jueves, 12 de noviembre de 2009

ANDRÉS

El pequeño fantasma se aburría y eso que después de mucho, mucho tiempo en la mansión moraban seres vivos. Eran cinco; dos de ellos no le interesaban… casi, él jamás había llegado a su edad. Por experiencia sabía que eran seres chillones, sin imaginación y aburridos… no aceptaban una broma. Y él siempre había sido un bromista y estar muerto no había cambiado eso. El bebe estaba bien para jugar un rato. Le gustaba hacerle cosquillas, soplando despacito en su cuello y sus mejillas y hacerle reír. Siempre le seguía con esos enormes ojos oscuros y tendía sus manitas intentando cogerlo. Pero no iba a pasarse las horas muertas, que eran todas las suyas entre risitas y soplidos, necesitaba más. Otro de los seres era la niñita, Elena. Suponía que no estaba mal, aunque pareciera extraña con el pelo tan corto y rubio que al principio la había confundido con un pequeño sometido a encantamiento. Se pasaba el día parloteando sin cesar sobre duendes y hadas. ¡Puaj! ¡Cómo si esos no estuvieran siempre dando problemas! Dos veces ¡dos! Se había dirigido a él. Mirándolo y preguntándole si quería jugar con ella a los disfraces. ¡Disfraces de niña! Mientras la escuchaba distraído sentado a los pies de su cama contarse historias de elfos, princesas embrujadas (esas le gustaban especialmente) y de esos seres extraños, planos y pequeños que aparecían en las cajitas que habían colocado con reverencia en casi todas las habitaciones de la casa.

Debían ser muy importantes, aunque él no alcanzara a entenderlas, las ubicaron en sitios de honor. En la sala, una enorme justo en el lugar donde se sentaban antes los señores. En los dormitorios, sobre cómodas e incluso donde cocinaban había una pequeñita sobre un alto estante… Siempre parecían estar en movimiento, emitiendo luz, formas extrañas, voces y sonidos que acababan espantándolo apenas llevaba un tiempo intentando comprender que era aquello.

¡Ah! Pero quién de verdad le atraía era el muchacho, Roberto. ¡Un muchacho como él! Se parecía a Simón. Con las piernas tan largas que podía ya a sus catorce años montar un caballo de un salto, cuando él aún necesitaba subirse al viejo tronco situado al lado del establo. Con esos pelos rubios y escasos asomando a su barbilla y que él le mostraba con orgullo a cualquiera que se pusiera a tiro, el pelo largo recogido con una cinta de cuero cuando entrenaba, las espaldas casi tan anchas como su padre. No recordaba ningún momento en que no hubieran estado juntos. Aunque Simón fuera hijo del caballerizo y él, del señor.
A Simón siempre se le ocurrían las mejores bromas, donde esconderse para asustar a las criadas y a las niñas de la casa. En una ocasión cuando ambos eran muy pequeños se escondieron en el armario de la ropa blanca. Este estaba situado donde el pasillo de la servidumbre daba paso a la amplia galería de los dormitorios de los señores, justo al lado de las piezas de su madre. Era de madera negra, con estantes recios y sobrecargados de ropa blanca, profundo como una pequeña cueva. Allí se escondieron durante horas, envueltos en camisones de dama, blancos y delicados. Recordaba el olor a lienzo limpio, al espliego que su propia madre recogía del pequeño jardín de hierbas para colocar entre la ropa. Aguardaban silenciosos como ratones hasta escuchar los pasos pesados de Edwina, el ama de llaves, o los ligeros de las criaditas Emma y Liz, solo un poco mayores que ellos, en ese momento emitían lamentos lúgubres, golpecitos tenues, arañaban el suelo con la daga decorativa que su padre le regaló en su último cumpleaños. El último, sí. Y reían como locos, tapándose la boca con las manos, entre resoplidos y ahogándose cuando estas salían corriendo y gritando.
Podía recordar el enfado de su madre cuando Tomás, el mayordomo los descubrió. Entre los dos habían conseguido ensuciar más camisones y sábanas, manteles y servilletas en unas horas que todos los habitantes de la mansión en una semana.

El muchacho que habitaba de nuevo en la casa, era como él. Muy rubio, muy alto, tanto como Simón, pero sus ojos… sus ojos estaban muertos y sin vida, con unos enormes cristales que en su momento, cuando estaba vivo solo usaban el notario y el párroco. Y lo que era peor, no le veía. Ya podía él colocarse a su lado, rozarle con sus manos fantasmales, soplarle en el cuello, traspasarle de lado a lado que nada, como mucho algún escalofrío y un encogimiento de hombros.

