miércoles, 7 de abril de 2010

EL MERCADO

La plaza del mercado del Cabañal se llenaba de sombras y la humedad del otoño se pegaba a su falda azul marino, discreta y limpia. Adela tembló: la blusa blanca, demasiado ceñida a sus pechos era insuficiente para protegerla del relente de la tarde. Los continuos lavados habían adelgazado el algodón hasta convertirlo en una fina tela apergaminada. Los zapatos, anchos y planos, eran los únicos que sus pies soportaban y a su edad, en su profesión, era mejor olvidar las medias. Se rompían demasiado.

Hoy no había tenido suerte. No había aparecido ninguno de sus habituales. El día veinte del mes, a cinco días de que se pagaran las pensiones, resultaba difícil encontrarlos. Pero en casa le quedaba poco más que una caja de leche y dos manzanas; el recibo de la luz estaba por llegar y siempre le gustaba tener unos dulces para la niña de la puerta vecina: Luisa, una niña morena, de ojos negros, con un sonrisa que calentaba su corazón, cuando la madre se la dejaba para ir a trabajar limpiando culos ajenos. ¡Qué cosas tiene la vida! Venir de tan lejos, para acabar de sirviente de ancianos. Si ella tuviera sus años y ese cuerpo... Aunque bien pensado… Sus labios, en los que quedaba el rastro de un rojo fuerte, se estiraron en una sonrisa triste. Adela, también lo había hecho. Solo que a ella, le habían dejado la mugre sobre el cuerpo.
“Oscurece tan pronto ahora”―Pensó. Repasó con la mirada los escasos comercios que abrían por la tarde en el exterior del mercado. Encendían las luces uno a uno arrojando a la calle sombras oscilantes. Adela suspiró y empezó a caminar despacio hasta la esquina, pasó por el puesto de ropa interior: camisetas blancas, fajas color carne, bragas sin gracia; colgando de una fina cuerda. La vendedora arrebujada en un mantón negro mantenía baja la cabeza y los pies cerca de un brasero. Más adelante, el de los cacharros de barro dormitaba. Las cazuelas de todo tipo alineadas al fondo, por tamaños. Marrones con sus bordes brillantes que le recordaban al caramelo. Después un frutero, el único que tenía la persiana levantada a esas horas, servía a una anciana una pequeña bolsa de mandarinas. Al pasar, ambos la miraron inexpresivos. Adela se sintió transparente ante sus ojos. Unos años antes, él la habría mirado con deseo y podía recordar muy bien los gestos de desprecio de las viejas como esa. Ella habría erguido aún más su cuerpo joven y caminado con paso orgulloso, levantando la cabeza como una reina. Reina mora; así la llamaba más de uno, allá en el pueblo donde nació, antes de venirse a la ciudad y convertirse en La Adela. Sacudió la cabeza, algunos recuerdos era mejor dejarlos en paz.
―Adela, Adelita guapa. ―la voz temblorosa llegó desde la oscuridad creciente del final de la calle.
― ¡Don Roberto! ¡Cuánto bueno por aquí! Hacía mucho que no le veía. Pensaba…
―Sí, hija, sí. Que me había muerto. No, la que murió fue Leonor, mi mujer…
― ¿La fiera? Pues habrá descansao. Lo siento, Don Roberto, pero es que su mujer era de las del puño apretao..
― Calla, calla. No sabes lo que echo de menos sus riñas y sus cosas, hasta que me contará las vueltas cada vez que me mandaba a un recado a la calle. ¡Me ha dejado tan solo! Hoy mismo he estado en casa todo el día, sin salir ni a por el pan. Desde que enluté no necesito casi nada...
― ¿Vamos al banco de siempre? ―Adela le interrumpió, pensando en la caja de leche, en Luisa. En este oficio hijo de puta, la lástima se dejaba para después de cobrar. Sobre todo cuando se llega a una edad en la que los hombres solo quieren desahogar sus penas.
El viejo le lanzó una mirada resignada de perro viejo. Él también conocía las reglas del juego y se dejó conducir hasta el banco medio oculto, a la sombra de la iglesia del Santo Cristo. La mano experta de Adela se introdujo tras la abertura de la cremallera.
― ¡Qué manos tienes, Adelita, siempre he dicho que eres la mejor!
―La experiencia, Don Roberto, la experiencia. ¿Y sus hijos? Tenía uste dos ¿No?
―Y cinco nietos; dos del mayor y tres del pequeño. Los hijos no tienen tiempo para venir ocupados con sus trabajos, sus mujeres y los nietos solo vienen a pedirme dinero. La juventud de hoy siempre tiene prisa, no quieren escuchar… Yo aún recuerdo a mi abuelo…
La mano rítmica de Adela hacía su trabajo. Escuchando a medias la voz del viejo, pensando en que al menos esos diez euros que se estaba ganando le servirían para comprar un poco de pollo, pan y algunos dulces de esos que le gustaban a Luisa.

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