casi traslucida de su cara aparecía sin mácula realzada por las velas. El largo cabello cobrizo recogido en un moño suelto que libraba delicados rizos sobre su rostro y los hombros esbeltos.

—Y a ti, tía, te tienen en tanta estima… todos te escuchan. Hasta el rey te preguntó por asuntos de estado… Y cuando hablaste con el Marqués de D’Olincourt, sobre los problemas que tenía con sus tierras…

Sí, pensó Claudine, todos fingieron escuchar sus palabras, mientras los ojos seguían la delicada figura de su sobrina, pendientes de sus labios, absortos en el azul de su mirada. Todos calculando quien sería el primero en disfrutar de sus placeres. Cuanto les costaría sus favores. Cerró los ojos. La cruel juventud de su sobrina dolía. Avanzó despacio hacia el tocador. Hasta que su cara quedó reflejada en el espejo sobre la de Ninette. Hasta que la luz inclemente iluminó la piel madura de sus mejillas, el brillo inquieto, desesperado, de sus ojos, la fingida voluptuosidad de sus labios pintados, el falso lunar en su pómulo izquierdo. ¿Cuándo empezó a aplicárselo? ¿Cuándo su tocador se lleno de afeites y pomadas? Observó la cara de su sobrina. Una sonrisa amarga estiró sus labios y con un gesto desprendió el lunar de su mejilla.―Déjame que te lo ponga, Ninette. Sí, así estás perfecta —colocó el lunar cerca de la fresca boca de su sobrina. Dio un paso atrás, de nuevo en las sombras y contempló su obra. Inclinó la cabeza. El rey ha muerto. Viva el rey.

Relato: MOMENTOS

Momentos.

Te miró desde el sofá, observo tu espalda, la nuca, el cabello alborotado mientras inclinado sobre un teclado iluminado por una pantalla, trabajas. Sentada con mis piernas recogidas y el libro en la mano, hago un esfuerzo y vuelvo a él.

Pasan los minutos, el silencio entre nosotros es cómodo, nos sentimos bien con la presencia del otro. Sigo leyendo uno de los libros que compramos ayer, juntos, de la mano, perdidos en un universo de libros.

—Este me gusta— te dije casi avergonzada, con un libro de vampiros y gentes de la noche en las manos.

Te reíste de mí. Más de mi vergüenza que de la elección de mi libro. Lo miraste por encima mientras yo te explicaba un poco atropelladamente, la sensualidad que desprenden algunos de estos libros, la magia y la atracción de lo oscuro. Al fin, lo dejé en la estantería dónde espera unas manos que lo sostengan y una mente que se adentre en sus misterios. Mis manos se desplazaron hasta otro de mis favoritos y Bajo las ruedas, mi libro de iniciación en la adolescencia, perdido hace años con los cambios de la vida, cayó en ellas.

―Ya he elegido— te dije. Te mostré mi libro, bastante más orgullosa de esta elección, a fin de cuentas es Herman Hesse, un premio Nobel. Que además de ser uno de mis favoritos, satisfacía mi pequeña vanidad.

Me miraste con esa sonrisa tuya que reservas para mí. Y... Cuando volvimos a casa me sorprendiste con el libro de vampiros.

Y ahora, mientras estaba perdida en el sensual mundo vampírico, con víctimas ofreciéndose fascinadas a seres capaces de hacer de la muerte un orgasmo, tu presencia, tu olor ha agitado en mi cuerpo una cálida y dulce sensación.

Olvido mi libro, abierto contra mi pecho. Y siento el cosquilleo del roce de sus páginas en mis pezones, y me ruborizo con la prueba de que mi deseo transluce en ellos, erectos ya. Mientras miro tu espalda y sueño, una de mis manos, casi con voluntad propia envuelve uno de mis senos, siento su peso, su calidez y pruebo con la punta de los dedos a erizar aún más el pezón. Un ligero estremecimiento recorre mi cuerpo. No me muevo, tan sólo aprieto mis muslos uno contra otro, consciente de mi sexo.

Te miro, ajeno a mí. Lleno el espacio entre los dos de mi propio deseo. Un recuerdo súbito, tus dedos penetrando en la humedad de mi vagina, tu boca en la mía, un ligero susurro sobre mis labios. “Que mojada estás, mi amor”. De un golpe, siento como mis fluidos vuelven a mojar mi sexo. Contengo un gemido. Estás trabajando. No quiero molestarte.

Y sin embargo, tengo la sensación de que el aire de la habitación ha cambiado, es denso y caliente. Acaricia mi cuerpo. Mi piel parece cada vez más fina, sensible al calor de tu piel, aún estando separados, tú, en la silla frente al ordenador y el trabajo que te reclama y yo en este sofá, donde tantas veces nos hemos amado.

