Aunque parezca mentira, hay que recordar que estamos a jueves, otros nueve incendios se han declarado en esta semana: los conatos de incendio en Alzira,Jávea y Náquera, una zona entre Xátiva y Manuel y el que se inició el domingo por la tarde que comenzó en Chulilla y se extendió por la senda que bordea el Turia: Ribarroja, Vilamarxant, Benissoda, Benicolet, Gestalgar... Pedralba.
Pedralba es mi Pedralba. No tiene que ver con haber nacido allí, que no es así, ni con lo que sentirán los que viven, trabajan, llevan a sus hijos al colegio del cada día del pueblo.
Mi Pedralba es un sentimiento, es un recuerdo, es mi niñez, son mis padres, mis tíos. Pedralba era mi abuela, las noches pasadas en su cama escuchándola rogar por cada uno de la familia e incluso los que no lo eran, Pedralba era verla en misa, golpeándose el pecho con fuerza en el Yo, Pecador. Pedralba, veranos largos con mis primos y mis hermanos dejados en custodia a mi abuela. Pedralba era madrugar y "baldear la calle", en compañía de mi madre. Madre activa, joven, tan diferente a mis recuerdos posteriores.
En el término municipal de Pedralba, compraron mis tíos un terreno en el monte. E iniciaron la construcción de algo que aquí llamamos: "La caseta". Mi tío que era mecánico construyo primero un garaje, con foso y todo y la balsa. Mi abuela plantó un geranio francés y varios rosales. Inició los cimientos de la casa. Pequeña , siempre ha sido pequeña para la cantidad de gente que la hemos habitado o visitado. Después la vendió a mi padre.
Fue la amargura de mi adolescencia. Nunca se es más rebelde con causa o sin ella que a los catorce años. Y recuerdo que pasar los fines de semana haciendo de ayudante de albañil para mi padre no era lo que más me apetecía en la época. Puedo ver aún si pienso en ello las montañas de arena y grava, los sacos de cemento y el lugar donde se mezclaban. El capazo negro que había que llenar una y otra vez. Las discusiones y el mal humor. Mi padre no entendía que me parecía la tarea más aburrida del mundo. Aunque fue capaz de encontrar otras peores. Recoger piedras del terreno, arrancar malas hierbas, cavar para el pozo.
Todo esto mientras hacíamos noche en el garaje que tuvo la virtud de convertirse en una cama inmensa mientras avanzaba la construcción de la casa. Durante el día era cocina, por las noches era divertido. No había tele, como mucho una radio a pilas. Con lo que eso supone siendo todos prácticamente niños. Se contaban historias, chistes, se jugaba a las cartas, al cálculo mental (cosas de mi padre). Todos juntos como animalitos a punto de invernar.
Son tanto los recuerdos que vienen a mi mente, que necesitaría un libro entero para contarlos.
Pero ahora, en estos momentos, lo que veo son las fotos que me mostró mi hermana ayer. El fuego ha devorado gran parte de los árboles que plantó mi padre, el geranio francés y las rosas de mi abuela, el pequeño jardín que plantó mi madre delante del porche. El fuego subió por detrás de la balsa, hizo estallar la ventana de la cocina, que yace ennegrecida sobre el fregadero. Era de madera, antigua e imagino que muy seca de este verano sin lluvias. La mayoría de los azulejos han saltado y los que quedan están combados. Es curioso ver como la cortina de tela que cubre el hueco de la despensa se ha salvado, caprichos del fuego que parece elegir: esto sí, esto no. Se ha quemado toda la vegetación que rodeaba el garaje, al que fui tantas veces a la parte de atrás para fumar a escondidas. Hay una horrorosa capa de ceniza en la parte de atrás donde mi padre soñaba con hacer algún día una piscina en condiciones.
No podemos quejarnos. Estoy muy segura de que mucha gente ha perdido muchísimo más. A fin de cuentas la casa sigue allí, la tierra sigue allí, aunque ya nunca más florezcan los geranios franceses de mi abuela.