viernes, 20 de noviembre de 2009

Mi tía Carmen

Se muere. Una larga agonía. El corazón, al final no es más que un músculo cansado de vivir. Ni válvulas, ni aparatos que lo mantengan. Ya no. Desgastado no admite más vida. El oxígeno necesario para vivir no consigue salvarte. Poco a poco se transforma en anhídrido carbónico que va envenenándote ya no puedes expulsarlo. Los pulmones se encharcan y la muerte se ha dibujado en tu cara. Esa cara enflaquecida, oscura, informe casi no te tiene a ti en su expresión. Es una máscara mortuoria que te iguala con tantas otras ancianas que mueren cada día. ¿Sientes las caricias lentas y suaves que el hombre joven, de pie a tu lado, te hace? Ha tomado tu mano yerta, entre las suyas. Se inclina sobre la cama de hospital y sus ojos brillan entre las lágrimas tras el cristal de sus gafas. ¿Intuyes mi presencia de pie a tu lado? He sido cobarde, incapaz de tocarte. Te he sentido extraña, remota. Por un momento no he podido reconocerte en ese cuerpo tuyo envejecido, ajado. No he podido encontrarte en él. He sido tan dolo una sombra a la cabecera de tu cama. Me siento entumecida.
Salgo de esa sala de hospital, en la que yaces acompañada de desconocidos, de máquinas, de enfermeras que comentan la última película que han visto, los problemas con su pareja, el último chisme del personal, mientras controlan monitores y evitan la mirada de los que sufren junto a “sus” enfermos.
Mi tía, mi madrina. Yace allí entre vosotros, aguardando una muerte que se hace esperar. Una lenta muerte por asfixia. Entre mis recuerdos remotos está su casa y el olor a cristasol. Mañanas soleadas en las que acudía allí de la mano de mi madre. Ella ya no está. Recuerdos de navidades, platos de dulces sobre la mesa, la mirada de mi padre, severa, para que no nos abalanzáramos sobre los turrones, los pastelitos de "moniato", el chocolate y tomáramos solo uno. Él tampoco está ya. Mi padre, tu hermano. Recuerdo los estuches de pinturas, las libretas que me regalabas en Reyes (que nos regalabas), antes de empezar con los libros, que fue muy pronto, tía ¿Recuerdas? Los desayunos en casa de mis padres, cuando aparecíais cargados de regalos para todos. El año en que casi dejaba de ser niña y me empeñé en que lo que más deseaba en el mundo era una Nancy…
Tengo tantas imágenes guardadas, tía. Siempre salías antes de la iglesia en las comuniones, los bautizos, las bodas… aceptábamos como normal tu miedo a los petardos, a la traca, a los truenos. Y hoy no puedo dejar de imaginar a la niñita que fuiste en medio de una guerra violenta y cruel como lo son todas. Una guerra en la que el enemigo, el que te mataba, el que moría, el que bombardeaba hablaba tu mismo idioma.

¿Qué será de los que te sobreviven? ¿Qué será del tío Pepe, tu marido? El hombre que ha pasado toda la vida contigo. Tiene principio de Alzheimer y a ratos llora como un niño, y al momento siguiente habla con nosotros como un anciano que ya ha visto muchas muertes.
Ahora mismo escucho tu voz en la cabeza. Y recuerdo tu risa y te veo fuerte y entera, como eras. Me vienen a la memoria las mañanas de San José. Siempre terminábamos el recorrido de las fallas en tu casa. Mi padre nos despertaba de madrugada. Salíamos a las calles oscuras y él, tu hermano, nos pastoreaba como un perro ovejero a su rebaño o como un pastor con su gayato. Madrugadas de sueño y frío, de ilusión y enfados. Madrugadas de niña aislada y rebelde. Amaneceres de maravilla, fantásticos, sonámbula, medio dormida. Hasta acabar en el nido caliente de tu casa alquilada en el centro de Valencia. Chocolate con buñuelos para todos y para mí, café con leche y galletas o pastelitos porque no me gusta ni el choclote ni los buñuelos. De calabaza. Los mejores para mi madre.

