No la entiendo. No la entendí cuando la
vi la primera vez. Eran más que seguro, las cuatro de la mañana. La mujer
menuda, delgada y casi hombruna andaba despacio por la calle. Era noche cerrada
y hacía un frío tremendo. No había motivo alguno para salir a la calle si no
era por obligación, o eso es lo que yo pensaba tiritando de frío y muerto de
sueño cuando me dirigía a la panadería, que llevábamos Ana mi mujer, y yo. La
vida es dura, durísima, con tanto madrugón diario para que salga el pan a su
hora.
La mujer se agachó y dejó algo en el
suelo, un poco más allá de la farola que
iluminaba la calle. Después se retiró, se apoyó contra una pared lateral del Horno
y esperó. Cuando me acerqué hasta la persiana metálica para abrirla, como todos
los días excepto los domingos, gracias a Dios, me estremecí. La mujer
bisbiseaba por lo bajo. Me pregunté si estaría loca y me apresuré a meter la
llave y subir la persiana. Entré en el Horno y la miré desde mi posición de
seguridad tras las puertas de cristal.
Un gato se acercó. Observando con
atención descubrí que ese algo que había dejado en el suelo era una bolsa
blanca, y deduje por la actitud del gato que debía contener comida. Cabezas de
pescado o raspas, pensé. A este primer gato le siguió otro y otro hasta
reunirse en torno a la bolsa siete u ocho formas oscuras, no estoy seguro. Sus
cuerpos, sus patas y colas se mezclaban unas con otras justo en el borde del
círculo amarillento e irregular, que la luz de la farola más próxima lanzaba al
suelo. Aquel primer día la mujer
continúo largo tiempo sin moverse. Yo entré en la parte trasera del horno y me
dediqué a mi trabajo. De vez en cuando pensaba en ella, e incluso me asomaba
entre hornada y hornada de panes, bollería y rosquilletas, a la puerta y ella
seguía allí, bien arrebujada en su abrigo, un bulto oscuro apretado a la pared.
Hasta que una de las veces, mientras trajinaba sacando el pan y colocándolo en
las estanterías de la panadería, al mirar hacia fuera, ella ya no estaba.
A partir de ese primer día no faltó
nunca. Ahí estaba cada madrugada y cada vez me parecía más inquietante, más
extraño. Los gatos fueron multiplicándose. Decenas de sombras se deslizaban por
las aceras, entre los coches, por los jardines. Algunos parecían acompañarme
desde mi casa, a pocos minutos a pie de mi comercio. De verdad que me producía
escalofríos abrir la puerta de casa y encontrarme con semejante procesión de
cuerpos sigilosos y ligeros, avanzando hasta la puerta de mi comercio.
Estaba tan desasosegado que lo comenté
con mi mujer de tal manera, que decidió acompañarme una madrugada al Horno, lo
que para Ana significaba incorporarse a su trabajo, que era el de atender a los
clientes, un par de horas antes de lo habitual.
Coincidió conmigo en que daba “miedito”
caminar entre tantos gatos pero que, sin embargo, la figura de la mujer le
resultaba conocida. Esperó, haciendo tiempo ante los cristales a que aclarara
el día. En efecto, sabía quién era. La mujer “Marga” o algo así, trabajaba
limpiando varias casas de la zona. Entre estas, la de una amiga suya. Me ha
contado —Me dijo— que es un poco rara, apenas habla y lo único que sabe de ella
por su propia boca es que vive con sus padres ya mayores y eso porque la madre
la llama mucho al trabajo para hacerle encargos sin importancia o preguntar a qué
hora volverá a casa. Mi amiga dice que
le da un poco de pena porque una vez se le escapó: “qué no se había marchado
cuando tuvo oportunidad” y tenía la sensación de no haber vivido. Lo de rara ya
se echaba de ver, desde luego. Pero mira —continúo mi mujer— también me ha
dicho que es muy apañá. Pero esto que está haciendo ahora…Me acerqué a mi mujer
advertido por su tono de voz, y observamos asombrados como se abría paso entre
los gatos, para recuperar hasta el más mínimo trozo de la bolsa blanca en que
traía la comida que les daba y que por supuesto, los gatos habían destrozado en
su afán de devorar todo su contenido. Estaba seguro de que habría terminado con
las manos hechas trizas de no ser por los gruesos guantes como de jardinero que,
me percaté por primera vez, llevaba puestos. Pocos minutos después, cuando el
solo iluminaba ya bien la mañana, la acera estaba limpia, la tal Marga o algo
así, había desaparecido y solo tres o cuatro gatos olfateaban la zona.
