martes, 9 de octubre de 2012

Viajar

Ha sido un fin de semana movido, interesante, divertido y sobre ruedas.
Me gusta viajar. Para mí es al final más un estado de ánimo que movimiento, aunque sea propiciado por este. Es predisponerse a la aventura, al conocimiento, a mirar. Pero a mirar de verdad. A los compañeros de viaje, al medio de transporte, al paisaje y al interior de uno mismo. Todo eso sin salir de España y sin viajar más de cuatro horas seguidas ¿Qué más se puede pedir? Diversión, buena compañía y unas chuletas de cordero a la brasa y alguna que otra cosa que me guardo para mí.

El viaje se termina cuando cierras la puerta de tu casa, depositas la maleta y te reencuentras con tu cotidianidad: tus muebles, tu baño, tu habitación y la soledad de tu cama. ¿Pero cuándo empieza? ¿En el momento que coges el tren o el autobús que te aleja de tu casa y tu ciudad? En realidad no. Empieza quizá con una llamada, con una idea, con una frase: "¿Vamos tal finde a comer chuletas?" Por poner un ejemplo. Después de eso, una parte de tus pensamientos siempre está de viaje. Qué llevarás en la maleta; la chaqueta o la cazadora, está camisa negra o la morada, el top o la camiseta, la falda vaquera o la negra, este pantalón a rayas o el otro, las botas seguro ¿Cojo las zapatillas? ¿andaremos mucho? ¿Iré demasiado vestida y al final la gente irá de chandal? Buscas el tiempo que hará y tratas de decidir y casi siempre te llevas más de lo que necesitas y te falta algo, en mi caso evidentemente, las zapatillas. Lo que nunca me falta es un libro, aunque después no lo abra o lo abra poco para perderme en paisajes.

Hay cosas intangibles que también se deslizan en la maleta. Emoción y nervios. Siempre me pongo nerviosa, lo asumo como parte del viaje. Y deseos, siempre deseos. Y quizá algún miedo que acaba desvaneciéndose en los encuentros y los abrazos.

En este último viaje he cenado en un burger king de gasolinera y he comido en un pueblo de alta montaña en la llana Albacete. Me he calentado al sol y al calor de las brasas. He conversado y tomado demasiadas cervezas. He disfrutado de la generosa acogida de un grupo de amigos. He sido la extraña bien recibida. Calidez un poco picante como una buena salsa.

Quizá no sea capaz de decirlo en voz alta o puede que estás cosas nunca se digan de viva voz. Pero en mi papel más de observadora que participante dada las circunstancias me conmovió la sensación de profunda, conocida, vieja y cómoda amistad con que se manejaban entre ellos y como de alguna manera, solo por estar allí me alcanzaba a mí también.

Y aún hay algo más, algo que se produce en estos viajes y que siempre viene por sorpresa, sin que lo espere y sin buscarlo. Un momento de plenitud absoluta, en el que se desvanece cualquier preocupación pasada o futura, de hecho se desvanece el pasado y el futuro. Y solo existe ese único instante. Este vino con el sol calentando el interior del coche, los colores de los árboles, dorados, verdes, castaños, el perfil del terreno, la cinta de la carretera, la música, el silencio, la piel cálida bajo mis dedos, y sentir, simplemente, sentir que estoy viva. Y es real y palpable, aunque tú me preguntes: ¿Qué? Y yo te responda: Nada.

En la literatura se emplea el viaje como metáfora de descubrimientos y cambios interiores. En la vida cada viaje genera descubrimientos. Paisajes y gentes, acentos y gastronomías, pero también partes de ti, escondidas, ocultas que parecen esperar esa desconexión de la rutina para salir y presentarse.


En este viaje he de agradecer la calidez, la generosidad de Luis, Luis (no me repito y cada uno de ellos es él mismo) y Coral, por dejarme un hueco en sus vidas y muy especialmente a ti, Juan Carlos. Gracias por todos los momentos que me regalas.






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