domingo, 25 de septiembre de 2011

Extraño despertar

Soñaba con la chica que me había servido gran parte de los cubatas la noche anterior: una morenita de enormes pechos envueltos en un suéter azul, tan fino y pegado a su esbelta figura que dejaba poco a la imaginación. Ella, la de verdad, que protegida tras la barra repartía sonrisas tentadoras junto con las bebidas no había respondido para nada a mis intentos más repetidos y más insistentes cuantos más cubatas, de ligármela estaba justo en esos momentos sentada sobre mí acercando su boquita pintada de rosa a la mía. Cierto que yo trataba de ignorar un doloroso pinchazo que atravesaba con furia mi cabeza a intervalos más o menos regulares y frecuentes. La nena separaba los labios apetecibles y su lengua inusualmente larga y goteante se acercaba a la mía que la esperaba seca y áspera para beber de ella. Se inclinó y sentí el peso de esos pechos admirados en el tórax. Un peso contundente que me oprimía los pulmones. La lengua, juguetona me lamía las mejillas, la barbilla, el cuello… hasta que acercándose a mi oído emitió con la boca bien abierta un sonido agudo, cada vez más insistente. Traté de decirle que callara o bien silenciarla con mi boca, ambas cosas sin resultado. Bueno, resultados si hubo: empezó a combinar ese sonido con ladridos perrunos histéricos. Sus tetas saltaban sobre mi pecho, duras como pezuñas, clavándose con fuerza en mi estómago y en mis costillas. Joder con la nena y sus saltos, van a despertarme pensé. Y lo hicieron para mi desolación a un mundo de sonidos caóticos. Mi perro ladraba histérico y me babeaba la cara. Una alarma antiaérea berreante, dolorosa, inundaba la casa. Mi pobre cabeza y hasta mi estómago daban fe de ello. Me levanté de la cama como pude empujando al cabrón del perro, que en un alarde de entusiasmo al ver conseguido su objetivo de arrancarme del sueño se desgañitaba junto a mi oído.
Me quedé de pie, balanceándome inestable. Una vez en esa posición mi vejiga decidió despertarse también, exigiendo además que la condujera al lugar más próximo donde aliviarse. Traté de correr para encontrarme inmediatamente en el suelo. Una bala canina me había golpeado en las piernas, las dos, sí, en cuanto me puse en movimiento. Desde el suelo escuché sus uñas en el pasillo, los ladridos convertidos ya en aullidos que acompañaban alegremente al agudo sonido que reconocí como el timbre de la puerta. Con la vejiga y la cabeza a punto de estallar, el corazón de camino a mi boca con el contenido de mi estómago haciéndole compañía, gateé hasta la cómoda donde me sujete para recuperar una vacilante verticalidad.
Mi cerebro torturado decidió que debía hacer callar al perro y al timbre. Actúo en consecuencia arrastrando mis pies descalzos tras él. El suelo del pasillo se convirtió en una amenaza ondulante. Tuve la sensación de que si no me andaba con ojo pronto se levantaría para golpearme en la cara. Extendí ambos brazos como un equilibrista de circo y apoyé las manos en la pared, sintiendo como una tortura el áspero gotelé de piso viejo, arañándolas.
−Joder, Bepo −dije− ¡Calla ya!

Mi voz me asustó. Tenía a Sabina en la garganta después de cantar eso de las quinientas noches…quinientas veces seguidas.
Los timbrazos seguían insistiendo para cuando llegué a la puerta. Alcancé a Bepo con una patada en el lomo que le hizo ir a esconderse en un rincón y a mirarme con mala leche. Ya me ocuparía de él más tarde, lo primero era lo primero.
Abrí la puerta, más bien me sostuve en ella y di dos pasos hacia atrás antes de levantar la vista y quedarme boquiabierto, horrorizado, espeluznado.

Un tío en pantalón corto, con el pelo negro disparado en todas las direcciones, sin afeitar, amarillo y con los ojos rojos abiertos de par en par, hasta el punto de parecer que iban a caérsele de la cara me miraba desde el otro lado del umbral. Le enmarcaba una luz remota, espectral que de ningún modo correspondía a mi siempre oscuro rellano. Una voz cavernosa pareció salir de un punto indeterminado, que no de la boca del hombre que permanecía inmóvil y abierta.
−Oíga, amigo…

En ese momento me di cuenta de que algo iba mal, muy mal. La voz que correspondía con el tipo no podía ser la que había escuchado, no. Debería ser la de Sabina, pues el tipo era… era… Yo. El hombre pareció saltar hacia delante. No caminar. Saltar hacia mí. ¡Yo mismo me abalanzaba contra mí!

Asustado como nunca en mi vida cerré la puerta de golpe. Al portazo le siguió un espectacular sonido de cristales rotos y gritos. Muchos gritos.
−¡Hijo p…! ¡Será cabrón el tío! ¡Me cago en sus muertos! Mira que joder el espejo con la puerta. ¿Estás loco? Pa’haberme matao. Abre, cabrón, que te mato.

Mierda ¿Qué día era hoy? ¿Lunes? Joder, pensé, sintiendo una humedad caliente extendiéndose por mi entrepierna. El espejo de cuerpo entero que había encargado para el baño…

2 comentarios:

  1. Hasta el final mantienes el suspense, y con maestría logras un equilibrio inverosímil, de auténtica profesional cuando nos golpeas doblemente: al despertar del sueño y en la puerta. El mismísimo Sabina debería dedicarte una canción con esa voz que aludes para felicitarte, previa lectura. Lo hago yo con la silenciosa voz de mi garganta tecleando deprisa, enhorabuena. Y qué casualidad que sean lindos canes los que coprotagonicen nuestras entradas. Excelente relato, nos vemos en el pipi-can, tú con Bepo, yo con Baxter.
    Un emocionado saludo.
    Ginés

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  2. Me encantaría que Sabina me felicitara, señal de que algo mío ha llegado más allá de este blog pero estimo más tu felicitación silenciosa. Eso de auténtica profesional me ha llegado a mi almita insegura de escritora.

    Será que Baxter y Bepo tenían cosas que contarse. O ganas de que los sacaran a hacer pipí.

    Un beso.

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