Dejo mi mente volar mientras te miro, absorto, perdido en otro mundo en el que yo no existo. Dejo caer el libro, abro mi mano sobre la suave piel de mi vientre, acariciándola despacio, con apenas un roce de mis dedos. Cuidando de no emitir un sonido... debo dejarte trabajar. Me envuelvo soñadora en los recuerdos de noches pasadas. En tus manos, tu lengua, tu boca perdidos por mi cuerpo. Tiemblo, y siento mi sangre tumultuosa, correr dando vida a cada rincón de mí.

Muerdo un gemido que se me escapa, cuando mi mano llega a mi sexo. Estoy húmeda, abierta y te deseo. El aire entre nosotros adquiere una cualidad líquida, caliente. Te miro de nuevo... Y sorprendo tus ojos clavados en mí. En la mano perdida en mi sexo, en mis labios inflamados, en mi cuerpo apenas cubierto por una camiseta de tirantes.

Jadeo, una explosión de calor recorre mi cuerpo. Me siento poseída, traspasada por tus ojos. Sin pensar abro mis piernas despacio, dejándote ver mi sexo mojado, anhelante.

Te escucho soltar el aire de golpe, gemir y tu deseo hace eco en mi vientre. Tiemblo, tus manos buscan tu bragueta. En un momento tu sexo salta, libre y erecto entre ellas. Mi boca recuerda su textura, su sabor. Hundo los dedos en mi sexo, mis caderas se adelantan, se proyectan hacia ti. Tu mano se desliza sobre tu polla, la recorren ocultan el glande, bajan de nuevo, veo la humedad brillar entre tus dedos y deseo poner mi lengua justo ahí. Y aún así, no me muevo del sofá, tan sólo bajo los tirantes de la camiseta, dejando que se enrede en mi cintura y ofrezco mis pechos a tu mirada que me quema. Flexiono mis piernas abriéndome aún más para ti, para tus ojos. Siento mis pechos pesados, tensos, mis pezones se endurecen y llaman a la humedad de tu boca.

La palma de mi mano, presiona mi clítoris en cada embestida de mis dedos. Tu mano se mueve más aprisa sobre tu polla, que crece aún más dura, más gruesa. Me falta el aire y te deseo en mi interior. Caliente, mojada, temblando te llamo con mis ojos y mi mente. Te quiero entre mis piernas. Te quiero llenándome. Quiero sentir el salvaje abandono de tu cuerpo dentro del mío. Anhelo sentir tu dureza, la fuerza de tus manos en mis caderas, mientras me atas a ti. Tu sexo encadenado al mío.

Se me escapa la voz en un susurro, un jadeo...
—Ven, follame.

Una sonrisa casi dolorosa se dibuja en tu cara, el brillo salvaje de tus ojos se refleja en los míos. En un momento, estas de rodillas, frente a mí, y tu boca sustituye a mis dedos. Comiéndome, lamiendo mis fluidos, penetrando mi sexo. Trato de decirte que lo que deseo es tu polla hundiéndose en mí cuando me ciega la ardiente explosión de mis sentidos y me derrito en tu boca. Las contracciones recorren mi cuerpo. Sin pensar, te empujo de los hombros, el deseo me convierte en un animal salvaje y me encaramo sobre ti, busco tu polla con mi sexo, abiertos mis muslos para aprisionarte entre ellos. Me froto contra ella, la siento dura, caliente contra mi coño y no puedo más. La tomo en mis manos, la llevo a la oquedad palpitante y hambrienta de mi cuerpo. Se me escapa un sollozo al sentirla por fin, abriéndome, llenando mis entrañas. Me arqueo, mientras tus manos se aferran a mis caderas. Se clavan tus dedos en mi carne, anclándome a tu cuerpo. Envuelvo tu sexo con el mío. Lo baño de mis fluidos, mojo tu vientre, tus huevos. Tus jadeos llenan mi boca, cuando me inclino a besarte, a comerme tu boca. Aprieto mis pechos contra ti. Restriego mis pezones contra tu piel caliente, mojada en sudor.

Tus manos bajan a mi culo. Me aplastas contra ti. Elevas tus caderas, golpeando, batiendo mi sexo, una y otra vez. Me pierdo, nos perdemos en el mar caliente de nuestros sentidos. Susurras palabras de deseo, calientes en mis oídos. Y deseo sentirme llena de ti, de tu esencia, de tu leche devoradora y caliente. Jadeo estremecida y vuelco mis deseos en palabras que te hacen arder y aceleras tus movimientos, más y más aprisa, más profundo, y enloquezco y de nuevo toda yo me licúo sobre ti, mientras te vacías en mis entrañas.