Le observó durante días y noches. Roberto no salía al exterior, eso le gustaba al fantasma, porque le permitía estudiarlo, aunque no le entendiera, recordaba demasiado bien el viento en la cara, el calor del sol sobre la piel, la hierba mojada bajo su cuerpo, cuando se tendía por las tardes junto a Simón en los jardines de la casa, para conversar mientras miraban como el cielo se iba oscureciendo.
Roberto no jugaba con sus hermanos. Bueno, eso sí podía comprenderlo. El bebe era demasiado pequeño para ser entretenido, aunque él se pasará las horas muertas o más bien parte de sus horas, contemplando como jugaba incansable con sus manos, sus pies… La niña ¡Puajj! Era una niña. Y las niñas no sabían hacer nada divertido.
Roberto solo hacía dos cosas: dormir y el fantasma había probado a meterse en sus sueños, sin demasiado éxito o pasarse las horas muertas delante de una de esas cosas raras parecida pero no igual al resto de las que había repartidas por la casa. Le costó un tiempo darse cuenta de las diferencias. Lo primero que notó es que esta caja, extraña y más bien plana, algo más ancha que los cuadros de sus antepasados, que colgaban de la galería, estaba situada sobre un escritorio con bandejas y cajones. Supo lo que era: él había tenido un pequeño escritorio en su habitación, que cerraba con llave cuando no usaba y que contenía pequeños compartimientos para el papel, los sobres, las plumas… y donde debería haber estudiado sus lecciones, aunque siempre había sido más divertido dibujar y jugar con el papel secante.

Roberto se sentaba con la cara muy cerca del cristal de la caja. Le llevo un tiempo caer en la cuenta de que no solo miraba, sino que además sus manos no paraban de moverse sobre un objeto grande y plano que tenía marcadas las letras (le costo algo reconocerlas, sus formas eran simples, como escritas por un niño) números y dibujitos de estrellas, barras, signos de interrogación… al lado un artilugio pequeño y brillante que Roberto acariciaba con la mano derecha como si se tratará de un amuleto. Bajo la mesa, cerca de los pies de Roberto, en un cajón gris, como un pequeño ataúd colocado en vertical, pequeñas luces amarillas y verdes parpadeaban. No reconocía el material con que estaban hechos esos objetos, parecían suaves brillantes, sin vetas como la madera, ni asperezas metálicas como el acero o el hierro.

Cansado de esperar la atención de Roberto un día hizo un intentó nuevo. Deseo colarse dentro de Roberto para ver que era lo que tanto le atraía de esa caja. Si tuviera ojos aún, los habría cerrado muy fuerte, si respirara, se hubiera llenado el pecho de aire, si tuviera músculos los hubiera contraído con fuerza. Y así preparado hubiera dado un salto hasta sentarse en el regazo de Roberto y lentamente fundirse con él… ¡Lo había logrado! su esencia se introducía entre los diminutos huecos invisible al ojo humano de la piel de Roberto. Estuvo a punto de echarlo todo a perder cuando sintió la solidez de la carne de este cerrándose en torno a su espíritu, el peso de sangre y músculos sobre él. Acumuló toda su energía y su valor y permaneció quieto en aquella prisión, demasiado caliente, demasiado oscura para su gusto. Se concentró en poder ver a través de los ojos de Roberto, y cuando al fin lo hizo, cuando puedo abrir unos ojos que no tenía, se encontró mirando con el muchacho el objeto que le robaba su atención. Se dio cuenta de golpe, que era una especie de ventana abierta a mundos extraños. Robando palabras aquí y allá de la mente de Roberto, descubrió que en la “pantalla” aparecían artefactos raros, formas irreconocibles, colores imposibles… y que saltaba rápidamente de un mundo a otro. Ahora lo que aparecía le era más familiar. Figuras de hombres corrían de acá para allá, armados de pesadas espadas, con enormes caballos, pendones con figuras mitológicas, banderines ondeando en un viento inexistente.
¡Ah! ―Se dijo― son como dibujos en movimiento. Como cuadros y esas figuritas que corren por el campo de batalla parecen vivos, pero no lo están. ¿Pero que hace con ellos? ¿Los controla? ¡Sí! Con el talismán de la derecha y con las letras de ese objeto raro donde posa las manos. ¿Será un invento del diablo?
El fantasma piensa un momento y decide que no, que eso es algo humano, ahora entiende mejor a Roberto. ¡A Simón y a él les hubiera encantado tener algo así! Aunque pensándolo bien, Roberto no se movía de la silla, no movía un músculo mientras que cuando Simón y él aprendían esgrima sentían a su cuerpo responder ante las órdenes de su mente. Los músculos flexibles y bien engrasados, el sudor corriendo libremente por la cara y la espalda, las piernas rápidas, el choque de los floretes repercutiendo en el brazo… perseguirse durante horas el uno al otro, hasta que el cansancio dulce y embriagador podía con ellos…
― ¡Dios Bendito! ¿Qué es lo que Roberto visualizaba ahora en la ventana? ―el pequeño fantasma se refugió escandalizado en la oscuridad de la cabeza de Roberto, para emerger poco después y contemplar incrédulo a través de los ojos de Roberto a… ¡Mujeres! ¡Mujeres desnudas! No es que él, cuando estaba vivo no hubiera empezado a interesarse por las mujeres, espiado sus escotes o entrevisto algún tobillo. Pero aquello… Esas mujeres se movían detrás del cristal, parecían vivas, criaturas del infierno. Una de ellas extendió la mano y pareció querer salir de la pantalla. El fantasma se asustó tanto, que en medio de una explosión de energía huyó del cuerpo de Roberto. Golpeando con su núcleo vital el tablón de las letras, borrando la imagen de la pantalla. Roberto, más sorprendido que asustado, se vio desparramado en el suelo. ¡Había notado la fuerza del fantasma al salir de su cuerpo! No solo eso, está había sido tan intensa, que lo había tirado al suelo desde la silla y ahora contemplaba boquiabierto como una pequeña forma de luz, intensa y radiante en el centro y difusa en el contorno se movía sobre su ordenador. Incrédulo parpadeo, pero la luz, como una pelota deformada seguía allí, moviéndose por el teclado, rebotando en la pantalla, golpeando la unidad del PC.

