jueves, 23 de mayo de 2013

Los gatos


No la entiendo. No la entendí cuando la vi la primera vez. Eran más que seguro, las cuatro de la mañana. La mujer menuda, delgada y casi hombruna andaba despacio por la calle. Era noche cerrada y hacía un frío tremendo. No había motivo alguno para salir a la calle si no era por obligación, o eso es lo que yo pensaba tiritando de frío y muerto de sueño cuando me dirigía a la panadería, que llevábamos Ana mi mujer, y yo. La vida es dura, durísima, con tanto madrugón diario para que salga el pan a su hora.

La mujer se agachó y dejó algo en el suelo,  un poco más allá de la farola que iluminaba la calle. Después se retiró, se apoyó contra una pared lateral del Horno y esperó. Cuando me acerqué hasta la persiana metálica para abrirla, como todos los días excepto los domingos, gracias a Dios, me estremecí. La mujer bisbiseaba por lo bajo. Me pregunté si estaría loca y me apresuré a meter la llave y subir la persiana. Entré en el Horno y la miré desde mi posición de seguridad tras las puertas de cristal.
Un gato se acercó. Observando con atención descubrí que ese algo que había dejado en el suelo era una bolsa blanca, y deduje por la actitud del gato que debía contener comida. Cabezas de pescado o raspas, pensé. A este primer gato le siguió otro y otro hasta reunirse en torno a la bolsa siete u ocho formas oscuras, no estoy seguro. Sus cuerpos, sus patas y colas se mezclaban unas con otras justo en el borde del círculo amarillento e irregular, que la luz de la farola más próxima lanzaba al suelo.  Aquel primer día la mujer continúo largo tiempo sin moverse. Yo entré en la parte trasera del horno y me dediqué a mi trabajo. De vez en cuando pensaba en ella, e incluso me asomaba entre hornada y hornada de panes, bollería y rosquilletas, a la puerta y ella seguía allí, bien arrebujada en su abrigo, un bulto oscuro apretado a la pared. Hasta que una de las veces, mientras trajinaba sacando el pan y colocándolo en las estanterías de la panadería, al mirar hacia fuera, ella ya no estaba.

A partir de ese primer día no faltó nunca. Ahí estaba cada madrugada y cada vez me parecía más inquietante, más extraño. Los gatos fueron multiplicándose. Decenas de sombras se deslizaban por las aceras, entre los coches, por los jardines. Algunos parecían acompañarme desde mi casa, a pocos minutos a pie de mi comercio. De verdad que me producía escalofríos abrir la puerta de casa y encontrarme con semejante procesión de cuerpos sigilosos y ligeros, avanzando hasta la puerta de mi comercio.

Estaba tan desasosegado que lo comenté con mi mujer de tal manera, que decidió acompañarme una madrugada al Horno, lo que para Ana significaba incorporarse a su trabajo, que era el de atender a los clientes, un par de horas antes de lo habitual.

Coincidió conmigo en que daba “miedito” caminar entre tantos gatos pero que, sin embargo, la figura de la mujer le resultaba conocida. Esperó, haciendo tiempo ante los cristales a que aclarara el día. En efecto, sabía quién era. La mujer “Marga” o algo así, trabajaba limpiando varias casas de la zona. Entre estas, la de una amiga suya. Me ha contado —Me dijo— que es un poco rara, apenas habla y lo único que sabe de ella por su propia boca es que vive con sus padres ya mayores y eso porque la madre la llama mucho al trabajo para hacerle encargos sin importancia o preguntar a qué hora volverá a casa.  Mi amiga dice que le da un poco de pena porque una vez se le escapó: “qué no se había marchado cuando tuvo oportunidad” y tenía la sensación de no haber vivido. Lo de rara ya se echaba de ver, desde luego. Pero mira —continúo mi mujer— también me ha dicho que es muy apañá. Pero esto que está haciendo ahora…Me acerqué a mi mujer advertido por su tono de voz, y observamos asombrados como se abría paso entre los gatos, para recuperar hasta el más mínimo trozo de la bolsa blanca en que traía la comida que les daba y que por supuesto, los gatos habían destrozado en su afán de devorar todo su contenido. Estaba seguro de que habría terminado con las manos hechas trizas de no ser por los gruesos guantes como de jardinero que, me percaté por primera vez, llevaba puestos. Pocos minutos después, cuando el solo iluminaba ya bien la mañana, la acera estaba limpia, la tal Marga o algo así, había desaparecido y solo tres o cuatro gatos olfateaban la zona.

