miércoles, 30 de enero de 2013

Breve historia: El juego


El juego, eso era lo importante. Mirarle sobre el hombro, sonreír, agitar el pelo, sujetar la melena con las dos manos, llevarla hacia delante recogida sobre un lado, suspirar, hacer brillar los labios humedeciéndolos con la lengua, esconder los ojos, fijarlos en él… El Juego, así en mayúsculas lo llamaba ella. Lo jugaba siempre, con cualquier hombre que se cruzara en su camino. Un segundo, unos minutos, horas… dependía de la ocasión y el momento. Adoraba ver como los ojos vidriosos de los hombres cambiaban a interesados, como la máscara de la indiferencia caía y como volvían a mirarla una y otra vez. No era guapa, ni impactante. Su cuerpo menudo, la piel descolorida que no clara, la hacían pasar inadvertida ante una primera mirada y por eso había aprendido a jugar. Le fascinaba. No era tonta y sabía que lo que ellos detectaban o creían detectar era el sexo fácil implícito en sus gestos. Eso no importaba. Era… un reclamo publicitario. Más tarde su sonrisa se imponía, sus manos gráciles moviéndose en el aire dibujando palabras y hasta colores. La movilidad de sus labios, el aleteo de su nariz alzándose en el aire lograban intrigar al incauto oponente.
Este solía vacilar entre la primera impresión que abultaba su bragueta y el lento reconocimiento de ese algo más que reconocía en ella. ¿Era un polvo fácil o era algo más?
Ella sonreía para sí antes de forzar el juego una vuelta más. Inclinaba el cuerpo dejando que el escote tentador dejara sin habla al jugador que no sabía que jugaba, mostrando un poco más de piel de lo debido. Permitiendo que inhalara el perfume un poco más intenso de lo decente, antes de volverse a incorporar y mirarlo directo a los ojos, sin coqueterías forzadas ni miradas envolventes. Francos y transparentes ojos castaños.

Solo se llevaba a un jugador a casa, a ella misma. Por las noches, algunas noches, cuando apagaba la luz, se abrazaba fuerte.  El juego, nunca, pudo engañar a la soledad. 

martes, 29 de enero de 2013

Grises


Las figuras destacaban oscuras sobre el horizonte gris. Menudas, inclinadas caminaban sin levantar la vista jamás de la tierra que pisaban. Aplastadas e inútiles en su incesante movimiento de engranaje. Pocas veces una de esas personas, personajes, seres se preguntaban cuál era su origen o su destino. Paraban, alzaban la cabeza, dirigían la mirada al frente, los ojos al cielo y abrumadas por la inmensidad casi incomprensible del enorme firmamento, se apresuraban a retomar el paso, encorvadas sobre la tierra, siguiendo las huellas que dejaron ayer, las mismas que seguirán mañana.

sábado, 26 de enero de 2013

Ludibrio



Ludibrio, esta palabrita que aparece en Palabras Interesantes, La llave del mundo, un blog que tengo ahí al lado y que sigo habitualmente (de hecho, lo recomiendo con entusiasmo), significa y copio literalmente: es la burla maliciosa, hecha a alguien con insulto y desprecio, el escarnio pertinaz, la acción y las palabras puestas al servicio del maldiciente en perjuicio de alguien.

¿No os parece que viene muy bien en esta época que nos ha tocado vivir? Paro, desahucios, inseguridad, subidas de impuestos hasta ahogarnos, perdida de derechos, malestar social, la sanidad en peligro, la educación cuestionada, la constante amenaza hacia las pensiones de jubilación... la petición casi obscena de nuestros dirigentes (da igual que sean los de aquí o los de más allá) de más sacrificios, de unión, de salir todos a una, la insistencia de la desconfianza que da las huelgas, las protestas, el que la gente salga a la calle a ese fabuloso y mítico animal que llaman "el mercado", esos seis millones de personas sin trabajo a las que tratan de conformar con esa prorroga miserable de cuatrocientos euros que no alcanzan ni siendo la persona más austera del mundo para pagar luz, agua, gas, hipoteca, alquiler, comida, impuestos...  cuando lo que quieren es trabajar y no recibir esa mierda de caridad que además se les da culpabilizándolos de haber vivido por encima de sus posibilidades, por no hablar de los que están en activo, que ya no sienten su trabajo como un deber y un derecho si no más bien como un barco anclado en arenas movedizas, en el que no se pueden mover mucho, vaya a ser que se vaya a pique...