El pequeño fantasma ni siquiera se dio cuenta de que Roberto, por fin, lo veía. Acababa de descubrir que si concentraba su voluntad, él también podía jugar con ese objeto extraño que secuestraba la atención de Roberto. Sentía el pequeño fantasma como todo a su alrededor vibraba y lo alimentaba. Las luces de la habitación, la extraña ventana, la caja gris y su pequeña lucecita verde…

Roberto, gritó asustado sin poder moverse del suelo. En la puerta de la habitación apareció Elena. La niña miró la forma enloquecida del pequeño fantasma y rió. Se acercó a su hermano y le puso la mano en el hombro.

―No tengas miedo. Es el fantasma que vive aquí.
― ¿El fantas…? ¿Cómo que el fantasma que vive aquí? ¿Tú ya lo habías visto?
― ¡Aja! No quiere jugar conmigo, solo le gustan mis historias, no quiere disfrazarse ni jugar con mis hadas. Él es bueno, se sienta a los pies de mi cama y me escucha. Nunca le había visto así. Es divertido, tiene muchos colores.
De súbito la estancia se lleno de silencio. El zumbido incesante del ordenador había parado por primera vez desde que Roberto y su padre lo instalaran. El fantasma aún rodeo al objeto varias veces hasta convencerse de que la ventana había quedado oscura y silenciosa. Si hubiera tenido cuerpo, se hubiera detenido jadeante, observando el cambio. Así sintió como las ondas de energía iban calmándose poco a poco y que las condensadas partículas iban expandiéndose hasta recuperar su forma y tamaño habitual: la pálida y transparente forma de un niño que había muerto cuando estaba a punto de cumplir trece años. En vida fue un muchacho alto, desgarbado. De piernas demasiado largas y manos torpes. El pelo negro siempre revuelto y luminosos ojos grises. Ya muerto había conservado esa imagen tenue de si mismo, hasta el día de hoy…

―Fantasmita, fantasmita ¿Estás bien?
La voz de Elena flotó hasta él. Roberto estaba sentado en el suelo, en el extremo más alejado de la habitación y la niña tenía una mano sobre su hombro y lo más importante: ¡Ambos le miraban! ¿Roberto le veía? ¡Sí! ¡Por fin! Se deslizó por la habitación hacia ellos, ante la mirada espantada del niño vivo, que intentó retroceder. El fantasma se detuvo. Elena susurró a su hermano:
―No tengas miedo, no te hará nada. Él juega también con nuestro hermanito y nunca le ha hecho daño, a mí tampoco.
―Pero… ¿Has visto lo que ha hecho? ¡Me ha tirado de la silla! Y ha roto mi ordenador. Está… loco. ¿Y si me quiere hacer daño a mí? O quiere mi cuerpo para… para…