Mi tía, mi madrina se muere. Quizá mientras escribo estás líneas, entre estos recuerdos. Ya casi no queda nadie de los mayores. De aquellos que guardaban mi infancia en su memoria.

domingo, 15 de noviembre de 2009

CARACOLAS ROTAS

Hoy, después de mucho tiempo, Diana visitó al mar. Y él, la miró.
― ¡Ay, amor! Estás rota.
Ella mantuvo los ojos en el horizonte. Una gaviota descendió desde lo alto y le gritó.
―Te eché de menos ―murmuró el mar―. ¿Ya no buscas caracolas?
No respondió. Una lágrima solitaria recorriendo su mejilla sorprendió a ambos.
―Hace mucho que no te veía llorar. Yo cumplí mis promesas.
Se limpió la lágrima con un solo dedo, antes de advertir la presencia de otra, fugitiva descendiendo lenta y traicionera por su otra mejilla.
―Lo sé. Él volvió. Y se marchó.
―Sí, una vez y otra y de nuevo.
―Como tú.
―Yo nunca me voy del todo ―Rió íntimo, acariciando la arena a sus pies―. ¿Qué pasó?
―No nos quisimos lo suficiente.
―No me mientas ¿Recuerdas? Yo te envolvía en mis brazos mojados y tú rogabas por él. Recibí en mí tus lágrimas calientes y vivas Las saboreé, infinitamente dulces y amargas entre mis labios salados. Robé el calor de tu cuerpo al amanecer. Luna y sol en el cielo blanco. Ruegos susurrados en mi seno frío.
― ¡Calla!
―Sólo te di lo que pediste.
―Hubiera sido mejor…
― ¿Seguir pensando que él te amaba? ¿Creyéndole siempre enamorado? ¿Qué fuiste tú quien le fallaste?
― ¡Me duele! ¿Entiendes? Me duele tanto aún… Alma adentro, cuerpo adentro… me duele en las manos, me duele en la piel, me duele aquí, en mi pecho, me duele aquí, en mi estómago. Me duele…
Cayó de rodillas frente al mar, abrazándose con fuerza. Las lágrimas, otro mar perdido y vuelto a encontrar.
El mar retrocedió y avanzó, hipnótico, acariciando la arena sin llegar a tocarla. Envolviéndola con su respiración. Creando encajes de espuma, música con el viento. Deseando para si el agua de sus ojos…
―Mira ―musitó en sus oídos―. Esta saliendo la luna. Levanta la cabeza, mira el cielo. Luna llena: vuestra luna.
Ella alzó la cabeza. Allí estaba, radiante e indiferente, blanca y fría. Alzándose sobre el mar.
― ¿Cuántas veces soñaste con él bajo su luz? ¿Cuántas anhelaste sentir sus brazos rodeándote? ¿Cuántas veces dijo que estaría contigo? ¿Cuántas no cumplió su p…?
― ¡No! ¡Basta! ―Diana se quebró con su grito El cuerpo ovillado sobre la arena. Frágil entre al mar y la luna.
El mar lamió su rostro al fin. Lavó con su lengua helada las lágrimas vivas, calientes. Se extendió sobre su pelo, sus manos, mojó su pecho y su cintura, se entrelazó con sus piernas. La atrajo lentamente hacia su seno.
El mar siempre cumple sus promesas. La primera vez que la vio, Diana caminaba sobre la arena. Por él, atemporal y primigenio, había pasado otro verano y se iniciaba un nuevo otoño. Otro más en la eternidad de las estaciones. Los pies desnudos dejaban huellas que él lamía. Estaban solos, el mar y ella. La noche empezó a caer, aún cálida y Diana… sonrió. Sintió como la respiración de los dos se acompasaba, como el aire entre ellos vibraba al unísono, como fibra a fibra iba anudándolo a ella. Viajaron juntos a un lugar sin nombre y sin memoria. Y después él, se atrevió a besar sus pies y ella… jadeó. Y él, el Mar, se enamoró.
Sí, el mar siempre cumple sus promesas.
Fin.

jueves, 12 de noviembre de 2009

ANDRÉS

El pequeño fantasma se aburría y eso que después de mucho, mucho tiempo en la mansión moraban seres vivos. Eran cinco; dos de ellos no le interesaban… casi, él jamás había llegado a su edad. Por experiencia sabía que eran seres chillones, sin imaginación y aburridos… no aceptaban una broma. Y él siempre había sido un bromista y estar muerto no había cambiado eso. El bebe estaba bien para jugar un rato. Le gustaba hacerle cosquillas, soplando despacito en su cuello y sus mejillas y hacerle reír. Siempre le seguía con esos enormes ojos oscuros y tendía sus manitas intentando cogerlo. Pero no iba a pasarse las horas muertas, que eran todas las suyas entre risitas y soplidos, necesitaba más. Otro de los seres era la niñita, Elena. Suponía que no estaba mal, aunque pareciera extraña con el pelo tan corto y rubio que al principio la había confundido con un pequeño sometido a encantamiento. Se pasaba el día parloteando sin cesar sobre duendes y hadas. ¡Puaj! ¡Cómo si esos no estuvieran siempre dando problemas! Dos veces ¡dos! Se había dirigido a él. Mirándolo y preguntándole si quería jugar con ella a los disfraces. ¡Disfraces de niña! Mientras la escuchaba distraído sentado a los pies de su cama contarse historias de elfos, princesas embrujadas (esas le gustaban especialmente) y de esos seres extraños, planos y pequeños que aparecían en las cajitas que habían colocado con reverencia en casi todas las habitaciones de la casa.