Quietos, con nuestros sexos aún unidos. Tu boca perdida en mi pelo. Escuchando los latidos cada vez más lentos de nuestros corazones. Tus manos acariciando mi espalda. Formo un te amo con mis labios pegados a tu pecho, y siento tu sonrisa enredada en mi pelo.
FIN

Ejercicio 25: La palabra del día. RECORDAR

Condiciones para el ejercicio: El primer párrafo comenzará así:Recuerdo mi...; segunda y última condición: no podemos utilizar el verbo ser, en ninguno de sus tiempos verbales.

MIZTLI: EL INSTRUMENTO DE LOS DIOSES.

Recuerdo mi iniciación ante vosotros, el pueblo de Izel ahora que llego al termino de mi vida. Durante estaciones, me temisteis. Huisteis de mí: El Instrumento de los dioses. Evitasteis mi morada La vieja choza de mi niñez. Dónde una vez conocí la alegría. Dónde una vez me sentí pueblo como vosotros. Pocos sabéis de aquellos tiempos. He vivido una larga vida. Pocos de mis compañeros de nacimiento me han acompañado hasta aquí.

Tú, Tecolotl, estabas cuando sucedió. Mi compañero de caza, el único que vive. Tú, Ayauhtli y yo, cazamos vivo el venado ritual. Nos sentíamos orgullosos y creíamos que se celebraría una gran fiesta en nuestro honor. El invierno había resultado duro. Nuestros niños recién nacidos y los ancianos no habían logrado sobrevivir. Los enemigos ocultos en la fría noche descubrieron los escondites donde almacenábamos la comida. Espíritus malignos recorrían nuestro pueblo. Mi madre Atzin de la que hablan las leyendas por sus ojos de mar, murió luchando contra ellos… luchando por expulsarlos de su pecho donde habían anidado. . La desgracia cayó en Izel, los pecados ignorados de nuestros antepasados recaían sobre nosotros y los dioses nos abandonaron. En ese tiempo de dolor y oscuridad solo una luz brillaba en mí: mi amada mujer Suemi y mi hija primogénita, mi pequeña flor Nicte habían sobrevivido.

Recuerdo la mañana antes de la partida de caza. Nuestra gente, macilenta y débil reunida a la luz fantasmal del amanecer en la explanada del templo. Los cazadores envueltos en pieles de animales, luciendo los atributos de dadores de alimento, al pie de este. El sacerdote Cóatl, invocando al nuevo sol. Su mirada vacía, perdida, ante nosotros: el pueblo. En trance habló en el idioma antiguo. Trazó signos sobre nuestras cabezas. Y uno a uno nos eligió. Ese día sentí la magia ancestral recorriendo mi cuerpo. Los ojos intensos, dilatados del sacerdote fijos en los míos, me permitieron ver al gran venado bebiendo en el río. Su mano se posó en mi hombro.
―Mitzli, tu guiarás. Tienes la visión ―me dijo.

Nos llevó al interior del templo. En la pequeña cámara en penumbra hizo que nos tendiéramos en el suelo sobre pieles de venado sagrado. La hoguera encendida en el centro de la estancia quemaba las hierbas rituales. Las palabras no formadas morían en el pensamiento. Todo un día y una noche purificamos nuestro cuerpo y nuestra mente convirtiéndolos en afiladas puntas de lanza. Al amanecer, el sacerdote nos condujo hasta más allá de la última cabaña de Izel. Su mirada me estremeció. El fondo de sus ojos mostraba los tintes del fuego alzándose en la noche. Mi propia cara deformada por la angustia y mis brazos alzándose, bañados en sangre… Cóal cerró los ojos y la visión desapareció. Sin palabras, señaló el camino y en silencio, nosotros avanzamos buscando nuestra presa.

Vosotros lo cantáis en las largas noches oscuras. Les enseñáis a vuestros hijos como trajimos la nueva vida a Izel. Como la gente, durante los tres días y tres noches que duró nuestra ausencia, renunció al fuego y al alimento, tal como nosotros en nuestra búsqueda del animal sagrado, sostenidas por la bebida ritual que Cóatl repartió entre cada miembro de nuestra tribu, ofrecieron su sangre, que Cóatl tomó con su daga y recogió en el cuenco sacerdotal. Iniciando así el Sacrificio que debía devolvernos el favor de los dioses. Les narráis la leyenda de cómo las ofrendas de todos nosotros hizo a Izel fuerte y poderoso. Mi historia, la historia del Instrumento de Izel, el intermediario de los dioses...

