viernes, 16 de marzo de 2012

La charca

     “Vena de agua: corrientes de agua subterránea que alteran la cantidad de energía telúrica emitida en la vertical de su curso, en función de su mayor conductividad eléctrica. El problema no es el líquido en sí, sino las emisiones electromagnéticas generadas por el movimiento.”

     Fue mi bisabuela Lola quien me lo dijo. A mi madre no le hizo ni pizca de gracia.  Pronto cumpliría doce años y aquella reunión en agosto, sería la última a la que acudimos todos los miembros de la familia. Me hizo poner un vestido blanco comprado al principio de verano. Un diseño infantil, con lazos a la cintura, botoncitos en la espalda y mangas de farol que fue una tortura desde el primer momento.  Me quedaba estrecho en el pecho, las mangas se me clavaban en los brazos, y me había valido la primera regañina de mamá, irritada, porque mi cuerpo moreno y firme, ya casi de mujer, no encajaba en el vestido que resaltaba casi dolorosamente el desarrollo de mis pechos.
     Yo estaba enfadada. Odiaba aquel vestido, los zapatos con hebillas, los calcetines cortos, el lazo blanco para mi pelo, rebelde y oscuro que mi madre, armada con un cepillo, estaba peinando tan estirado que tenía la sensación de que se me iba a romper la piel.
     ─Estate quieta, Mariló, que al final cobrarás.
     ─Me haces daño dije.
     El golpe del cepillo llegó sin avisar, pegándome en los dedos, en la cara.
     Papa que contemplaba la escena con las llaves del coche ya en la mano, nos miró a través del espejo del baño, apretando mucho los labios.
     ─Mírala, no tengo forma de que parezca… una niña aseada. Dentro de un rato seguro que va hecha una salvaje. ¡No sé de donde ha salido ésta!
     Mujer, la niña es preciosa, clavada a tu abuela y a tu hermana. Es de la rama morena de tu familia.
     Mamá tenía una belleza frágil y fría. Emitía el débil fulgor de la palidez extrema. Mi padre la besó en el pelo rubio, guiñándome un ojo y le quitó el cepillo de las manos, para peinarme con largas y ordenadas pasadas hasta terminar colocándome él mismo el lazo.
     La casa de mi abuela estaba en las afueras de un pequeño pueblo del interior, vivía con la bisabuela Lola que a mí me parecía viejísima, aunque aún mantenía el cuerpo erguido, se teñía el pelo de un negro escandaloso y vestía casi siempre túnicas rojas o naranjas sobre vaporosos pantalones negros.
     La abuela nos recibió de mal humor. La comida ya estaba servida y nos aguardaba. Recuerdo el ambiente pegajoso del comedor. A mis primos, incluso a Jaime, solo un par de años mayor que yo comportándose con la corrección de adultos, el sudor resbalando por mi espalda, la mirada de mi madre siguiéndome siempre, regañándome cuando trataba de aflojar la presión del vestido estirándolo con las manos, y el roce de los zapatos crecía cada vez que me movía.
    Así que cuando Jaime y yo, salimos de casa de la abuela a los campos que se extendían en la parte de atrás y corrimos a la poza, lo primero que hice fue librarme de los zapatos. Jaime me observaba cuando sentada en el camino, me quité los zapatos cubiertos de polvo y guardaba en ellos los calcetines blancos que habían empezado ya a tomar el tono dorado de la tierra.
     Deberías desnudarte –dijo.
     Solo me mojaré los pies, mama me matará si mancho el vestido.
     No entendí su mirada. Todos los primos nos habíamos bañado en la alberca desde siempre. La mejor hora era ésta, al mediodía, cuando los mayores reposaban ante el café. Felices de perdernos de vista un rato, de dejar de escuchar nuestras charlas incesantes e infantiles.