Y junto a todo esto, los rescates a los bancos y no a las gentes, corrupción, corruptelas, picaresca, artículos a tres mil euros, hermosas y robustas cuentas en suiza, consortes Em... palma... dos, aeropuertos sin aviones, obras que no son amores si no sacos perdidos de pasta en bolsillos des-conocidos... todo aquello que sabemos y lo que no sabemos, que digo yo que esto es como lo que nos enseñaban en el cole de los Iceberg... Puro y duro Ludibrio a ti, a mí, al vecino, a tu padre y con recochineo ya, a tu abuelo. Ese de las manos llenas de callos que contemplaba con orgullo como sus nietos se hacían universitarios, para ahora ver que se pudren en casa o salen disparados hacia la órbita de países extraños que quizá les den de comer. 

Y eso por no entrar en los nuevos profetas apocalípticos que empiezan a darme una grima que "pa'qué": los economistas. ¿Pues no vi y escuché a uno de ellos en un programa de televisión hace dos días llamar sinvergüenza a un agricultor que le invitaba a trabajar un día en el campo para ver si en algunos trabajos la gente se puede jubilar a los setenta años?

Y ya, que es sábado y hace sol.

viernes, 25 de enero de 2013

Paro

No quiero desgranar las cifras del paro. Bastante machacados estamos. Escucho de fondo las noticias. Y así de pronto me parece un cinismo que el gobierno diga que este año seguirá aumentando. Ya sé que si es cierto, lo es y como los médicos cuando advierten de una enfermedad, no quieren pillarse los dedos.
Esos casi seis millones, estoy segura de que en la práctica serán muchos más, significa que en torno a cada uno de ellos, hay un círculo de personas que sufren, se preocupan, ocupan sus pensamientos en ellos: padres, amigos, compañeros, incluso vecinos, en diferentes grados.Cuanto más próximos, es evidente, que la sensación será más frustrante y dolorosa. Pero también afectará al círculo menos próximo y no hablo solo económicamente, que también. Hablo de pensamientos, sensaciones, percepciones. De miedo. De aferrarse a lo que se tiene, de agachar la cabeza, de aceptar lo que nunca se pensó, de "aguantar", con lo que odio esa palabra. Prácticamente sin esperanzas, sin ilusión.

Y eso es lo que se refleja en las caras que vemos a diario. En el autobús que coges a diario, en la tienda de la esquina, la cafetería del café, el supermercado habitual.

Somos una sociedad triste. Me pregunto cuanto falta para que seamos una sociedad desesperada. Tengo la sensación de que muy poco. Y cuando ese vaso de la desesperación rebose, cuál será la chispa que nos convierta en una sociedad beligerante. Si moriremos atontados como las vacas que van al matadero o nos revolveremos contra la mano que sostiene el dardo.
La pura verdad es que con solo sentarse ante el televisor o escuchar la radio o leer los periódicos, con la continúa sensación de que no solo nos roban si no que además nos toman el pelo, la hoguera crece.

lunes, 21 de enero de 2013

Felicidad

Cuesta tiempo, algunos desengaños y algún que otro dolor alumbrar la idea de que solo uno mismo es responsable de su felicidad. La hace o las deshace sin ayuda de nadie. Exactamente igual que la dignidad. Nadie puede quitártela más que tú mismo.

Nos influimos unos a otros, podemos cambiar de idea porque nos convenzan, podemos ver las cosas de otra manera porque alguien nos muestre un camino diferente. Pero lo hacemos nosotros mismos por nuestra voluntad. Nadie nos cambia.