Salmodiáis el renacimiento del pueblo, saliendo de la oscuridad a un amanecer limpiado por la sangre inocente del sacrificio…Todos vosotros sabéis como nos recibieron los rostros cansados, febriles de nuestras familias y vecinos. Como Cóal se precipitó hacía nosotros y nos bendijo con la magia de la palabra y nos condujo de nuevo a las profundidades del templo. Me separó de Tecolotl y Ayauhtli. Lavó mi cuerpo, lo frotó con hierbas y especias mezcladas con la sangre del pueblo. Pintó mi rostro, mis manos tiñéndolas de rojo.

—Bebe, Miztli ―me dijo sosteniendo el Cuenco Sacerdotal, con la sangre de Izel― Tú, el elegido, el Instrumento de los dioses, debes prepararte. Se te ha concedido un gran honor. Por tu fuerza, por tu honor, por tu sangre, debes prepararte para guiar la daga que hará manar la sangre del venado mezclada con sangre inocente de nuestro pueblo. Sus voces llegarán altas. Los dioses escucharán y perdonarán nuestros pecados, aquellos que les hicieron rechazarnos y devolverán a nuestro pueblo la esperanza y el valor. Los dioses me han enviado visiones. He hablado.

Los dioses entraron en mi cuerpo, miraron por mis ojos. Tomaron la daga con mi mano. Mi mente se perdió y yo encogido en mi interior, me convertí en su morada.

Cóal me cubrió el rostro con la máscara de Illapa, dios del rayo. Y me condujo por oscuros pasadizos y escaleras hasta el exterior, hasta la noche. Quilla la diosa luna se hizo presente, enorme en el cielo. De pie, sobre la cima del templo ante las escaleras que descendían a la plaza, me esperaban Tecolotl y Ayauhtli. El gran venado yacía atado a sus pies junto a un bulto envuelto en pieles, bajo ellos la gran vasija ritual esperaba el don de la vida. Nuestro pueblo, en la plaza del templo, aguardaba en silencio.

Cóal rogó a los dioses que aceptaran nuestra ofrenda. A un gesto, las hogueras se encendieron iluminando los rostros de todos nosotros, el pueblo de Izel. Las llamas oscilaban lanzando sombras rojizas.
El sacerdote me ordenó avanzar. Los dioses que habitaban en mí se llenaron de gozo. Las víctimas del holocausto estaban dispuestas. Mi mano alzó la daga, corté la garganta del venado, la sangre manó de su cuello roto hasta la vasija, le rasgué el pecho e introduje mi mano hasta su corazón palpitante que arranqué con un grito de muerte. Lo sostuve entre mis manos y lo ofrecí a mi pueblo, antes de lanzarlo al fuego para que convertido en humo nuestra plegaria llegara a los dioses… Y esperé con mi propio corazón palpitando con fuerza en el pecho a que Cóal realizará el gesto que confirmaba la aceptación por los dioses de la ceremonia.

El sacerdote negó con la cabeza. Con pasos lentos se acercó al bulto que aún descansaba junto a la hoguera, sobre la vasija donde era recogida la sangre del venado sagrado. Sus manos abrieron el envoltorio y mi alma murió. Mi preciosa Nicte desnuda, su piel de bebe suave y morena reluciendo a la luz de las llamas, me miraba con los ojos azules de su abuela. Un gorjeo feliz surgió de su garganta, sus brazos se extendieron al verme…

Miré a Cóal y comprendí. Ella, la única. Sus bellos ojos azules. La mejor ofrenda que el pueblo de Izel podía dar a los dioses. Mi hija. Cerré los ojos. Mi mano se alzó de nuevo…
Fin

Ejercicio 24º: Carta.

En este ejercicio vamos a escribir una carta, cada uno elige su destinatario: un amigo, un amante... vale, una amiga, una amante... su peor enemigo o a quién le de la gana. Condiciones: han de aparecer en el texto cuatro palabras, prestigio, silueta, luna y palacio. No importa el orden.

Querido amigo mío:

