Esa madrugada, a finales de agosto, volvía
John bastante cargado a casa. Las cuatro y media creyó ver en el reloj. Una pérdida
de tiempo, como tantas otras veces. No
había hablado con nadie a parte del camarero y las sucesivas copas que recibían
heladas al principio y cálidas mucho después, los murmullos de su cabeza. La humanidad era una mierda. Los hombres
corriendo en la noche tras divas de plástico y las divas corriendo tras el
plástico de las tarjetas.
Encendió un cigarrillo, el sonido del mechero
y la aspiración larga y profunda resonó en la quietud de la hora. Miró al
cielo, velado por su propio humo. Y la vio. En el tejado del vecino, una sombra
sinuosa se movió levemente. Un par de ojos dorados, iluminados por dentro le
observaron. Le lanzó un gemido, lento, ahogado antes de sentarse, moviendo la
cola despacio, sin dejar de mirarlo.
Odiaba los gatos. Le producían cierto asco y
un miedo que no reconocería ni borracho. . Demasiado salvajes e impredecibles.
Prefería con mucho los perros: obedientes, sumisos, entregados. Los gatos, pensaba, no sabían querer. No te
podías fiar de ellos. Pretendían ir y venir a su antojo. No, no los soportaba.
Conocía a la gata del vecino, más de una vez
lo había visto buscándola por la urbanización, llamándola con ese tono de
gilipollas ansioso: “Berta, Bertita”, haciendo sonar estúpidamente entre sus
manos un bol lleno de bolitas mal olientes. La gata terminaba apareciendo por
cualquier esquina, moviendo el cuerpo delgado y flexible, con lo que parecía
una sonrisa secreta, para frotarse contra las piernas del imbécil hasta que
este la cogía en brazos y Berta hundía su cabecita ávida en el bol que le
ofrecía. La cara del vecino, en esos momentos, era repulsiva, esa mezcla de
alivio y algo parecido al amor que enterraba en el lomo indiferente de la
bestia
Esa escena siempre le recordaba a John a sus
ex. Todas ellas gatas callejeras, pensaba más de una vez. Dispuestas a
refregarse contra cualquiera que las alimentara bien, para darse la vuelta en
cuanto te descuidabas e ir a buscar a otros con la cartera más llena o un rabo
más grande. Putas todas. Como las gatas en celo maullando a la luna.
Como Berta que ahora se deslizaba despacio
por la fachada de la casa, con los ojos dorados, antiguos clavados en los de
John. El pelaje negro, un brillo más oscuro de la noche y la cola en continuo
movimiento, hipnotizándole.
Con un último, elegante salto, se paró en la
acera, justo delante de John. Él, casi sin darse cuenta, empezó a llamarla con
ese sonido bisbiseante, cálido, haciendo escapar el aire entre sus labios.
Cuando la gata empezó a cruzar la calzada sin quitarle los ojos de encima, se
agachó, sintiendo el pulso acelerarse en su garganta, alojarse en las palmas de
sus manos, palpitante y sus dedos
contraerse hasta formar unas garras extendidas, esperando. Casi podía sentir la
piel tibia, la carne flexible en las yemas. La gata se detuvo apenas fuera de
su alcance.
Su bisbiseo se volvió furioso, la sangre le
latía dolorosa, hinchándole las venas de la frente. La gata inclinó la cabeza y
adelanto delicada la nariz, arrugándola como olfateando el olor agrio de la
transpiración que amenazaba con empaparle la camisa. Berta dio un paso
atrás, antes de sentarse sin dejar de
mirarlo. John deseaba, sí, deseaba sentir los frágiles huesecillos del cuello
de la gata. Sabía que podría quebrarlos uno a uno. Como había soñado hacerlo
con sus ex, esas vacas bobas que al final ni siquiera eran lo suficiente buenas
como para levantársela. Ninguna, se decía, había merecido la pena que él les
dedicara tanto esfuerzo, tantas horas de su tiempo perdido en escucharlas,
comerles la oreja, total para terminar en un mal polvo. Todas necesitaban más
de él, querían más de él, devorarlo entero. Y todas pretendían a cambio seguir
con sus pequeñas y mezquinas vidas, con sus falsos amigos, en ese mundo en el
que John no existía ni contaba para nada. Pretendían llevar una vida que él no
podía controlar. Fingían no entenderle cuando todo era tan simple como que el
amor exige renuncias, cuando él solo pedía respeto, como si no supiera que eran
unas mentirosas que a las primeras de cambio si no las vigilaba se irían con
otro que tuviera la cartera más llena o las camelara mejor.
Berta le observó,
curiosa. Parecía sonreír, burlándose de
sus pensamientos. John no pudo aguantar más, ahí estaba, provocándole,
sintiéndose segura, como si él, su odio no valieran nada, no fueran nada. Se
impulso hacía delante con las manos extendidas. Su cuerpo torpe, embotado por
el alcohol o los años o desgastado por la vida misma cayó contra la acera
rugosa, dura, los dedos cerrándose en el vacío, atrapando puñados de aire. La
cabeza golpeando el filo agudo de algo invisible, que rompe una ceja con un
dolor blando, algodonoso, amortiguado por las copas de la noche. La gata le
lanzó una última mirada, desdeñosa antes de perderse en la oscuridad, tras el
rastro tentador de la pequeña presa que le hizo dejar el tejado. Ignorando el
cuerpo del hombre, tendido sobre el suelo, humedeciéndose de rocío y sangre hasta el
amanecer. Solo
No sé si era tu intención, pero este relato si lo encuadraría en la línea de Poe. Un Aplauso para ti y unas lágrimas para ese desdichado que no supo elegir bien ni siquiera su muerte.
ResponderEliminarUn abrazo May.
No, no era mi intención, salió así. No creo que el personaje valorara tus lágrimas, pero yo sí y te las agradezco.
EliminarUn beso y gracias.
Me gusta.
ResponderEliminarQue se joda el desgraciado.
Gracias, tam. Yo le tengo cariño al personaje. Quizá solo son cosas de la vida.
EliminarUn beso, espero que estés feliz.
Tambien como Simplicísimus veo un rasguño de Poe, y esa vaharada de que el destino nos alcanza, se escribe sobre nuestra existencia en una lucha tan blanda y algodonosa como ese dolor último contra la acera rugosa. Metáforas atadas o evaporadas con el humo del cigarro.
ResponderEliminarChapeau!.
Más que Poe, hay una oscura veta en mi interior que a veces no puedo controlar.
EliminarLas aceras son muy malas y si bebes no te tires a ellas.
Un beso y a ver para cuando una cerve.
Pensé que además de borracho, llegaría a casa con unos cuantos arañazos felino-femeninos, y recibiría unos toques extra por ello; dados con el rodillo de amasar, como se acostumbra....
ResponderEliminar¿Eso no es una viñeta de Mingote?
ResponderEliminarEn este caso igual hubiera agradecido el rodillo. Gracias por pasarte por aquí.