Debían ser muy importantes, aunque él no alcanzara a entenderlas, las ubicaron en sitios de honor. En la sala, una enorme justo en el lugar donde se sentaban antes los señores. En los dormitorios, sobre cómodas e incluso donde cocinaban había una pequeñita sobre un alto estante… Siempre parecían estar en movimiento, emitiendo luz, formas extrañas, voces y sonidos que acababan espantándolo apenas llevaba un tiempo intentando comprender que era aquello.

¡Ah! Pero quién de verdad le atraía era el muchacho, Roberto. ¡Un muchacho como él! Se parecía a Simón. Con las piernas tan largas que podía ya a sus catorce años montar un caballo de un salto, cuando él aún necesitaba subirse al viejo tronco situado al lado del establo. Con esos pelos rubios y escasos asomando a su barbilla y que él le mostraba con orgullo a cualquiera que se pusiera a tiro, el pelo largo recogido con una cinta de cuero cuando entrenaba, las espaldas casi tan anchas como su padre. No recordaba ningún momento en que no hubieran estado juntos. Aunque Simón fuera hijo del caballerizo y él, del señor.
A Simón siempre se le ocurrían las mejores bromas, donde esconderse para asustar a las criadas y a las niñas de la casa. En una ocasión cuando ambos eran muy pequeños se escondieron en el armario de la ropa blanca. Este estaba situado donde el pasillo de la servidumbre daba paso a la amplia galería de los dormitorios de los señores, justo al lado de las piezas de su madre. Era de madera negra, con estantes recios y sobrecargados de ropa blanca, profundo como una pequeña cueva. Allí se escondieron durante horas, envueltos en camisones de dama, blancos y delicados. Recordaba el olor a lienzo limpio, al espliego que su propia madre recogía del pequeño jardín de hierbas para colocar entre la ropa. Aguardaban silenciosos como ratones hasta escuchar los pasos pesados de Edwina, el ama de llaves, o los ligeros de las criaditas Emma y Liz, solo un poco mayores que ellos, en ese momento emitían lamentos lúgubres, golpecitos tenues, arañaban el suelo con la daga decorativa que su padre le regaló en su último cumpleaños. El último, sí. Y reían como locos, tapándose la boca con las manos, entre resoplidos y ahogándose cuando estas salían corriendo y gritando.
Podía recordar el enfado de su madre cuando Tomás, el mayordomo los descubrió. Entre los dos habían conseguido ensuciar más camisones y sábanas, manteles y servilletas en unas horas que todos los habitantes de la mansión en una semana.

El muchacho que habitaba de nuevo en la casa, era como él. Muy rubio, muy alto, tanto como Simón, pero sus ojos… sus ojos estaban muertos y sin vida, con unos enormes cristales que en su momento, cuando estaba vivo solo usaban el notario y el párroco. Y lo que era peor, no le veía. Ya podía él colocarse a su lado, rozarle con sus manos fantasmales, soplarle en el cuello, traspasarle de lado a lado que nada, como mucho algún escalofrío y un encogimiento de hombros.

Le observó durante días y noches. Roberto no salía al exterior, eso le gustaba al fantasma, porque le permitía estudiarlo, aunque no le entendiera, recordaba demasiado bien el viento en la cara, el calor del sol sobre la piel, la hierba mojada bajo su cuerpo, cuando se tendía por las tardes junto a Simón en los jardines de la casa, para conversar mientras miraban como el cielo se iba oscureciendo.
Roberto no jugaba con sus hermanos. Bueno, eso sí podía comprenderlo. El bebe era demasiado pequeño para ser entretenido, aunque él se pasará las horas muertas o más bien parte de sus horas, contemplando como jugaba incansable con sus manos, sus pies… La niña ¡Puajj! Era una niña. Y las niñas no sabían hacer nada divertido.
Roberto solo hacía dos cosas: dormir y el fantasma había probado a meterse en sus sueños, sin demasiado éxito o pasarse las horas muertas delante de una de esas cosas raras parecida pero no igual al resto de las que había repartidas por la casa. Le costó un tiempo darse cuenta de las diferencias. Lo primero que notó es que esta caja, extraña y más bien plana, algo más ancha que los cuadros de sus antepasados, que colgaban de la galería, estaba situada sobre un escritorio con bandejas y cajones. Supo lo que era: él había tenido un pequeño escritorio en su habitación, que cerraba con llave cuando no usaba y que contenía pequeños compartimientos para el papel, los sobres, las plumas… y donde debería haber estudiado sus lecciones, aunque siempre había sido más divertido dibujar y jugar con el papel secante.