     Caminé por las piedras que bordeaban la alberca, evitando el verdín resbaladizo, hasta sentarme con el vestido subido hasta la cintura y los pies desnudos en el agua. Envidiando la libertad de Jaime que descalzo y en ropa interior chapoteaba en el agua, jugando a salpicarme. Riéndose de mí y mi forma de proteger mi vestido, hasta que decidió tirarse desde la piedra que sobresalía como un trampolín al centro de la alberca levantando un gran chorro de agua. No tuve tiempo de pensar, ni de evitarlo. Me empapó entera. Una parte de mí disfrutó sin pensar en las consecuencias; el agua fría solo en contraste con el ardor de mi piel bajo el sol del medio día. Me puse de pie de un salto, sacudiendo la cabeza, notando como el cabello se soltaba de su prisión y el lazo resbalaba hasta caer al agua. Una risa surgió de la alberca haciéndome consciente de mi situación.
     ─Eres idiota le dije. Mi madre me va a matar.
     ─Quítatelo y ponlo a secar, no se enterará.
     ─No llego a los botones dije retorciéndome.
     ─Espera Jaime salió del agua.
     Más alto que yo y mucho más moreno se quedó un momento quieto, mirándome calculador. Me acerqué a él y le di la espalda.  Luchó con cada botón, descubriendo mi piel al sol. Fue la primera vez que la sentí; en el roce de sus dedos fríos, las manos que abrían la tela, esforzándose por despegarla de mí. La percibí: Una corriente cálida, salvaje creciendo desde un profundo punto en mi interior, anegando mi estómago, mi pecho, resonando en mis oídos, empañándome los ojos, debilitando mis piernas hasta que las manos de Jaime, su pecho desnudo a mi espalda, se convirtió en el único punto de apoyo en aquel mundo nuevo de sensaciones líquidas y extrañas.
     Así nos sorprendió mi madre. Sus gritos cayeron sobre nosotros, que nos separamos asustados. Nos llevó hasta la casa, a empujones.
     ¡Cochinos, sucios! Los he encontrado medio desnudos. ¡Si no llego a salir! ¡Si no llego a salir!
     Todos, mi padre, la abuela, los tíos nos contemplaban atónitos mientras chorreábamos agua en medio de la sala. Yo miraba al suelo, muerta de vergüenza, intentando huir de las palabras de mi madre, de su desprecio.
     ¡No seas mojigata, niña! La voz regocijada de la bisabuela rompió el aire. Ellos no tienen la culpa de nada. La tienen, eso es todo.
      Abuela… por favor, no les cuentes tus viejas historias.
     ¡Cállate, mujer! A mí me la diagnosticó el hombre que viajaba de pueblo en pueblo contratado para buscar pozos, corrientes de aguas secretas bajo la tierra. Él sabía mucho, de eso y de mujeres. No era mucho mayor que tu hija. Colocó su mano abierta en mi vientre. Sentí como la llamaba y ella crecía. Una vena de agua, caliente, salvaje, murmuró en mi oído antes de despertarla en mí.
    
     Años más tarde, cuando Jaime y yo ya vivíamos juntos, nuestras venas de agua calientes, subterráneas, escondidas, se cruzaban, chocaban, arremolinándose una contra la otra. Y continuaron así, hasta el día de su muerte.

3 comentarios:

  1. Ni por un instante pensé que tu búsqueda de información de "las corrientes de agua" pudiera dar como resultado un texto así; realmente me descubro ante el hallazgo altamente sorprendido.

    Un abrazo.

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  2. Tu vena literaria fluye de nuevo, más cristalina y melódica que ese agu, fuente de vida, de esperanza. Me siento emparentado, tibiamente, con este relato. Aún así, enhorabuena, como lector.
    Brindo por tu manantial literario, pero no con agua, ya sabes por qué.
    Un saludo.

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  3. May, qué belleza de relato. Las famosas venas de agua, han sido transformadas en un verdadero torrente de amor, pasión... dulzura y... sobre todo... en delicioso arte salido de tu pluma.

    Mi más cálida enhorabuena.

    Un fuerte abrazo.

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