Es o parece un concepto sencillo, aceptable y de sentido común. Y sin embargo si reflexionas, si escuchas, si recuerdas estamos llenos (incluso yo) de: "Me hizo infeliz" "Estando con él no era yo misma" "Por su culpa hice..."

Si giramos este pensamiento y lo volvemos hacia fuera nos damos cuenta de que no somos tampoco la piedra angular de la felicidad de nadie. Que no podemos cambiar a nadie. Que podemos elegir entre quererlos o no, desear que estén en nuestras vidas o no, podemos aspirar a que nos quieran o no. Pero poco más. Podemos aceptar "barco como animal de compañía", pero seguirá siendo un barco y no lo que queramos, imaginemos, le atribuyamos que sea.

En fin, que después de un finde que he dormido de forma extraña, una cena de amigas divertidas, un desayuno casi de trabajo ayer, con la sensación de que hoy, lunes si podría haber continuado durmiendo hasta las tantas, me he levantado muerta de sueño y filosófica.

Que paséis un lunes deseando ser felices.

sábado, 19 de enero de 2013

Horas extrañas

Llegué a casa poco antes de las cinco de la tarde. Después de trabajar me fui de tiro al centro comercial Aqua para hacer unas compras. Si hubiera sabido que estaba tan cansada no hubiera cogido el libro y me hubiera tumbado "un ratito" en la cama. El ratito se ha prolongado hasta las dos de la mañana, con la luz encendida y completamente vestida.
Medio dormida aún, he ido al baño, era obligado. Me he desnudado por el camino y al salir llevaba ya el pantalón de chandal con el que suelo dormir y la camiseta. Me he vuelto a acostar. He razonado conmigo misma que era lo mejor que podía hacer siendo la hora que era.

De hecho he razonado con mi mente y mi mano con mi cuerpo. Y claro, mi imaginación (que parte de mi mente) se ha aliado con la mano y ha mezclado recuerdos y fantasías hasta conseguir que me "relajara". Disfrutar, lo he disfrutado pero no me ha relajado. Así que cuando mi cabeza ha intentado seguir vías extrañas, menos agradables y divertidas que las anteriores, he pensado que mejor era hacer otra cosa.

Podía haber abierto el word donde de vez en cuando voy haciendo crecer algo que no sé bien que es. Pero no, he vagabundeado por la red. Tengo en la cabeza el proyecto de Ana, la lectura de los relatos y las reseñas para Ginés. Pero no estoy muy productiva. Es como un tiempo fuera del tiempo.

Escribo y miro la ventana, es un recuadro oscuro, con las farolas al fondo y los semáforos cambiando de color. A estas horas da igual el color que tengan. En todo caso detienen o dejan pasar el tráfico que guarde en su memoria.

Estoy dispersa. En ocasiones mi dispersión recurrente me conduce a entretenerme con curiosidades más o menos absurdas. Hoy parecen conducirme a una pequeña depresión.

Enciendo la tele en uno de esos programas musicales para alejar los recuerdos que aún duelen. Y estos me paralizan porque no puedo abrirlos al mundo. Solo desmenuzarlos en silencio. Mi silencio. Tu silencio. Es lo único que sirve cuando lo demás ha dejado de funcionar hace mucho.

Un tiempo callado, un tiempo muerto. Todo perdido ya en ese paraje absurdo que ni siquiera mueve a las pesadillas. O no debería, no debería... Excepto quizá en este tiempo extra que no querría ser mío. Que ya no es mío. Ni nuestro.
Imagino estas horas mortales como una maldición que dejaremos en herencia a otros y estos a otros más y de nuevo se repetirá el ciclo. Y serán otras risas fantasmales las que resonarán en la noche, otros descubrimientos, otras angustias, otras felicidades, otras discusiones, otras reconciliaciones, otras rupturas una y otra vez en un ciclo eterno en el que solo cambian las caras de los pobres desgraciados a los que estas horas eligen para expandirse y robarte cada una de las horas de tu día. Como un virus agujerean esos pobres cerebros indefensos para alimentarse de todo sueño, de toda esperanza. Algunos sobrevivimos, otros no. Pero todos pagamos un peaje, a todos se nos rompe algo, se nos roba algo.