Roberto se sentaba con la cara muy cerca del cristal de la caja. Le llevo un tiempo caer en la cuenta de que no solo miraba, sino que además sus manos no paraban de moverse sobre un objeto grande y plano que tenía marcadas las letras (le costo algo reconocerlas, sus formas eran simples, como escritas por un niño) números y dibujitos de estrellas, barras, signos de interrogación… al lado un artilugio pequeño y brillante que Roberto acariciaba con la mano derecha como si se tratará de un amuleto. Bajo la mesa, cerca de los pies de Roberto, en un cajón gris, como un pequeño ataúd colocado en vertical, pequeñas luces amarillas y verdes parpadeaban. No reconocía el material con que estaban hechos esos objetos, parecían suaves brillantes, sin vetas como la madera, ni asperezas metálicas como el acero o el hierro.

Cansado de esperar la atención de Roberto un día hizo un intentó nuevo. Deseo colarse dentro de Roberto para ver que era lo que tanto le atraía de esa caja. Si tuviera ojos aún, los habría cerrado muy fuerte, si respirara, se hubiera llenado el pecho de aire, si tuviera músculos los hubiera contraído con fuerza. Y así preparado hubiera dado un salto hasta sentarse en el regazo de Roberto y lentamente fundirse con él… ¡Lo había logrado! su esencia se introducía entre los diminutos huecos invisible al ojo humano de la piel de Roberto. Estuvo a punto de echarlo todo a perder cuando sintió la solidez de la carne de este cerrándose en torno a su espíritu, el peso de sangre y músculos sobre él. Acumuló toda su energía y su valor y permaneció quieto en aquella prisión, demasiado caliente, demasiado oscura para su gusto. Se concentró en poder ver a través de los ojos de Roberto, y cuando al fin lo hizo, cuando puedo abrir unos ojos que no tenía, se encontró mirando con el muchacho el objeto que le robaba su atención. Se dio cuenta de golpe, que era una especie de ventana abierta a mundos extraños. Robando palabras aquí y allá de la mente de Roberto, descubrió que en la “pantalla” aparecían artefactos raros, formas irreconocibles, colores imposibles… y que saltaba rápidamente de un mundo a otro. Ahora lo que aparecía le era más familiar. Figuras de hombres corrían de acá para allá, armados de pesadas espadas, con enormes caballos, pendones con figuras mitológicas, banderines ondeando en un viento inexistente.
¡Ah! ―Se dijo― son como dibujos en movimiento. Como cuadros y esas figuritas que corren por el campo de batalla parecen vivos, pero no lo están. ¿Pero que hace con ellos? ¿Los controla? ¡Sí! Con el talismán de la derecha y con las letras de ese objeto raro donde posa las manos. ¿Será un invento del diablo?
El fantasma piensa un momento y decide que no, que eso es algo humano, ahora entiende mejor a Roberto. ¡A Simón y a él les hubiera encantado tener algo así! Aunque pensándolo bien, Roberto no se movía de la silla, no movía un músculo mientras que cuando Simón y él aprendían esgrima sentían a su cuerpo responder ante las órdenes de su mente. Los músculos flexibles y bien engrasados, el sudor corriendo libremente por la cara y la espalda, las piernas rápidas, el choque de los floretes repercutiendo en el brazo… perseguirse durante horas el uno al otro, hasta que el cansancio dulce y embriagador podía con ellos…
― ¡Dios Bendito! ¿Qué es lo que Roberto visualizaba ahora en la ventana? ―el pequeño fantasma se refugió escandalizado en la oscuridad de la cabeza de Roberto, para emerger poco después y contemplar incrédulo a través de los ojos de Roberto a… ¡Mujeres! ¡Mujeres desnudas! No es que él, cuando estaba vivo no hubiera empezado a interesarse por las mujeres, espiado sus escotes o entrevisto algún tobillo. Pero aquello… Esas mujeres se movían detrás del cristal, parecían vivas, criaturas del infierno. Una de ellas extendió la mano y pareció querer salir de la pantalla. El fantasma se asustó tanto, que en medio de una explosión de energía huyó del cuerpo de Roberto. Golpeando con su núcleo vital el tablón de las letras, borrando la imagen de la pantalla. Roberto, más sorprendido que asustado, se vio desparramado en el suelo. ¡Había notado la fuerza del fantasma al salir de su cuerpo! No solo eso, está había sido tan intensa, que lo había tirado al suelo desde la silla y ahora contemplaba boquiabierto como una pequeña forma de luz, intensa y radiante en el centro y difusa en el contorno se movía sobre su ordenador. Incrédulo parpadeo, pero la luz, como una pelota deformada seguía allí, moviéndose por el teclado, rebotando en la pantalla, golpeando la unidad del PC.