Prometí escribirte. Lo haré cada día y cuando vuelva a ti, te leeré mis cartas y será como si hubieras estado a mi lado. Trataré como siempre, que veas a través de mí todo aquello que tus ojos ciegos no te dejan contemplar. Dice mama que soy demasiado joven para mantener una amistad contigo. Pero tú y yo sabemos que no es así. Desde el primer día que llegaste a nuestra casa del brazo de mi padre —su hermano pródigo, condenado por la invalidez a perder su lugar en el mundo― y te pregunté por aquello de lo que todos hablaban en susurros y que yo, que era tan niña no acababa de entender, lo fuimos. Recuerdo la exclamación horrorizada de mi madre y el empellón de mi hermana ―que tú no pudiste ver, pero adivinaste― cuando te pregunté en voz alta y clara que te pasaba en los ojos. Por qué eran tan extraños. Y a ti, alzando una mano, haciéndoles callar, buscando mi cuerpo menudo, plantado delante de ti. Mi atrevimiento al coger la mano que tanteaba y que se deslizó por mi brazo hasta mi hombro. Te arrodillaste ante mí y me explicaste que habías tenido un accidente, que te habías caído del caballo mientras cabalgabas en los jardines del Palacio Real, tu cabeza había chocado contra una roca y desde entonces no podías ver. Yo recuerdo que asentí muy seria, sin poder hablar. Sonreíste adivinando mi expresión. Y me preguntaste si de verdad tus ojos eran tan raros. Estudié tus ojos castaños, velados por la falta de expresión, inmóviles. Las pupilas que no seguían los míos, el brillo atenuado del blanco. La cicatriz semicircular cerca de uno de ellos deformando una cara, que debió ser hermosa. Acaricié con mis dedos la piel rosada, arrugada de la cicatriz reciente y me di cuenta que lo único extraño en tus ojos eran su falta de vida. No, te dije, lo único diferente es que tus ojos no miran. Mi padre avanzó un paso, tratando de apartarme de tu lado para ayudarte a ponerte en pie. Tú se lo permitiste y cuando te girabas hacía él, tomé tu mano y te prometí ser tus ojos. Reíste y apretaste mi mano. Me encantará ver el mundo con tus ojos ―me dijiste.

Desde ese momento hasta ahora, tu has sido mi maestro, mi amigo, mi confesor… mi tío amado. Y yo la mirada que te devolvía el mundo. Nunca nos hemos separado antes, hasta que mama decidió que nuestra amistad era peligrosa para mí. Pero no lo es. Yo lo sé, aunque tú lo dudes. Me duele, amigo mío, que me hayas dejado partir, que hayas alentado la preparación de este viaje. Sólo el único beso que me diste la noche antes de partir, cuando mis lágrimas de incomprensión fueron más fuertes que mis súplicas, me calienta el alma y la esperanza. Volveré a ti. Cierro los ojos y aún veo tu silueta solitaria en la ventana, despidiéndome en silencio.

Hoy mis ojos que son los tuyos están desalentados y tristes. El brillante cielo azul de Francia les hace daño. Me he obligado a detener la mirada en los miles de detalles que se que te interesan, aún así del viaje en barco y del puerto, tan sólo conservo un calidoscopio de impresiones; el fuerte olor a salitre, las voces de los marineros, los gritos de las gaviotas, el viento azotando las velas, los azules excesivamente luminosos de un cielo opresivo reflejándose en el mar.

La irritante cháchara de mi hermana mayor acuna el viaje desde el puerto hasta el prestigioso hotel, en el que mi madre insistió que debíamos quedarnos durante nuestra primera noche en Calais. Los adoquines, por los que pasa el coche alquilado que nos trasporta, reflejan la luz del sol poniente e hileras de casas abuhardilladas con elegantes ventanas y tejados de dos aguas se alzan sobre las ceras de las calles que nos conducen a La Place d´Armes.

Si estuvieras aquí, a mi lado ―mi querido amigo― me preguntarías por el color de las fachadas de las casas que dan a la plaza, la adornada entrada al hotel, por las ropas de los transeúntes… y yo miro con cuidado pensando en que detalles te haría ver: el suave rosa de la torre que se levanta en la esquina, el gris blanquecino del edificio que esta a mi espalda y que marca la llegada de la noche oscureciéndose despacio. El elegante portero uniformado, que se adelanta con una graciosa y muy francesa reverencia hacia mi madre y los botones, casi niños, que trasladan con presteza nuestro equipaje al interior del enorme hall, decorado en mármol y terciopelos, con ese toque dorado que tanto parecen amar los franceses. Te mostraría el tramo de escaleras hasta nuestras habitaciones, con sus fantásticos pasamanos, dorado, trabajado en exquisitas figuras vegetales, sé que observaría tus manos, los dedos largos y sensibles explorando las formas de las hojas, de los tallos enredados... imaginándolas recorriendo despacio mi mejilla, mis labios, mi piel estremecida. Te describiría el cálido ambiente de mi habitación, más apreciado, porque es sólo para mí y me permite aislarme de los comentarios de mama y de mis hermanas, que parecen pasar a mi lado de puntillas, sin atreverse a rozar el porque de este viaje, impuesto. Te contaría, amigo mío, que la luna se asoma envuelta en un halo de lágrimas, mis lágrimas, a esta ventana desconocida que está tan lejos de ti…

Ejercicio 23º: Féretro

Observé las caras que pasaban. A la luz de las velas, todas ellas tenían un color extraño, macilento. Las sombras movedizas caían sobre sus rostros. A veces eran unos ojos los que me miraban. Otras llegaba a distinguir el contorno pintado de una boca, una mejilla marchita. Me refugié en una esquina de la habitación, oculto en las sombras. Escuché los murmullos

