viernes, 21 de mayo de 2010

Conversación de abogados

Estoy sentada en un amplio sillón de cuero negro. El de los clientes. De la abogada me separa una mesa amplia, cargada de papeles en carpetas amarillas. Informes, supongo. Abre el mío y revisa con rapidez los puntos básicos mientras me informa que el (la) abogado de la otra parte (él) no se ha puesto en contacto. “¿Ahora qué hacemos? Pregunta.” Suena el teléfono, con la mirada me pide disculpas y atiende. Otro abogado, otro caso, otra aflicción. Aún en medio de mis propios problemas personales me interesa la conversación. Sigo sin pestañear, sin ocultar mi curiosidad (la verdad es que nunca me doy cuenta hasta después de que tal vez no debería mostrar ese interés excesivo por los hechos que al fin y al cabo no me atañen ¿mente de escritora? Buena justificación en todo caso).
Se saludan cordialmente. Aparta mi informe y abre otro. Repasa algunos datos económicos, de propiedades: entre ellos apunta dos matriculas de coche y los modelos. Requiere el importe de algunas deudas que el marido (futuro ex) ha contraído: “Son bienes gananciales, he de saberlo para ver que corresponde a cada uno”. Me entero de lo que cobran los dos: 2.500 euros él, 900 ella. Algo más hay bajo el fondo o tal vez no tienen hijos porque pide mi abogada una pensión (ahora deduzco que será la compensatoria para la mujer) de 300 a 350 euros. Él sujeto (futuro ex-marido, que no el abogado) no debe estar de acuerdo. Mi abogada ríe y dice: “Estos son todos iguales”. Con tono más serio: Vamos a pedir 350. Siguen manteniendo una charla informal, comparando datos, cifras… con una tranquilidad y un colegueo que me hace pensar, por contraste, en como estarán viviendo la situación la pareja a punto de convertirse en ex-pareja. Cómo y de qué manera se habrán echado los trastos hasta llegar a este momento y como se los continúan echando a través de estos simpáticos abogados. Mi abogada hace anotaciones en un folio, un DINA 4 para más información. Con un bolígrafo rojo completa las previas que ya estaban en la hoja. En azul. Un solo folio, con guiones que separan una condición de otra, una petición de otra, un dato de otro. Con mucho espacio en blanco entre ellos. Es decir, ni siquiera un folio lleno de letra menuda y apretada. No. Los renglones bailan con holgura en la página. Y eso, señores, es todo lo que quedará de dos personas que creyeron amarse. El resumen de sus posesiones, del reparto de sus vidas.
Se despiden amigablemente, volverán a hablar del tema y generaran muchos más papeles que irán a unirse al escuálido folio y la carpeta amarilla. Serán documentos oficiales, con la firma, creo, de procuradores y jueces. Pero la disección (vivisección en este caso) y el esqueleto del fin de lo que fue o se creyó amor ya está hecho.
Y ahora sí, la abogada se gira hacía mí. Detrás de ella, la ventana es un cuadro de paisaje urbano del centro de la ciudad. Atrae hacía sí otra carpeta amarilla, la abre y me mira. “Continuemos ―me dice.”

2 comentarios:

  1. Un lado de la moneda. Y otro. Ambos girando a una velocidad que marea y descompone. Descompone el cuerpo del amor, lo convierte en trozos rojos y azules, con o sin líneas en medio, con o sin abogados en medio, con o sin jueces. La muerte del amor da vida a un sinnúmero de posibilidades de ser, a tantos puntos de vista como miradas sobre la situación, a números rojos y letras negras, a cruces abriendo venas, a navajas cortando puentes. La voz se pierde y luego olvidamos también esa herida. Y aunque digamos que nunca más... a veces reincidimos. Y volvemos a creer. Por suerte, para unirse a alguien en el amor, no hacen falta abogados. ¿no?
    Abrazo sin leyes.

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  2. Sí, para el amor no hace falta jueces, pero los erigimos. Nuestro propio juez interior. Sí, a veces el amor llega de nuevo y en ocasiones, duele tanto creer como no creer. Abrazo.

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