El pequeño fantasma ni siquiera se dio cuenta de que Roberto, por fin, lo veía. Acababa de descubrir que si concentraba su voluntad, él también podía jugar con ese objeto extraño que secuestraba la atención de Roberto. Sentía el pequeño fantasma como todo a su alrededor vibraba y lo alimentaba. Las luces de la habitación, la extraña ventana, la caja gris y su pequeña lucecita verde…

Roberto, gritó asustado sin poder moverse del suelo. En la puerta de la habitación apareció Elena. La niña miró la forma enloquecida del pequeño fantasma y rió. Se acercó a su hermano y le puso la mano en el hombro.

―No tengas miedo. Es el fantasma que vive aquí.
― ¿El fantas…? ¿Cómo que el fantasma que vive aquí? ¿Tú ya lo habías visto?
― ¡Aja! No quiere jugar conmigo, solo le gustan mis historias, no quiere disfrazarse ni jugar con mis hadas. Él es bueno, se sienta a los pies de mi cama y me escucha. Nunca le había visto así. Es divertido, tiene muchos colores.
De súbito la estancia se lleno de silencio. El zumbido incesante del ordenador había parado por primera vez desde que Roberto y su padre lo instalaran. El fantasma aún rodeo al objeto varias veces hasta convencerse de que la ventana había quedado oscura y silenciosa. Si hubiera tenido cuerpo, se hubiera detenido jadeante, observando el cambio. Así sintió como las ondas de energía iban calmándose poco a poco y que las condensadas partículas iban expandiéndose hasta recuperar su forma y tamaño habitual: la pálida y transparente forma de un niño que había muerto cuando estaba a punto de cumplir trece años. En vida fue un muchacho alto, desgarbado. De piernas demasiado largas y manos torpes. El pelo negro siempre revuelto y luminosos ojos grises. Ya muerto había conservado esa imagen tenue de si mismo, hasta el día de hoy…

―Fantasmita, fantasmita ¿Estás bien?
La voz de Elena flotó hasta él. Roberto estaba sentado en el suelo, en el extremo más alejado de la habitación y la niña tenía una mano sobre su hombro y lo más importante: ¡Ambos le miraban! ¿Roberto le veía? ¡Sí! ¡Por fin! Se deslizó por la habitación hacia ellos, ante la mirada espantada del niño vivo, que intentó retroceder. El fantasma se detuvo. Elena susurró a su hermano:
―No tengas miedo, no te hará nada. Él juega también con nuestro hermanito y nunca le ha hecho daño, a mí tampoco.
―Pero… ¿Has visto lo que ha hecho? ¡Me ha tirado de la silla! Y ha roto mi ordenador. Está… loco. ¿Y si me quiere hacer daño a mí? O quiere mi cuerpo para… para…

La voz de Roberto fue apagándose. El fantasma se quedo quieto, con la expresión más triste que hubiera visto antes. “¿Me tiene miedo? Lo he estropeado todo” Yo solo quiero que sea mi amigo”. Recordó la sensación de ser energía pura. Nunca antes se había sentido así, excepto quizá cuando estaba vivo. “¿Habría roto esa cosa que Roberto quería tanto?” No había sido su intención, solo que… sintió que podía “tocarla”. Contemplo sus manos pálidas, tan insustanciales que nunca, desde que murió, había podido sentir nada con ellas. Y lo había intentado; muchas, infinidad de veces. La primera de ellas, antes de entender que estaba muerto, trató de abrazar a su madre, que lloraba desconsolada, repitiendo su nombre una y otra vez: “Andrés, Andrés”. Él sabía que lloraba por su culpa. Sus manos atravesaron el pecho de su madre, sin lograr aprehenderla. Asustado se observó en el suelo, donde había caído, después de romper la barandilla del último piso. Ese verano se había sentido solo, abandonado. Simón, casi dos años mayor que él, había empezado a interesarse por las chicas, bueno, por una en concreto; una de las doncellas de su madre. Ya no salían como antes a montar a caballo, las clases de esgrima eran aburridas y Simón prefería encontrarse a escondidas con Maria que salir al prado a jugar con él. Y lo que era peor, dejó de interesarle planear bromas y juegos. Cuando él le buscaba para hacer juntos alguna de esas cosas, Simón le decía: “Ya es hora de que crezcas”. Y no, él no quería crecer. Quería que su vida se mantuviera siempre igual. Así que esa noche cuando vio a Maria subir al tercer piso, donde dormían los sirvientes, antes de que su padre decidiera cerrarlo, porque no era seguro, decidió seguirla y asustarla. Sería solo otra de sus bromas. Así que tomó del armario de la ropa blanca una enorme sábana y la caja de metal con la gran llave en la que su madre guardaba las monedas. Sigiloso, sin hacer ruido subió las escaleras hasta la estrecha galería, cerrada al vacío por la inestable barandilla, donde se abría la puerta deslucida y vieja del antiguo cuarto de los criados. Se echó la sábana por encima y agitó la caja, haciéndola sonar. Abrió lentamente la puerta y se quedó clavado en el umbral. En la tenue penumbra, iluminada tan solo por la llama inquieta de una vela, dos pieles brillaban. Andrés no acababa de entender lo que veía. Un ser extraño, desnudo, se movía sobre una vieja cama. Dio un paso atrás, la caja cayó de sus manos cuando empezaron los gritos: Agudos y finos los de ella, casi de hombre los de él.
― ¡Andrés! ¡Serás estúpido! ¡Fuera, vete de aquí!
Andrés se giró dispuesto a salir huyendo, la sábana se enredo entre sus pies, que se golpearon contra la caja. Extendió los brazos intentado agarrarse a la barandilla, que se quebró bajo su peso…