viernes, 18 de enero de 2013

Sacrificio

Ayer por la tarde estaba tomando un poleo (menta, el estómago que también quiere su historia y puede que algún día se la escriba) en el horno de mi amiga cuando entró un señor con el que al final he acabado haciendo buenas migas, se llama Javier y todas las tardes da un paseo con su perro para acabar tomando un cortado y compartiendo una pasta con él (el perro).
Es muy mayor, el perro, no el señor, aunque ya tenga sus años y esté jubilado.  No me preguntéis la raza (del perro de nuevo, no el señor), es de tamaño medio, blanco y castaño, las orejas caídas. Muy tranquilo y elegante, espera siempre en la puerta a que su amo le vaya dando trocitos de croissant sin mojar en el cortado del amo.

Recuerdo muy bien como al principio, al tal Javier no parecía yo hacerle ninguna gracia. Tiendo a suponer que iba al  horno en busca del café y conversación con Ana, y que estando yo la acaparaba, esta vez sí, la conversación y a Ana, que para eso hace años que somos amigas y siempre tenemos algo que preparar, planear o contarnos. Así que llegaba, me miraba mal y se marchaba rapidito. Hasta que una tarde le hice un par de carantoñas al perro y cuando comentó algo así: "Cómo Ana ya tiene compañía, me tomo el café y me voy"; yo le dije que se quedará y que nos hiciera compañía a ambas (parte del proyecto sonrisa ¿A qué mola?). Al final se va a convertir en un club social, ya se lo digo yo siempre a mi amiga. Desde entonces conversamos sobre noticias recientes, política, economía o lo que surja.

Lo que surgió ayer fue más triste. Me contaba que había llevado a su perro al veterinario. El perro lo tenía todo tocado: hígado, corazón, apenas come, casi no ve, no oye... Tiene, me decía, casi dieciocho años. Dieciocho años de perro que equivalen, según Javier a ciento y pico de años de los nuestros. No llegó a llorar, no llegó a decir la conclusión a la que había llegado junto al veterinario pero la sombra del sacrificio estaba ahí, en el brillo, la humedad de sus ojos, en sus palabras: "Ha tenido una buena vida, cada uno de sus dieciocho años ha estado cuidado, atendido y mimado".

Que extraña palabra utilizamos para la eutanasia animal: sacrificar. Como si fueran una ofrenda, un regalo a los dioses.

Al volver a casa, como siempre, me estaba esperando mi perra, Tanit. Tiene nombre de diosa cartaginesa. Cuando llegó a casa era una cosita de pelo negro que cabía en mi mano. No estaba destetada del todo y cada tres horas tenía que darle un biberón y muchas, muchas noches acabábamos durmiendo las dos en el sofá. Ahora tiene ya siete años. Sigue sin ser muy grande, si la miras con amor su pelo no es gris, es plata, ladra a todos los perros con los que se cruza o se asoma al balcón para hacerlo. Duerme conmigo, tiene una mirada especial para informarme que no tiene agua o que se me ha olvidado ponerle la comida. Se acurruca contra mí cuando estoy triste. Se come mis zapatillas si no voy con ojo y las guardo, se sube al respaldo del sofá y me mira mientras escribo. Incluso ayer por la noche, debió decidir que ya era hora de dormir porque me apagó el ordenador dándole al botón con el culete y sentándose después a mi lado. Y sí, me fui a la cama porque ya era tarde, buscó la mejor manera de acomodarse a la postura de mi cuerpo y suspiró, como diciendo: ya era hora.

Ha vivido tantas cosas a mi lado que nunca pienso en un mundo sin ella. Hemos dado largos paseos cuando me era más fácil salir de casa que quedarme en ella. Recuerdo una noche en especial, en pleno invierno, después de una de esas conversaciones angustiosas en las que nada cambia nada y el alma se te rompe a cada palabra. Bajé con ella a la oscuridad, al viento, al frío. Caminando con la angustia suficiente en el cuerpo, como para no sentir nada de todo eso. Sentada en un banco, cerca del mar. Su mirada de adoración.  Sus temblores que me hicieron consciente del aire helado y me obligaron a volver.

