Cuando conoces a una persona buena siempre te cambia de
alguna forma. La bondad y el amor siempre van unidos. Te conmueve, se filtra en
tu corazón, en tu alma y sana incluso sin saber las heridas que encuentran a su
paso. Esto lo escribí hace unas semanas, no muchas. No sé de que otra forma
honrarla, excepto manteniendo su recuerdo.
Fue un honor y un placer conocerla y asistirla en estos
últimos años.
Cuando la vi desde la puerta en la cama con el pelo blanco
tan cortito, los ojos cerrados, la boca prieta, el color de las lucecitas de
todos los santos, el camisón azul que tantas veces le he puesto cubierto por la
sábana blanca me acerqué despacio. La
muerte es un misterio. Era ella y no lo
era. No hay momento en que crea más en una vida después de la vida que en
este.
Cada día me marcaba el objetivo de lograr un reconocimiento,
una comunicación. Una sonrisa, una palabra, una mirada. No más, pero tampoco
menos. Le hablaba cuando le daba la medicación, me miraba resignada, pero me
miraba, se la tomaba con más o menos esfuerzo, pero se la tomaba. A medias, yo
creo, por su carácter disciplinado que no perdió nunca, a medias por mí, porque
se lo pedía. Porqué le alzaba la cabeza, le pasaba el brazo por los hombros,
porque le hablaba y se lo pedía. Y sí, aunque ya no hablará, aunque me costará
retener su atención (a saber en que mundos propios, en que ensoñaciones y
recuerdos estaría) yo la notaba conmigo. Quizá un poco resignada a darme el
gusto. Y le daba de beber despacio, a poquitos, intentando no desparramar ni
una gota, para que el antibiótico hiciera su curso y el analgésico mitigara sus
dolores.
Después el desayuno: “¡Venga, Señora Amparo! Que esto esta
más bueno y calentito!” La radio puesta y yo hablando sin parar, de las
noticias del día, de si hacía frío, del bus, le preguntaba como había dormido,
que había hecho la tarde anterior, le contaba que haríamos por la mañana. Y
ella me miraba y me miraba y sin darme cuenta, le tocaba la cara, el cogía la
mano, le acariciaba el hombro. En esos
momentos no existía nada más en el mundo.
Ha pasado una semana. Ha sido dura y la ausencia pesa más
cada día. La muerte es inevitable nunca diré deseable. Deseable es que
desaparezca el dolor, el sufrimiento que
en ocasiones le acompaña. La muerte es
un vacio aterrador e incomprensible. De estar a no estar solo hay un suspiro.
Pero yo no creo que todo se desvanezca. Con todo lo que quieres al cuerpo, a lo que
ves y tocas de la persona querida, yo tengo la sensación que cuando la muerte llega
nos deja una habitación de la que su dueño ha salido para no volver, recogiendo
cuidadoso todas sus pertenencias. Ha
cerrado la puerta y se ha ido con las maletas llenas de las vivencias,
recuerdos, personas queridas. Se va con sus cosas. Solo en ese momento yo lo
veo tan claro, me sucedió con mi padre, con mi madre y también ahora. Me es
imposible creer que la esencia, el alma, la chispa desaparezca con el cuerpo.
Solo hay que mirar y sentir para darte
cuenta de que no somos un cuerpo, un cerebro, unas funciones vitales. Vivimos
en él solo de forma temporal para después seguir nuestro camino. Con nuestros amores intactos, nuestras luchas
aprendidas o no.
Puede resultar extraño e incluso me da como pudor poner en palabras estos
pensamientos. Pero es una certeza íntima
que nació desde la primera vez que sufrí la muerte de una persona querida. Me
he preguntado si es la forma en que yo me autoconsuelo o me engaño. Pero cuando aquella primera vez acompañé al
féretro de mi padre al cementerio, cuando lo vi desaparecer en aquel nicho, ya
sabía que allí no estaba mi padre. Debería decir sentí porque sería lo más
cierto. Sentí que no estaba allí.
Ya no sé si se quedan con nosotros, dentro nuestro, en
nuestra casa, a nuestro alrededor aunque los haya sentido muy cerca en algunas
ocasiones o esperan el juicio de los
justos o van al cielo o se reencarnan o tienen que resolver asuntos pendientes
o se convierten en ángeles titulares o cualquier otra explicación que el ser
humano haya dado a este misterio.
Hoy hace una semana que murió, como hubiera deseado .
Amparada por los suyos, rodeada de amor, acompañada de la mano en ese último
transito que somos capaces de ver.
Estos últimos meses redescubrí el poder de una mirada, la
alegría de una sonrisa inesperada, a tener el oído atento a esa palabra que
podía recompensar todo un día. Me inundó de ternura. Aprendí que cuando el
mundo físico se reduce, cuando los sentidos se pierden, la comunicación
encuentra, siempre, otras formas: cogerla de la mano, sentir como la aprieta
con fuerza, dar un beso, acariciar el pelo, mimarla, arrullar, aprovechar
cualquier momento para abrazar… La comunicación es por y a través del amor.
A veces no hay palabras, en esos casos asientes, miras al horizonte y agradeces lo que tienes. La última frase, un poema, un lema para no olvidar. Saludos May.
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