― ¿Fantasmita? ¿Estás llorando? ―la voz de la niña Elena interrumpió sus recuerdos―Mira, si no lo has roto, solo lo has desconectado. Ya va y Roberto no esta enfadado contigo.

Andrés miró a los niños vivos, Roberto se había levantado y lo miraba sin miedo, parecía apenado como si hubiera podido ver los recuerdos del fantasma. Elena estaba junto a la ventana de los mundos extraños, que volvía a estar iluminada.

Roberto se le acercó vacilante.
―Hola, yo… ¿Eres un fantasma? ¿Cómo te llamas? ¿Vivías aquí? ¿Era está tu casa? ¿Qué te pasó?

El fantasma miró asombrado a Roberto, desde que este habitaba en la mansión nunca le había visto tan “vivo”, le brillaban los ojos de curiosidad, expectante. Andrés movió lentamente la cabeza: ¿Cómo podía contestarle a esas preguntas? Ya no tenía voz.

― ¿No puedes hablar? ―dijo Roberto. El fantasma negó con la cabeza, lo había intentado antes, hacía mucho, cuando culparon a Simón de su muerte y él no pudo hacer nada para evitar que lo echaran de la casa para siempre.
―Pues… ¡Vaya! Yo quisiera saber tantas cosas de ti ―Se lamentó Roberto.
― ¡Sí que puede, sí que puede! ―gritó saltando sobre sus dos pies Elena.
El fantasma y Roberto se giraron para mirar a la niña que seguía en pie delante del ordenador; con la cara roja e iluminada como si estuviera a punto de estallar.
― ¿No dices que apagó el ordenador? ¿Y que golpeo las teclas? Ven fantasmita, ven, que te voy a enseñar. ¿Ves esos cuadraditos donde están dibujadas las letras? Yo aún no sé leerlas muy bien, pero Roberto sí sabe, si tú…

De pronto Andrés entendió. Con una explosión de alegría se transformo en una pequeña bola de energía pura. Todos los colores del arco iris, bailaban dentro de él. Violetas, rojos, azules… recorrió la habitación a toda velocidad, rodeando a los niños, una y otra vez antes de situarse frente al teclado y golpear las teclas. En la pantalla, esta vez blanca empezaron a marcarse letras: djotnxyz. Grupos de letras sin sentido empezaron a correr alegremente ante los ojos de los niños.
―Para, para ―rió Roberto― ¿Puedes escribir como te llamas?
Hubo un momento de quietud y después, lentamente, una por una, unas letras surgieron del papel.
A N D R É S.