¿Cómo no sentir tristeza ante la conversación de ayer? ¿Cómo no entender la angustia escondida, disimulada en esos ojos? ¿Cómo no emocionarme cuando guiaba el  hocico del perro hasta el pequeño pedazo de pasta que el pobre ni siquiera podía detectar? Es solo un perro, sí, pero el amor siempre es amor.


jueves, 17 de enero de 2013

Desnuda

Desnudarse, sentir la presión de tu cuerpo.
Desnudarse, tu mano en el botón de la falda. tu boca en mi boca.
Desnudarse, parar para sacar las botas, impaciente con las medias.
Desnudarme, me sacas  la blusa junto al sujetador en un solo movimiento.
Desnudarme, me empujas y camino de espaldas a la cama, hasta caer en ella.
Me desnudas y estás en todas partes. Tu boca, tu lengua, tus dedos, tu saliva.
Me desnudas y tu respiración me cubre, tus dientes me visten,
Desnuda, levanto las caderas, empujas las bragas que se pierden en la cama.
Desnuda, siento la ropa áspera que aún te cubre
Desnuda, abro las piernas, tiemblo cuando la hebilla metálica roza la piel caliente,
Te retiras de mí, al pie de la cama te desnudas tú y miras
El rubor que baja de mis mejillas hasta mi pecho
Al brillo húmedo entre mis piernas.
Me cubro con las pestañas y ahora sí
Por un segundo, hasta que vuelves a mí
Me siento desnuda

miércoles, 16 de enero de 2013

Día a día

Estoy aquí, 6:28 de la mañana y no sé bien que contar, aunque mis pensamientos, en las noches, justo antes de dormir, bullen. Y algunas mañanas como hoy me pican los dedos sobre las teclas.

La vida discurre atareada y me arrastra. Cada día igual y cada momento diferente. El trabajo es cansado, estresante a veces y aún así hay algo muy satisfactorio en cuidar de otros y hacerlo lo mejor que se puede. Más allá de que te permita sobrevivir, hay algo que se te rompe dentro cuando tienes a alguien tan indefenso delante, que solo puede comunicarse con una mirada o un apretón de sus manos. No hay más exigencias que la del corazón y la ternura que despierta. No acabo de entender, aunque a veces lo vea, como se puede ser indiferente, lejano y frío ante estas personas que ya fueron más que son. Como no mirarlas a los ojos y ver y conmoverse con su terror, sus miedos, su dolor. Esa angustia del que no comprende nada.

No podemos ponernos en su lugar. Eso ya lo hará la vida por nosotros. Pero hay en su mirada un grito silencioso que hace que mis manos acaricien, que encuentre la belleza de esas mejillas un poco ásperas, un poco manchadas, cubiertas de arrugas y besarlas, hay algo en ese cuerpo frágil, quebradizo que me lleva a abrazarlo, a tratar de prestarle algo de mi fuerza. A protegerlo, anclarlo ante lo que sabe que vendrá.

Y, cuando su mirada se vuelve hacía mí confiada, abandonada, intento conseguir una sonrisa, aunque sea una sola en la jornada, arrancada de no se sabe que mundos fantasmales, marañas de recuerdos en los que su mente se pierde.

Cierto que casi cada día me duele la espalda, cierto que a duras penas llego a fin de mes, cierto que hay días que son agotadores, que llego a casa lista para la ducha y el sofá pero también siento cada mañana que lo que hago cada día merece la pena.

domingo, 6 de enero de 2013

Reyes

Hoy ha sido un buen día. De los felices. Familiar, divertido, movido y a la vez pacífico. Los regalos no han sido excesivos, sencillamente ahora eso es casi imposible, aunque estoy segura de que se ha hecho todo lo que se ha podido e incluso un poco más. Pero se ha acertado como pocas veces. Regalos cuidados que han requerido y lo sé, ciertas investigaciones previas. Somos muchos y ya hace algún tiempo que hemos recurrido al amigo invisible para poder llegar a todo el mundo. A los adultos, por supuesto. Los niños, como siempre han tenido sus regalos de cada casa.