De momento me tranquilicé. Loca, pero inofensiva, pensé. Incluso llegué a habituarme a caminar entre gatos cuando llegaba medio dormido a realizar mi trabajo. Hasta que uno de los gatos saltó sobre mí una madrugada, cuando estaba inclinado para levantar la persiana del horno, en su prisa por llegar hasta la bolsa de plástico de la mujer y me dio un susto de muerte.  Ese día por primera vez en años, el pan me salió ácido, los cruasanes salados y las rosquilletas se quemaron. Así que decidí, ya más que harto, tomar el toro por los cuernos y enfrentarme a la mujer. O por lo menos pedirle que trasladara el punto de alimentación, que ya estaba bien de que mi Horno fuera el lugar más conocido todos los mininos de la ciudad.

Me levanté al día siguiente con la intención de tener el enfrentamiento tan pronto llegara, pero había tal cantidad de cuerpos sinuosos alrededor de la mujer, tal cantidad de maullidos ronroneantes y sobre todo, en cuanto di el primer paso hacia ella, tal cantidad de ojos brillantes fijos en mí, que retrocedí, entré en el horno y esperé a que amaneciera antes de hablar con ella. Total, no se iba de unos minutos y tampoco era cosa de asustarla apareciendo en la noche.

Con las primeras luces sabiendo que no podía retrasarlo más, cogí aire y dejando la puerta de la panadería entreabierta a mi espalda, salí a la calle justo en el momento en que la mujer se lanzaba a recuperar pedacitos blancos de bolsa, en medio de aquella marabunta gatuna, sin darse cuenta de mi presencia. Di unos pasos en su dirección, colándome en el borde de aquel mar de cabezas triangulares y colas hasta poder divisarla bien. Me paré en seco. La mujer parecía sostener una pelea con un enorme gato atigrado, al que tenía sujeto por el cuello e intentaba apartar a otro con la mano libre, mientras echaba frecuentes ojeadas al cielo cada vez más claro con lo que me pareció cierta desesperación. Ella no había notado mi presencia todavía cuando el gato le dio un zarpazo traicionero a la cara que hizo que lo soltará con una exclamación. El animal corrió tan deprisa que vino a darse justo en mis piernas, dejando caer de su boca algo que me hizo gritar. El gato atigrado maullaba arqueado a mis pies y sin pensar le atiné con una patada que lo lanzó al medio del grupo. Ahí, rozándome el zapato una uña amarillenta remataba un dedo, carnoso, arrugado. La mujer levantó la cabeza sobresaltada. Y yo tuve que contenerme para no acabar vomitando. La zarpa del gato había alcanzado el ojo de la mujer, rasgándolo. Una película de sangre velaba el párpado descendiendo por la mejilla. El único ojo que mantenía abierto resplandeció un momento para terminar mirándome con algo parecido a la resignación. Lo cerró y se dejó caer en medio de aquellos bichos. Un movimiento me alertó, otro gato, este negro se acercaba sigiloso a la… “cosa” que estaba ante mí. Supe que tenía que hacer, muy a mi pesar. Me agaché lo justo para recogerlo y retrocedí hasta la puerta del Horno. Con el teléfono en la mano y el dedo oculto por unas servilletas me asomé a la ventana. Creí que la mujer había huido pero mientras trataba de contar, reprimiendo las arcadas,  al policía que atendía mi llamada lo que había presenciado la vi debatiéndose entre la multitud de animales que parecían reclamarle más alimento y esta vez no precisamente de carne muerta. Después de lo que me pareció una eternidad, incapaz de poner un pie fuera de la panadería, la calle se lleno del sonido de sirenas que dispersaron a los gatos. Estos dejaron tras sí una escena que no olvidaré mientras viva.
Días más tarde, un cliente habitual trajo al Horno un recorte de periódico.

el país


Se recupera la supuesta parricida atacada por gatos
La mujer atacada por gatos en una población costera, cercana a Valencia se recupera con normalidad, según médicos del Hospital General, donde fue trasladada por el servicio de urgencias, con graves lesiones en el rostro, cuello y  manos ocasionadas por estos animales. Los hechos tuvieron lugar a primera hora de la mañana del viernes, 17 de mayo, cuando la policía fue alertada por un vecino de la zona que denunció el hallazgo de un dedo humano, entre los restos de la comida que al parecer  Margarita G. H. repartía cada madrugada entre los gatos de la localidad. La policía se presentó en el domicilio de la aludida después de comprobar el macabro hallazgo del dedo humano, encontrando en el refrigerador de la misma hasta un total de 22 bolsas blancas con restos humanos. Estos serían al parecer, de los padres de la mujer, con los que convivía. Algunos conocidos de la mujer aseguran a nuestro periódico que eran mayores dependientes y que la supuesta parricida dijo más de una vez que se sentía “agotada” de tener que cuidar ella sola de ambos ancianos.

2 comentarios:

  1. A mí me ha creado una inquietud creciente, al mismo ritmo que aumentaba mi curiosidad.
    Me ha gustado.

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  2. Gracias, Gaby. Y gracias por leerme. ¿Cambio de imagen?
    Un beso

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