Fin.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Escribir es como escribirte. Hablarte a ti que me lees en la misma intimidad que yo escribo. No puedo verte, ni tu a mí. No sé a que hueles, ni a que sabes, no conozco tu piel, ni tus ojos. No sé, ni sabes tú que máscara que nos cubrirá hoy. Y sin embargo sé, te conozco. Conozco ese rincón oscuro donde habitas. Ese al que vuelves cuando nadie te mira, cuando ni siquiera yo estoy. Conozco esos muros que protegen al ser desnudo que ocultas. Esa conciencia sin conciencia que pide y llora y suplica. Miro entre las grietas de la muralla que tanto te costó construir. Y allí, temeroso, le encuentro. ¿Qué podría decirle a ese pequeño ser para que dejara de temblar? Sonríes, lo sé. Crees que no hay nadie que pueda llegar a ese lugar. Donde guardas la angustia, el dolor, el egoísmo brutal, la envidia enconada, a ese animal indefenso sin las mentiras que cubren tu cara. Sientes que si tiendo la mano a ese palpitante ser en carne viva, lo romperé. O aún peor, seré yo la que tenga miedo de lo que encuentre. De ese brutal centro de ti mismo, exigente, voraz, despiadado. Esperas que me aterroricen tus sueños más íntimos, tus fantasías más desgarradas, tus deseos, tus pasiones, tus odios que viven, pulsantes, ardientes a pesar de tu lucha por no dejarlos escapar, encerrados y prisioneros ante ti, tu yo diurno, de sonrisa amable, gesto cansado y mirada preocupada. Sé, sí, sé del rincón de las pesadillas, de esas que te gritan que se acaba el tiempo, que no llegas, que no llegaras. Míralo, se retuerce miserable con terror a la muerte, a las enfermedades que cada día golpean inmisericorde los cuerpos de conocidos y desconocidos, de amigos… el miedo a que ese dolor desconocido anuncie lo impensable. ¿Aún crees que no te conozco? Y que me dices de ese negro pozo donde guardas las culpas, las palabras no dichas, las lealtades rotas, la traición al amigo, las ausencias, los errores que nunca confesaste y aquel momento en que descubriste que sí, que tú también eras capaz de callar y seguir viviendo, el instante en que perdiste la inocencia de creerte distinto, otro.
Sí, sé como tú de las ausencias lloradas y malditas, de los deseos mordidos, de la ocasión que dejaste escapar cobarde hasta el fin. Sé, sí, de las eternas muertes robadas a fugaces instantes, a felicidades muertas, a rutinas podridas. Sé de los te quiero dolorosos y vacíos. Sé del yo perdido en el sexo mecánico envuelto en la perfidia del pensamiento, anhelante, blasfemo de un amor secreto.
¿Te asustas? No lo hagas. Yo sé, sí. Dentro de mí existe un lugar parecido, una muralla parecida, un ser que tiembla y vive en la oscuridad; desnudo y solo, tembloroso y en carne viva.

jueves, 5 de noviembre de 2009

El peligroso mundo de los aguacates (provisional absolutamente)

Me he casado con un descuartizador de aguacates. Ya comprenderán que mi matrimonio
es un fracaso. Nos hemos casado mayores y yo, al menos un poco a la desesperada. Y he descubierto que mi marido está obsesionado por los aguacates.
Se levanta cada día a las seis de la mañana, camina media hora atravesando seis calles, dos avenidas y una vía de tren sin paso nivel para llegar al mercado.
Y lo peor no es que encienda la luz, abra los grifos del baño, susurre y murmure mientras saca su ropa del armario, no. Lo peor es que me obliga a ir con él. Por mucho que yo duerma profundamente o lo finja, me aferre a mis sábanas y a mi hueco caliente en la cama. Él, empuja, estira y arrastra hasta que me encuentro bajo la ducha, desnuda y recibiendo agua helada sobre mi pobre cabeza hasta los pies, creando en el camino escalofríos a lo largo de mi espalda. Por eso conozco tan bien el camino que sigue para ir al mercado. Voy medio aterida aún, columpiándome del brazo de este hombre, por las calles aun oscuras, medio trotando para mantenerme a la altura de sus zancadas desiguales.
Cuando llegamos al mercado empieza la representación: el frutero, bizco, medio calvo y redondo es una naranja con una sonrisa indecente, por lo amplia a esas horas de la mañana. Ya le tiene seleccionados quince o veinte aguacates entre los que él, mi marido elegirá cuatro para llevarse a casa. Los toma entre sus manos grandes; llena de pelos negros que asoman desde el puño de la camisa alcanzando a colonizar las primeras falanges de los dedos cortos y gruesos. Es curioso ¿Saben? Nunca me había fijado tanto en sus manos. La piel verde oscura de esos frutos les dan el color de la carne cruda. A lo que iba; los sospesa en la palma de su mano, los presiona levemente con la yema de los dedos, los huele, los observa… y en ese momento hace algo raro, pero que muy raro: Entrecierra los ojos y los fija primero en el fruto y luego en mí y vuelta de nuevo al aguacate. Con cada uno de ellos. Me pone nerviosa, la verdad. Yo no soy una belleza. Lo sé. Lo único que los años no han desarrollado en mí son los pechos. La cintura ha engrosado solo moderadamente, pero el verdadero paso del tiempo se ha acumulado en mis caderas, los muslos y el culo

Cuando termina este proceso de selección, se los tiende a la Naranja, digo, al frutero que los envuelve con cuidado en papel marrón antes de meterlos en una bolsa de plástico.

