miércoles, 21 de marzo de 2012

La Cubana

 La Cubana vivía en el barrio desde el principio. Se quedó sin casa, como tantos, en la riada del 57. Por aquel entonces solo tenía a su hijo Manuel. Después, ya en Fuensanta parió cuatro hijos más. Para entonces, María, La Cubana, seguía manteniendo la figura cimbreante, la piel morena, los rizos en el pelo y los ojos café con leche que habían perpetuado el mote heredado de su abuelo, que pasó unos años en Cuba. En esa Cuba que soñaba de niña, presente en la hora de la merienda, cuando el abuelo después de mandarla a por un cuartillo de vino, se sentaba en la vieja mecedora, liando sus cigarros, mientras recordaba con sus nietos, las aventuras de su juventud.  
Siempre había sido una buena esposa. Mujer de su casa, madre y aguantando lo que “le echaran”. Lo que le echó la vida fue un marido borracho. De los que llegan a casa y levantan la mano para después cerrar el puño. Con una vaharada de alcohol en el aliento y la sinrazón entre las cejas. La Cubana trabajaba mucho. Empleada de hogar dicen ahora. En aquel entonces, una simple fregona que después de apañar a sus hijos para la escuela, corría por las calles hasta el centro de la ciudad. Servía en buenas casas. Prudente, discreta y muy cumplidora acabó fregando los suelos de rodillas para media docena de familias acomodadas, tan cargadas de hijos como la suya propia: militares, profesores, médicos que habitaban en bonitas y amplias casas, en las que para ella siempre esperaban los trabajos más duros. No importaba. Lo importante era poder llegar al mercado de Abastos antes de que cerrara, llenar la bolsa con frutas maduras, restos de cajones de verduras a buen precio, para continuar su ruta al barrio surtida ya de los alimentos para la familia, antes de que el marido pudiera apropiarse del dinero que había ganado. Eso le había granjeado más de un puñetazo y alguna que otra paliza, pero cuando por las tardes preparaba la comida del día siguiente y la cena de sus hijos siempre conseguía sentir cierto alivio. Un día más.
Las tardes se desplegaban entre el lavado a mano de las ropas de la casa, la costura, la plancha, la pequeña organización casera al amparo de la radio, único aparato que su marido había traído unos años atrás, antes de ser despedido, cuando el sueldo que ganaba en la construcción no se convertía automáticamente en bebida, y ella podía mantener la cabeza alta al ir a La huevería o a Requeni, las tiendas del barrio,  y no agachada para ocultar el último moratón, el arañazo, la hinchazón de los golpes cada vez más frecuentes, más violentos. No tenía que escapar de las miradas de los otros o de los susurros a la espalda, de los comentarios malévolos, del ¿Qué habrá hecho está vez? Del ¡pobrecita! y ¡qué lástima!
Aún así seguía siendo una buena esposa. Respetaba a su marido. Nunca se quejaba ¿Para qué? La vida era la que le había tocado en suerte. Y la soportaba, de verdad. Con resignación.  Aunque el miedo en los ojos de sus hijos le dolía más que los nudillos en el estómago y la ira, la violencia de Manuel, el mayor, se le clavaba en el alma, intentaba por todos los medios compensarlos con amor y paciencia.
Aquella tarde era una más de verano. El sol entraba por la ventana de la cocina, junto con los gritos y las risas de los niños que jugaban en la calle. Había terminado de lavar la ropa de color y en el barreño con agua y lejía blanqueaba una camisa de su marido. En la radio sonaba Misión Rescate, casi su favorito después de Cada canción un recuerdo. Le gustaba escuchar las respuestas que las voces infantiles daban al locutor de radio. Ella en el fregadero pelaba patatas para la tortilla de la cena. No lo escuchó llegar. El primer aviso fue un puñetazo en el costado que le hizo girarse hacia él. En una mano la patata a medio pelar, en la otra el cuchillo que ese mismo día había bajado al escuchar pasar al afilador en su bicicleta.  Su marido tenía el brazo alzado, la mano abierta, la cara roja, gritaba no llegó a entender qué. Le pareció que el corazón y el tiempo se ralentizaban hasta casi pararse y en segundos se aceleró. Levantó su propia mano, incluso antes de recordar que llevaba el cuchillo y le golpeó con él, entró en su pecho, deslizándose, abriendo la carne sin esfuerzo. Él la miró sorprendido. Su brazo aún bajó, la mano le agarró con fuerza el cuello, apretando… La Cubana sacó el cuchillo y volvió a dejarlo caer. Una y otra vez. La sangre manchaba el cuchillo, la camisa, sus dedos, salpicó las patatas, se volvió rosa en el agua del fregadero para cuando él dejó de sujetarla y el brazo cayó sin fuerza a lo largo del cuerpo, cuando dobló las rodillas ante ella, cuando se apoyó en sus piernas desnudas y ella dio un paso atrás, jadeante, para dejarlo allí, tendido en el suelo…