Pasé la noche contigo. Tú y yo juntos por última vez. La sala, convencional del tanatorio, estaba débilmente iluminada. Las llamas de los cirios que un anónimo empleado había encendido en torno a tu féretro, oscilaban leves sobre tu cara. El olor a flores muertas, dulzón y corrompido habría ofendido tu olfato. Los murmullos de toda tu gente, sentados en sillones grises, lejos de ti por una vez, sin prestarte atención, te habrían molestado. Habrías alzado la voz en un grito, reclamando silencio. Ese silencio eterno en el que ya estás perdido. Y todos callarían asustados, ante la voz del amo y tú te sentirías íntimamente satisfecho de verlos encogidos ante ti, como siempre. Y buscarías a tu mujer entre ellos. La última, Fedra, la más deseada y la más castigada de tus mujeres. La única que te ha sobrevivido. Vigilarías cada uno de los movimientos encogidos, de sus miradas asustadas… la presa jugosa en tus grandes garras de gato cabrón. Odiarías la luz de estás velas que a momentos revelan tu verdadero rostro. La decrepitud de tu cara, las arrugas sin artificio, sin la vida cruel y dura que tú les dabas y que salen a relucir a la oscilante luz de las velas. En tu boca vacía y muerta, se fija la mueca incrédula con que recibiste la muerte. Los párpados parecen temblar a punto de levantarse y descubrir las frías pupilas azules, para clavarse en mí. Y deseo que lo hagas. Volver a ver tus pupilas dilatándose hasta perder el último rastro de hielo azul, el espanto reflejado en ellas al darte cuenta que, al fin, tu único hijo, por una vez, podía ser como tú…

Una mano dulce se posó en mi espalda, antes de enlazarse íntima en mi brazo.
―Vamos, Juan —la cálida voz de Fedra, me acaricia―. Él ya no volverá.
FIN

Ejercicio 22º: PEREZA

Que preciosa era su mujer. Con esa piel tan blanca, que emitía un ligero fulgor en la penumbra de la habitación. El pelo largo, rozándole el culo. El cuerpo armonioso, de caderas redondeadas y senos pequeños y erguidos… Su mujer; que caminaba sobre unas largas piernas, hacía él. Entre suplicante y provocativa. Mirándole con ojos de gata en celo. Con esa boca sugerente y hambrienta; que no paraba de pedir: besos, caricias, amor…
Él, Mario, la observaba desde el dulce sopor que le mantenía preso desde hace un tiempo. Le hubiera gustado, sí, levantarse, ir hacía ella y en una explosión de los sentidos haberla tomado contra sí, apretándola contra su cuerpo, devorándola con sus dientes, buscando su humedad de gata entre las piernas. Pero el solo pensamiento de moverse, de levantar los párpados, incorporarse en la cama, apoyarse en sus brazos, sacar una pierna del borde de la cama, luego la otra… le aturdía. La pereza pegajosa y húmeda se pegaba a sus miembros, inmovilizándolo en la cama. Subía hasta su cerebro envolviéndolo en un vacío neblinoso; recorría su columna, aflojándola vértebra a vértebra amoldándose al blando colchón.

Sintió los labios mimosos de su mujer, recorriendo lentos sus mejillas, las manos acariciantes deslizarse por su torso, las uñas, rozándole a medida que descendían por su cuerpo. Hubiera deseado pararla. Tomarla entre las suyas y detener ese irritante rasgueo que intentaba perturbar la quieta duermevela de su cuerpo. Sobre todo, un ligero tintineo de alarma resonó en las algodonosas nubes de su cerebro, antes de que llegara a su sexo que reposaba tranquilo en el cálido nido de su entrepierna.

―¡Joder, Mario! ―la blanca mano acababa de alcanzar su objetivo y la voz de la sirena-mujer se transformó en un chirrido de tiza—. ¿Ya ni se te levanta para…? Eres un vago de mierda, un haragán. Te he perdonado que hayas perdido tu trabajo por no llegar nunca a la hora…que pases las mañanas durmiendo; que ni siquiera te levantes ya de la cama sino es para comer o ir al bar con los amigotes… pero Mario esto… esto… Se acabó. No lo soporto más.

Mario dejó que la voz resbalará por su conciencia ausente. El sonido de la puerta al cerrarse con violencia, le sobresaltó a penas. Se estiró en la cama. Tomó la sábana que su bella mujer había desplazado y se cubrió los hombros, dejó que los párpados terminaran de cerrarse y se sumió en el lento estado onírico que era su compañero constante, hasta que llegará la hora del partido de fútbol que está noche emitirían en el bar.
FIN.

Ejercicio 20 (II)terminado: GUANTE.