Ahora que lo realmente malo, llega cuando volvemos a casa. Se dirige a la cocina, con su bolsita en la mano. Saca los aguacates, los coloca sobre el banco y me mira expectante.
La primera vez que me lo pidió me pareció un detalle tierno, pero últimamente siento una desazón y un pica pica por todo el cuerpo que… Verán me pide que me ponga un vestido que me compró durante nuestro corto noviazgo. A mí me parecía horroroso, pero le vi tan ilusionado, tan contento cuando lo encontró y me lo probé… es ceñido en el pecho y amplio en las caderas, realzando lo que ya de por si y por naturaleza esta más que realzado. Y de un feísimo y extraño verde terroso. Nunca tuve una prenda de ese color, que hace parecer a mi piel más aceitunada de lo que es.

Así que cada día recorro más lentamente el pasillo estrecho y tristón que lleva a nuestro cuarto. Me pongo el vestido mientras le escucho cantar a voz en grito entre el chapoteo del agua con la que lava los aguacates.
Cuando vuelvo me mira con una sonrisa toda dientes. En una mano sostiene la corta puntilla afilada y con la otra mantiene en posición vertical a un pobre aguacate. Lo corta a lo largo, presionado el filo contra él. Puedo presentir la ligera resistencia de la piel dura del fruto y la facilidad con que la carne amarillenta, grasa, del interior se deja cortar. Noto cuando llega al corazón del aguacate, con un “toc” apagado del cuchillo contra él. Lo mueve alrededor del hueso hasta partir la fruta en dos. Después, la agarra con ambas manos y va girando en sentido contrario cada parte hasta separarlas. Las deja sobre un plato y da un golpe seco con el cuchillo en el hueso, que salta a la encimera. Con una cucharilla separa con cuidado la carne de la piel. Deja al aguacate desnudo y expuesto en el plato. Aquí se detiene, reflexiona y elige como lo troceará.

Y les confieso que lo que de verdad, de verdad me asusta es que mientras realiza toda esta operación repite una y otra vez las mismas palabras:

―”Soy un descuartizador de aguacates.”
Des-cuar-ti-za-dor.

Puedo ver esa palabra surgiendo de su boca. Dibujada como las letras de un niño: lentas y concentradas.
El golpe seco de la D contra los dientes; la S dejada caer; la amplia apertura de la A al lanzarse sobre la I, la vibración alargada de la R final…. Desss-cuAr-ti-za-dorrr.
Y sé, yo sé, que después de contarles esto ustedes entenderán porqué mi matrimonio es un fracaso.
Fin.

domingo, 1 de noviembre de 2009

UNO DE NOVIEMBRE

Día de todos los santos, de las ánimas benditas. Día de recuerdos. Desde que he podido elegir no he sentido la necesidad de visitar a mis muertos en sus nichos. Ni de cambiar flores polvorientas de plástico por flores de plástico sin polvo. Siento tristeza, sí, las pocas veces que visito un cementerio. Leo las frases mortuorias, busco las fotos y las fechas. ¿Morbo? Es posible, pero también historias imaginadas a partir de esos datos tan escasos. Lo hago desde que tengo memoria, desde esa memoria que me devuelve vestida con traje de domingo de invierno. Nuevo. Recién terminado por mi madre. Largas horas inclinada sobre la máquina de coser, somos cuatro hermanas que estrenamos. Evoco días calurosos como el de hoy. Con la rebequita puesta y el sudor en mi cuerpo de niña. Contención del impulso de correr, de reír con mis hermanas en este inmenso parque de tumbas. Mi padre alzando la voz llamando al orden. Un “May, no corras, espérate ahí” que es la frase que recuerdo de las salidas familiares.
Mi madre encendiendo “lluminetes” unos días antes, en recuerdo de las almas. Llamado a las almas me parecía a mí. Levantarse de noche al baño, cruzar delante de la cocina y observar con recelo las sombras parpadeantes que creaban las lucecitas en la oscuridad. La mañana de hoy, uno de Noviembre, camas bien hechas, extendidas al límite, tirantes para ―según mi madre―saber por las huellas dejadas en ellas, si los muertos nos habían visitado.
No, no necesito cementerios ni flores para recordar a mis muertos. Ellos seguirán para siempre conmigo. El beso a la frente congelada de mi padre. La última visión del cuerpo hinchado de mi madre. La conciencia aguda de que esas formas de carne cruelmente parecidas a quienes fueron horas antes, ya no eran.