sábado, 3 de julio de 2010

Acuática

La playa, el mar, la arena, el paseo, las rocas, el puerto... vuelven a formar parte de mi vida. Casi cada día tomo contacto con el agua. El mar me trae recuerdos, me pone melancólica, incluso me ha visto llorar en su orilla. Pero también serenidad, a veces. Ayer trajo juego. Volví a ser una niña entre niños. A cavar en la arena, a enterrar a Vicente, junto con Lucía. Dibujar figuras. Rebozarme entera de arena. Arena húmeda, cálida contra mi piel. Fue ayer tarde. Como siempre no me apetecía mucho, me cuesta hacer el esfuerzo de salir de la apatía. Hubiera dado de nuevo un largo paseo por la orilla, como suelo hacer estos días. Hasta el puerto, ida y vuelta, cinco kilómetros de pies mojados, olas y radio. Pero no, bajé con Lucía y Vicente. El mar estaba tranquilo, calmado. Una enorme piscina que jugaba a sorprender con olas mansas. Nadé y jugué dentro del mar. Perseguí a Lucía, me transformé en tiburón, canté canciones de mi infancia como les cantaba cuando eran pequeños. El agua superficial templada del calor del sol durante todo el día. El estremecimiento de frío bajo la superficie. El sol bajando al oeste, creando caminos dorados, brillantes en las aguas verdes. La casi soledad rota por algunos paseantes, corredores y un par de familias que seguína disfrutando de la larga tarde como nosotros. Tumbarme en la toalla, el libro enorme que me llevo a la playa, medio abandonado. La brisa, el sonido, el olor.
Me sentí de nuevo marina y lunática.

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