De momento me tranquilicé. Loca, pero
inofensiva, pensé. Incluso llegué a habituarme a caminar entre gatos cuando
llegaba medio dormido a realizar mi trabajo. Hasta que uno de los gatos saltó
sobre mí una madrugada, cuando estaba inclinado para levantar la persiana del
horno, en su prisa por llegar hasta la bolsa de plástico de la mujer y me dio
un susto de muerte. Ese día por primera
vez en años, el pan me salió ácido, los cruasanes salados y las rosquilletas se
quemaron. Así que decidí, ya más que harto, tomar el toro por los cuernos y
enfrentarme a la mujer. O por lo menos pedirle que trasladara el punto de
alimentación, que ya estaba bien de que mi Horno fuera el lugar más conocido todos
los mininos de la ciudad.
Me levanté al día siguiente con la
intención de tener el enfrentamiento tan pronto llegara, pero había tal
cantidad de cuerpos sinuosos alrededor de la mujer, tal cantidad de maullidos
ronroneantes y sobre todo, en cuanto di el primer paso hacia ella, tal cantidad
de ojos brillantes fijos en mí, que retrocedí, entré en el horno y esperé a que
amaneciera antes de hablar con ella. Total, no se iba de unos minutos y tampoco
era cosa de asustarla apareciendo en la noche.
Con las primeras luces sabiendo que no
podía retrasarlo más, cogí aire y dejando la puerta de la panadería
entreabierta a mi espalda, salí a la calle justo en el momento en que la mujer
se lanzaba a recuperar pedacitos blancos de bolsa, en medio de aquella marabunta
gatuna, sin darse cuenta de mi presencia. Di unos pasos en su dirección,
colándome en el borde de aquel mar de cabezas triangulares y colas hasta poder
divisarla bien. Me paré en seco. La mujer parecía sostener una pelea con un
enorme gato atigrado, al que tenía sujeto por el cuello e intentaba apartar a
otro con la mano libre, mientras echaba frecuentes ojeadas al cielo cada vez
más claro con lo que me pareció cierta desesperación. Ella no había notado mi
presencia todavía cuando el gato le dio un zarpazo traicionero a la cara que
hizo que lo soltará con una exclamación. El animal corrió tan deprisa que vino
a darse justo en mis piernas, dejando caer de su boca algo que me hizo gritar. El
gato atigrado maullaba arqueado a mis pies y sin pensar le atiné con una patada
que lo lanzó al medio del grupo. Ahí, rozándome el zapato una uña amarillenta
remataba un dedo, carnoso, arrugado. La mujer levantó la cabeza sobresaltada. Y
yo tuve que contenerme para no acabar vomitando. La zarpa del gato había
alcanzado el ojo de la mujer, rasgándolo. Una película de sangre velaba el
párpado descendiendo por la mejilla. El único ojo que mantenía abierto resplandeció
un momento para terminar mirándome con algo parecido a la resignación. Lo cerró
y se dejó caer en medio de aquellos bichos. Un movimiento me alertó, otro gato,
este negro se acercaba sigiloso a la… “cosa” que estaba ante mí. Supe que tenía
que hacer, muy a mi pesar. Me agaché lo justo para recogerlo y retrocedí hasta la
puerta del Horno. Con el teléfono en la mano y el dedo oculto por unas
servilletas me asomé a la ventana. Creí que la mujer había huido pero mientras
trataba de contar, reprimiendo las arcadas, al policía que atendía mi llamada lo que había
presenciado la vi debatiéndose entre la multitud de animales que parecían
reclamarle más alimento y esta vez no precisamente de carne muerta. Después de
lo que me pareció una eternidad, incapaz de poner un pie fuera de la panadería,
la calle se lleno del sonido de sirenas que dispersaron a los gatos. Estos dejaron
tras sí una escena que no olvidaré mientras viva.
Días más tarde, un cliente habitual trajo
al Horno un recorte de periódico.
Se recupera la supuesta parricida atacada por gatos
La mujer atacada por gatos en una
población costera, cercana a Valencia se recupera con normalidad, según médicos
del Hospital General, donde fue trasladada por el servicio de urgencias, con graves
lesiones en el rostro, cuello y manos
ocasionadas por estos animales. Los hechos tuvieron lugar a primera hora de la
mañana del viernes, 17 de mayo, cuando la policía fue alertada por un vecino de
la zona que denunció el hallazgo de un dedo humano, entre los restos de la
comida que al parecer Margarita G. H.
repartía cada madrugada entre los gatos de la localidad. La policía se presentó
en el domicilio de la aludida después de comprobar el macabro hallazgo del dedo
humano, encontrando en el refrigerador de la misma hasta un total de 22 bolsas
blancas con restos humanos. Estos serían al parecer, de los padres de la mujer,
con los que convivía. Algunos conocidos de la mujer aseguran a nuestro
periódico que eran mayores dependientes y que la supuesta parricida dijo más de
una vez que se sentía “agotada” de tener que cuidar ella sola de ambos
ancianos.
A mí me ha creado una inquietud creciente, al mismo ritmo que aumentaba mi curiosidad.
ResponderEliminarMe ha gustado.
Gracias, Gaby. Y gracias por leerme. ¿Cambio de imagen?
ResponderEliminarUn beso