domingo, 2 de agosto de 2009

LA FERIA.

Ejercicio: Tiempo.

El niño corre colina abajo. La vista clavada en la pequeña multitud del llano. Luces, sonidos, olores llegan hasta él. “La feria, la feria”, piensa para si. Se gira solo una vez. Saluda a su hermano Manuel, que lo mira desde la cima de la colina junto con su novia. El niño siente tintinear en su bolsillo las fichas que le ha regalado su hermano por su cumpleaños. Va por primera vez sólo a la feria. Media hora, le ha dicho Manuel poniéndole su propio reloj en la muñeca.

Corre sintiendo el aire en la cara, se precipita hacia el ruido, el color. Se hace uno con ellos. Jadeante se detiene. Mira a su alrededor. La montaña rusa, el pulpo, los coches, la casa del terror, la noria… tan alta. La gente pasa por su lado, siente su calor, escucha sus risas sin entender nada, sólo mira. Ve al hombre que de pie junto a la montaña rusa, anuncia el comienzo de un nuevo viaje. Corre con su ficha en la mano, y se la entrega mientras sube de un salto al carro. Lo mira y sonríe. Le late el corazón, cada vez más aprisa. Está solo. El hombre se inclina y le ajusta la barra de seguridad. Indiferente le pregunta si va solo. Va hasta el siguiente carro, sin esperar su respuesta. El hubiera querido gritarle que es la primera vez que sube solo, pero que eso que le muerde el estómago no es miedo, es la emoción de saber que pronto va a volar. Qué nadie le agarrará de la mano, que nadie le pedirá que se este quieto, que nadie sabrá excepto él si se asustó o no. Se sienta muy derecho, guarda las dos fichas que le quedan en el bolsillo, mira el reloj, la guja corre y ya han pasado más de diez minutos desde que se despidió de su hermano. Mira a su alrededor y ve como un niño le señala, y comenta algo a su madre que lo tiene sujeto por los hombros; ve a ese hombre que aguarda solo a que el feriante le busque un carro; le asalta el olor dulce del puesto de algodón de azúcar. Golpea el suelo con los pies, quiere partir ya. Delante de él los raíles suben vertiginosamente hacia el cielo, para luego descender. Intenta imaginar que sentirá. De pronto su carro vibra, él vibra y todo se pone en movimiento. Lento, como arrastrando el peso de un elefante se desliza el carro por su camino metálico: empieza a subir, se pone vertical y llega a la cumbre de la montaña artificial. Se detiene el tiempo mientras mira hacia abajo y ve perderse el carril en el vacío. Las manos sujetas con fuerza a la barra empiezan a sudar y su boca se abre en un grito silencioso. Y cae vertiginoso aproximándose al suelo, por un momento cierra los ojos, para volverlos a abrir enseguida. No quiere perderse nada. Y vuelve a subir esta vez más rápido, siente el viento en la cara. El carro parece despegarse de los raíles. Y por un instante vuela. Libre.
Fin.

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