Nicole, miró a su amo y señor que tendido en el gran lecho la observaba. Desnudo, las piernas semiabiertas, relajadas, su poderoso falo aún fláccido, las manos bajo la nuca y una leve sonrisa de expectación en la boca. De pie ante la cama Nicole llevo sus manos enguantadas a la espalda y empezó a desabrocharse los diminutos botones nacarados del vestido blanco de muselina que él le había regalado. El blanco radiante, purísimo, del vestido realzaba su tez morena, contrastaba con el pelo negro recogido en un moño suelto, iluminaba los grandes ojos castaños. La postura un tanto forzada de sus brazos levantaba sus pechos en ofrenda. Lentamente, botón a botón, el vestido fue aflojándose sobre su cuerpo, Primero el cuello dejó de sufrir el apretado abrazo del encaje que le rozaba la barbilla, después los hombros finos y cremosos, mas tarde los pechos dejaron de apretarse contra el vestido y las mangas, ligeras y flotantes resbalaron por sus brazos. Alcanzó el último botón en la cintura y con un ligero encogimiento de hombros, dejó que el vestido se deslizara por su cuerpo hasta el suelo. Dio un paso saliendo del charco de encaje a sus pies. Una mirada entre las pestañas de sus ojos bajos le advirtió que el sexo de su amo había despertado. Duro y erecto, se erguía como un peligroso carnívoro a punto de saltar sobre su presa. El parecía fascinado por las formas de su cuerpo ceñido en blanco virginal. Sus pechos, se apretaban contra el borde del corsé, la breve cintura dolorosamente estrechada por las cuerdas tirantes que la ajustaban, las ballenas marcando el camino desde las caderas hasta su pecho. Los rizos sedosos de su sexo, brillantes de humedad, los muslos cremosos oscuros, cruzados por las tiras que sujetaban en su lugar las medias blancas, sus pies enfundados en diminutas zapatillas de baile y los largos guantes ajustados, blancos, de seda, abrazando como una segunda piel desde sus dedos hasta más arriba del codo. Agitó su cabellera consiguiendo que las flojas orquillas cayeran al suelo, y el pelo se derramara acariciando su espalda y sus pechos. Permitió que largas hebras oscuras ocultaran en parte su cara y miró a su señor entre las largas pestañas. Despacio, empezó a sacarse uno de los guantes, estirando suave de las puntas de seda que dibujaban sus dedos… liberando lentamente el codo, el firme y suave antebrazo, la pequeña mano morena. El continúo sin moverse, expectante, sus grandes manos ocultas. Y ella… ella las echaba de menos, su valor, ese que le había hecho obedecer a su amo, se estaba terminando. Nunca había tomado ella la iniciativa. Siempre habían sido sus manos, sus susurros, su boca la que le había guiado en el camino hacia su propia sensualidad. Nicole se había dejado conducir a aquel mundo tomada de su mano, sintiendo que cada roce de su lengua, de sus dedos, de su cuerpo le hacían olvidarse más y más de la estricta educación marcada por su madre viuda, por las largas horas de trabajo en su pequeña aldea, las tardes de rezo y los domingos de misa. La imagen de su madre mirándola con desaprobación cruzo su mente. Sólo la intervención de la madre de su amo, cuando la suya murió la salvo del destino ya trazado. El noviciado y el convento.

Tomó aire, esta vez él no la ayudaría. Arrojó el guante sobre el montón de blanco abandonado en el suelo, y caminó junto a la cama donde la esperaba su señor. Inclinándose ligera sobre él, acaricio con su mano aún enguantada las largas piernas, los músculos duros y tensos de su amo. El calor ardiente de la piel de su señor atravesó el frío brillo de la seda. Alcanzó la palma de su mano, alejó de ella cualquier pensamiento que no fuera, una vez más, complacerlo. Llegó a su falo, su polla, como él le había enseñado a llamarlo. La rodeo con su mano, pequeña, blanca, sedosa, formando un nido de suavidad para ella. Sin dejar de acariciarla, se subió al gran lecho, abriendo las piernas, las rodillas, al montarse sobre él. Sabiendo que a su amo le gustaba contemplar su cuerpo, su sexo abierto y mojado…Escucho la respiración agitada del hombre, sintió en su cuerpo la tensa energía en la quietud de su señor. Continuó el lento y moroso recorrido de la seda sobre su polla, desde la base hasta la punta, arrastrando la tersa suavidad de la piel hasta cubrir el glande. Una gota de humedad se extendió sobre el blanco prístino del guante. Nicole sonrió. Su amo estaba satisfecho con ella…

En el silencio, rompiendo sus pensamientos, la voz de su amo, se alzó.