El pequeñajo, Carlos, estaba asombrado y de forma irremediable, voraz. Han volado entre sus manos enanas papeles y cintas. Ha sonreído incansable ante cada uno y se ha fotografiado con cada delegado de los Reyes que le iba ofreciendo su especial oro, incienso y mirra en forma de coche, moto, tren, el avión de Mikey Mouse y algunas cosas más.

Entre geles aromáticos, bufandas, chaquetas, jerséis, pantalones, fundas de tablets, planchas del pelo, carteras, bolsos hemos dado la espalda a la crisis. No ha asomado ni la patita, cuando uno a uno y por orden decreciente de edad cada uno de los hermanos propios y añadidos hemos hecho el ritual de la apertura. Ni quejas, ni malas caras, ni interpretaciones erróneas de nada, como algún año de mayor gasto sucedió.

Después, comida en petit comite, porque algunos han marchado a otros nidos. Tarde de trivial y tabú, tarde de risas y café.

Es curioso, creo que es el primer año que no hay ni un roce, ni una palabra mal interpretada, ni un exceso por la bebida, ni... esas cosas que suelen suceder cuando la familia extensa se reune. Me he sentido bien, cómoda, relajada, cálida. En cierta forma consentida, querida solo por ser yo. Si miro atrás recuerdo tantas navidades que me he sentido... extraña, lejana, diferente como si viviera en un mundo aparte hecho de agua en el que todo aparecía distorsionado. Puedo o creo poder reconocer que estos últimos años he aprendido a la fuerza a suavizar mi exceso de sensibilidad, amor propio, orgullo, no me he aferrado a mi infelicidad, ni a las viejas heridas. He perdonado y me he perdonado.
No quiero volver, ni casi pensar en algunos aspectos dolorosos que he vivido en los últimos años. En decisiones viscerales, sentidas tan dentro que era imposible ni siquiera razonar, solo actuar. En los miedos intensos y en los golpes bajos, en los que casi cada día era una lucha constante. Una guerrilla de emboscadas inesperadas. Relativizo y vivo el presente.
Me quedaré con todas las experiencias nuevas que he tenido, con todo lo que he aprendido, con como se ha abierto mi vida. Con el amor de los que quiero.

Dejo para el final por importante e inesperado, porque me ha hecho tanta ilusión un regalo especial que me han hecho hoy. Me ha hecho feliz y me hace mucha ilusión. Un viaje que llegará en marzo. Gracias por mostrarme tantas cosas.

martes, 1 de enero de 2013

La cena de Noche Vieja

Con este pequeño cuento, bastante improvisado, deseo desear un feliz año a todos aquellos que forman parte de mi vida de una manera u otra. A los que quiero, a los que quise, a los que están y a los que no. A ti.


La familia se ha reunido para celebrar la última cena del año y recibir juntos el nuevo que comienza. En el salón se han desterrado los sofás, que aguardan en posturas extrañas, encajonados como piezas de tetris, desnudos de almohadas en la habitación de los padres. En su lugar dos mesas dispares, cubiertas por manteles algo descoloridos, se llenan de platos de plástico y copas de cristal. En la cocina, la madre da los últimos toques a la sopa: un poco de pollo, un hueso de jamón, verdura variada hirviendo a fuego lento llenan la casa de un cálido olor a invierno. Tía Blanca pela patatas que el padre va friendo con mimo. A su lado,  la bandeja de loza azul de la abuela carga con sus esfuerzos casi hasta rebosar.