Veinte años han pasado desde que la sacaron esposada de su casa.

8 comentarios:

  1. Cuantos casos así se habrán dado con un resultado menos contundente, al menos para ser tenido en cuenta en corrillos de cacatúas sin otro que hacer. Una lástima que siempre terminen dando el paso así aquell@s que llegan al límite que nunca pensaron llegar a alcanzar. Precioso relato, sin cebarte en la sangre.
    Un abrazo.

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    1. En realidad, el núcleo de la historia es real. Gran parte, claro, ha sido recreado por mi imaginación. La historia es un poco mía, ya que he crecido con ella.
      Gracias por la visita y el abrazo.

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  2. Hola May, ha sido un decubrimiento tu blog. el relato crudo y cotidiano muy a nuestro pesar.
    Te dejo enlace de miblog por si quieres visitarme, eso si, sin el cuchillo jajaja, un saludo desde Tenerife-Canarias.

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    1. ¡Qué bonito Tenerife! Recuerdo unas vacaciones allí. Casi me ahogo, pero me lo pasé muy bien.

      Pasaré, desde luego a visitarte. No te preocupes, el cuchillo desde luego lo dejaré en la ficción o por lo menos intentaré no visitarte cuando pele patatas.
      Un beso.

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  3. Hola May, sabes que soy poco dado a quedarme en el "me gusta" o "está bién". Me ha encantado, y te lo diré fuera de cámara, no es por rellenar un post a tu blog.
    Es crudo, es real, es una historia que merece ser merecedora de estar en cualquier medio de prensa, publicación o antología de relatos. Mi enhorabuena, el alumno aquí soy yo.
    Un saludo.

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    1. Ya me lo dices esta tarde entonces. Después hay que celebrar, que no creas que se me ha olvidado por mucho que me despistara el domingo. Al menos caerá un poleo o una cerve, no?
      Seguro que así, a tu ojo de águila has observado muchos errores, hasta yo lo he hecho. Seguro que tengo que darle otra vuelta, a la puntuación por lo menos. Pero ya lo hablamos.
      No me mates. Ya imploro tu benevolencia si lees el post de hoy.
      Luego, un beso casto.

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  4. Qué manera más cruda de plasmar una realidad tan, desgraciadamente, cotidiana. Impresiona, sí, su final, mas a mí me ha estremecido mucho más su terrible día a día. El final, a mi manera de ver, sólo es consecuencia de un terrible y eterno cansancio.

    Mi más cordial enhorabuena. Eres una escritora de pluma.

    Un abrazo.

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    1. Gracias, Alba. Parte de esa rutina diaria a la que aludes ha sido recreada con lo que sabía de la persona (en este caso solo se convirtió en personaje al escribir el relato) y con lo que era la realidad cotidiana de la gente del barrio obrero en el que me crié. Afortunadamente en la mayoría de los casos no había malos tratos, excepto los que la vida ya daba y da, de por sí.
      Fruto de un terrible cansancio y de la casualidad, yo creo. Probablemente cinco minutos antes o cinco minutos después no habrían sucedido las cosas así. Puede que hubiera sucedido en otro momento, o que al final de tanto ir el cántaro a la fuente, terminará matándola de algún golpe peor dado. O... eso ya es especulación.
      Un beso.

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