―Nicole, acaríciate. Con la mano desnuda. Recorre tu cuello, tu clavícula. Así, que baje hacía tus pechos. Así, Nicole, imagina que es mi mano. Demórala en tus pezones. Puedo ver como se fruncen bajo tus dedos, como se yerguen y endurecen. Mírame mientras lo haces ¿Te sonrojas? Mi niña mía, me tienes en tus manos. Mi sexo en una, mi deseo en la otra. Siento en mis dedos tu piel sedosa, el tacto rugoso de tus pezones excitados. Eso es, continúa. Baja la mano por el corsé, despacio. Que bella se ve tu mano obediente. Tan morena, tus dedos menudos y dulces. Así, un poco más, lentamente, quiero verla acariciar los rizos de tu sexo. ¿Notas mi polla, niña mía? El calor de tu mano ha entibiado la seda, la suavidad del guante y tu calor. Cada vez está más dura. ¿La sientes?... Te desea, te busca, te huele… Desea hundirse en tu cuerpo. Envolverse en ti, empapada y húmeda, mojada en tu deseo por mí. Empuja, ansiosa, contra la seda de tu mano. Acaricia mis testículos, así, están llenos de leche, por ti. Deseando derramarse sobre tu cuerpo, llenarte… Pero aún no, mi pequeña mía. Quiero verte, abre más tus piernas para mí. Quiero ver tu mano desnuda perdiéndose en tu sexo. ¡No! No cierres los ojos. Eso es, sigue mirándome. Mira mis manos atadas a la nuca por mi propia voluntad. Conteniéndose. Muriéndose por tomarte de la cintura y alzarte contra mi polla. Por tomarte de las caderas y apretarte contra mí. Pero aún no, niña mía.

La respiración de Nicole se aceleraba. Las sensaciones de su cuerpo, abierto, impúdico ante la mirada de su amo, quemaban sus entrañas. El roce exigiéndome de sus muslos entre sus piernas, cada vez más abiertas, siguiendo sus indicaciones, los latidos de su corazón repercutiendo cada vez más rápido en sus sienes, su cuello, sus pechos… el fuego ardiente que se extendía desde su estómago, recorriendo cada fibra de su cuerpo, reuniéndose y concentrándose en su sexo, quemante, pulsante, deseoso de las manos, de la boca, de la polla de su amo… La mano enguantada recorría la pesada suavidad de los testículos, llenos para ella, la firmeza de su tronco, la mojada textura del glande. Alzó la mano hasta su boca, hasta su nariz oliendo el almizclado aroma único de su amo, lamiendo las manchas de humedad sobre la tela. Observo entre sus pestañas los ojos dilatados de su amo, la expresión casi dolorosa de su cara. Los dientes apretados, los labios contraídos en una mueca feroz de deseo. Hundió los dedos de su mano desnuda en su coño abierto y mojado, deseando que fuera él quien entrará violentamente en su cuerpo. Sintiéndose él, fundiéndose en él. Sintiendo su mirada ardiente derramándose sobre su cuerpo. Poseída, penetrada por sus ojos, su voz, su mente.
― ¡Joder, Nicole! Ya no puedo contenerme. Necesito tocarte, sentir la calentura de tu piel, necesito tu sexo abrazándome. Ahora, niña mía, poséeme, fóllame…

Nicole jadeo cuando las manos de su señor, por fin, se aferraron a sus caderas. Los dedos lacerando la carne tierna. Obligándole a situarse sobre él. Una sonrisa íntima, secreta cruzó sus labios y cerró los ojos. Noto en su cuerpo la invasión deseada de su amo, acogiendo a su señor, exigente y duro, abriéndose camino en su interior, abrió las piernas, los muslos aún más, apretándose, frotándose sobre él. Inclinó la cabeza ante las primeras embestidas de su amo, fuertes, poderosas, las caderas de él se alzaban, arqueándose, llenándola más y más. Se dejó caer sobre el cuerpo de él, sintiéndolo a través del rígido corsé. El amo, busco su culo con las manos, estrellándola contra él, ansioso, bañándose en el hirviente mar interior en que se había convertido el sexo de Nicole. Ella buscó su boca con los dedos desnudos, esos que sabían a ella. Y él, los absorbió, los lamió. Llenándose con su olor, su sabor.
―Ahora, Nicole, me vuelve loco sentir tus fluidos mojándome la polla, los huevos, las piernas, sentirme empapado de ti… Eso es, Nicole, córrete, córrete para mí.

La voz de su amo, su orden, recorrió su cuerpo, sintió la vibración en la punta de sus dedos envueltos en su saliva, apresados de nuevo por sus labios, mordidos apenas por sus dientes, tocó sus pezones en contacto con la piel de su pecho, arrasó sus entrañas, deshaciéndolas en ondas líquidas expandiéndose hasta su sexo, que se contraía contra la polla de su señor.