La abuela no piensa en su bandeja, uno de los pocos restos supervivientes de su ajuar, acuna a su último nieto, quien con solo tres meses, ignora las ocasionales carantoñas de sus primos y se duerme con sus gritos y risas de fondo. Los niños imaginan que el espacio bajo las mesas es un túnel lleno de obstáculos. Se arrastran entre las patas de las sillas como exploradores subterráneos, más de uno ha recibido un pescozón de Pedro, el primo mayor que cumple quince a la vuelta de dos meses. Le han encargado que corte el pan en finas rodajas. Malhumorado piensa en el móvil que ya sabe que no recibirá este año, ni la Wii ni el último juego para ordenador que contra toda esperanza, él esperaba para Navidad. El abuelo se sienta a su lado y en silencio toma un cuchillo y le ayuda en la tarea. Al cabo de un momento le cuenta el frío que han pasado la abuela y él cuando esperaban en la calle a que el tío Juan los recogiera para acudir a la cena. Después recuerda otros fríos de inviernos pasados, tejiendo con antiguas historias un manto bajo el cual van arropándose uno a uno, todos sus nietos.  Les cuenta de cuando subía con su padre al monte, aún noche cerrada para recoger leña que luego venderían, con suerte, por unas pocas monedas a los vecinos del pueblo, aunque era más habitual recibir unos huevos, unas patatas e incluso un año una vieja gallina para la cena de navidad. Se mira las manos, tan diferentes a las de Pedro que son finas y suaves, desgarbadas manos infantiles con muñecas de hombre. Las recuerda con quince años, ateridas, llenas de arañazos y envueltas en telas. Pero también les habla de los cielos inmensos, de las constelaciones, del silencio, de la paz y de la alegría al volver a casa, el calor de la estufa de leña, la sonrisa de su madre, las patatas asadas entre las manos heladas, el café recién hecho con sopas de pan duro compartido sobre la mesa vieja de la cocina de aquella casa en el pueblo, que ya no existe.

En la cocina de ahora, la madre empana los filetes de carne que no comerá.  Su hermana María prepara varios platos con frutos secos, papas y los inevitables gusanitos que mancharán de naranja las manos y las bocas de los más pequeños. El cuñado, Juan, da los últimos toques a las ensaladas para los adultos. Conversan sobre la próxima subida de la luz, del transporte y la prima de riesgo. El padre retira un plato de pastelitos y turrones que corre peligro en una esquina. Los ha traído la abuela. Su mirada se entristece al cruzarse con la de la madre. Este año no han tenido cesta, ni paga de navidad, ni trabajo. Ella le acaricia con los ojos, aunque siente el miedo encogiéndole el corazón, cerrándole el estómago. Blanca se acerca a su hermana: la madre, se seca las manos y le acaricia el brazo. Un silencio tenso se adueña de la cocina, las manos se mueven más despacio, los pensamientos se escapan al año que llegará, más oscuro, dicen, que el último.

Del salón llegó una risa adolescente amalgamada con carcajadas infantiles. Todos prestan atención. La voz  del abuelo suena rejuvenecida: "la primera vez que intenté besar a vuestra abuela, me pegó una bofetada tan fuerte que me escoció la mejilla tres días, los que me costó reunir el valor para volverlo a intentar..." La abuela interrumpe, hasta sus palabras parecen ruborizarse: "No le cuentes esas cosas a tus nietos, hombre de Dios!". El abuelo se levanta y se acerca al sillón donde la abuela sostiene al bebe, que ha despertado con el escándalo y quiere sonreír: "Y está vez, lo conseguí!". La abuela le amenaza con la mano, pero sus ojos brillan y una sonrisa se le escapa. Pedro anima a sus primos menores y todos corean el !Que se besen! de las bodas.

Los adultos se precipitan fuera de la cocina para no perderse el espectáculo: El abuelo inclinado sobre la abuela y ella escondiendo la cara en el cuello del bebe.

El padre y la madre vuelven a mirarse. Él la ve guapa, con el color que ha puesto el calor de la cocina en sus mejillas, aunque el vestido que lleva no sea nuevo, no luzca ninguna joya y tenga el pelo recogido en una coleta. Ella pasa el brazo por su cintura y se recuesta en su pecho. "Bésala, papá" dice.

La abuela, al fin, muerta de risa, levanta la cara y recibe en los labios la caricia de su esposo.

"La cena ya está lista", dice el padre.