La voz de Roberto fue apagándose. El fantasma se quedo quieto, con la expresión más triste que hubiera visto antes. “¿Me tiene miedo? Lo he estropeado todo” Yo solo quiero que sea mi amigo”. Recordó la sensación de ser energía pura. Nunca antes se había sentido así, excepto quizá cuando estaba vivo. “¿Habría roto esa cosa que Roberto quería tanto?” No había sido su intención, solo que… sintió que podía “tocarla”. Contemplo sus manos pálidas, tan insustanciales que nunca, desde que murió, había podido sentir nada con ellas. Y lo había intentado; muchas, infinidad de veces. La primera de ellas, antes de entender que estaba muerto, trató de abrazar a su madre, que lloraba desconsolada, repitiendo su nombre una y otra vez: “Andrés, Andrés”. Él sabía que lloraba por su culpa. Sus manos atravesaron el pecho de su madre, sin lograr aprehenderla. Asustado se observó en el suelo, donde había caído, después de romper la barandilla del último piso. Ese verano se había sentido solo, abandonado. Simón, casi dos años mayor que él, había empezado a interesarse por las chicas, bueno, por una en concreto; una de las doncellas de su madre. Ya no salían como antes a montar a caballo, las clases de esgrima eran aburridas y Simón prefería encontrarse a escondidas con Maria que salir al prado a jugar con él. Y lo que era peor, dejó de interesarle planear bromas y juegos. Cuando él le buscaba para hacer juntos alguna de esas cosas, Simón le decía: “Ya es hora de que crezcas”. Y no, él no quería crecer. Quería que su vida se mantuviera siempre igual. Así que esa noche cuando vio a Maria subir al tercer piso, donde dormían los sirvientes, antes de que su padre decidiera cerrarlo, porque no era seguro, decidió seguirla y asustarla. Sería solo otra de sus bromas. Así que tomó del armario de la ropa blanca una enorme sábana y la caja de metal con la gran llave en la que su madre guardaba las monedas. Sigiloso, sin hacer ruido subió las escaleras hasta la estrecha galería, cerrada al vacío por la inestable barandilla, donde se abría la puerta deslucida y vieja del antiguo cuarto de los criados. Se echó la sábana por encima y agitó la caja, haciéndola sonar. Abrió lentamente la puerta y se quedó clavado en el umbral. En la tenue penumbra, iluminada tan solo por la llama inquieta de una vela, dos pieles brillaban. Andrés no acababa de entender lo que veía. Un ser extraño, desnudo, se movía sobre una vieja cama. Dio un paso atrás, la caja cayó de sus manos cuando empezaron los gritos: Agudos y finos los de ella, casi de hombre los de él.
― ¡Andrés! ¡Serás estúpido! ¡Fuera, vete de aquí!
Andrés se giró dispuesto a salir huyendo, la sábana se enredo entre sus pies, que se golpearon contra la caja. Extendió los brazos intentado agarrarse a la barandilla, que se quebró bajo su peso…

― ¿Fantasmita? ¿Estás llorando? ―la voz de la niña Elena interrumpió sus recuerdos―Mira, si no lo has roto, solo lo has desconectado. Ya va y Roberto no esta enfadado contigo.

Andrés miró a los niños vivos, Roberto se había levantado y lo miraba sin miedo, parecía apenado como si hubiera podido ver los recuerdos del fantasma. Elena estaba junto a la ventana de los mundos extraños, que volvía a estar iluminada.

Roberto se le acercó vacilante.
―Hola, yo… ¿Eres un fantasma? ¿Cómo te llamas? ¿Vivías aquí? ¿Era está tu casa? ¿Qué te pasó?

El fantasma miró asombrado a Roberto, desde que este habitaba en la mansión nunca le había visto tan “vivo”, le brillaban los ojos de curiosidad, expectante. Andrés movió lentamente la cabeza: ¿Cómo podía contestarle a esas preguntas? Ya no tenía voz.

― ¿No puedes hablar? ―dijo Roberto. El fantasma negó con la cabeza, lo había intentado antes, hacía mucho, cuando culparon a Simón de su muerte y él no pudo hacer nada para evitar que lo echaran de la casa para siempre.
―Pues… ¡Vaya! Yo quisiera saber tantas cosas de ti ―Se lamentó Roberto.
― ¡Sí que puede, sí que puede! ―gritó saltando sobre sus dos pies Elena.
El fantasma y Roberto se giraron para mirar a la niña que seguía en pie delante del ordenador; con la cara roja e iluminada como si estuviera a punto de estallar.
― ¿No dices que apagó el ordenador? ¿Y que golpeo las teclas? Ven fantasmita, ven, que te voy a enseñar. ¿Ves esos cuadraditos donde están dibujadas las letras? Yo aún no sé leerlas muy bien, pero Roberto sí sabe, si tú…

De pronto Andrés entendió. Con una explosión de alegría se transformo en una pequeña bola de energía pura. Todos los colores del arco iris, bailaban dentro de él. Violetas, rojos, azules… recorrió la habitación a toda velocidad, rodeando a los niños, una y otra vez antes de situarse frente al teclado y golpear las teclas. En la pantalla, esta vez blanca empezaron a marcarse letras: djotnxyz. Grupos de letras sin sentido empezaron a correr alegremente ante los ojos de los niños.
―Para, para ―rió Roberto― ¿Puedes escribir como te llamas?
Hubo un momento de quietud y después, lentamente, una por una, unas letras surgieron del papel.
A N D R É S.

Fin.

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