Desayuno frente al teclado, café y cruasán, esté último
cortesía de Ana y pienso en el contraste con el fin de semana pasado. Hoy
escucho los pájaros y por la ventana adivino el amanecer en el mar comiéndose
el gris azulado. El rosa y el dorado se esconden detrás del edificio que diviso
desde aquí. Hará calor, como ayer, como antes de ayer muy diferente al fresco y
lluvioso sábado que viví la semana pasada en Sigüenza.
Solo había estado unas horas el año pasado, de aquella
visita me llevé el recuerdo de unas increíbles patatas fritas, de la
majestuosidad, la oscuridad y la luz, el peso del tiempo en la catedral de
Sigüenza, de ese mismo tiempo (otro tiempo: pasado, lento, desconocido, misterioso, melancólico)
que nos acompañó en el paseo por sus calles antiguas necesariamente breve, con
casas hechas de piedra, solitarias, expuestas al sol, de la figura del Doncel
que, confieso mi ignorancia, nunca había escuchado y mi deseo de volver con más tiempo (este el
actual, escaso, veloz, cargado de ansiedades) a perderme en aquellas calles
medievales.
Con lo que no contaba al volver fue enamorarme de los
campos, de la tierra que esta primavera lluviosa y fría ha forrado de distintos
verdes intensos que han reconfortado mi alma siempre ansiosa y mediterránea. Me
enamoré de las amapolas, de la lavanda, de las flores amarillas y blancas de la
manzanilla. Me enamoré del cielo, de los cambios, de la lluvia de la mañana y
del sol de la tarde, de los pueblos: Palazuelo amurallado, Carabias con su
iglesia románica, envueltos ambos en un silencio intenso y pacífico, Atienza al caer la noche con ese frío sombrío
que me arrastraba a otras épocas lejos de la tarde de junio en la que estábamos.
A la sombra de su castillo, de la iglesia dominando la plaza porticada, bar,
café con leche calentito y la pregunta obligada: ¿siempre hace este frío en
junio? No, no siempre lo hace lo que me permite creer que ha sido un regalo
especial para mí. Carretera, salinas, campos, paz, dulzor y noche.
El punto central de nuestro viaje ha sido Sigüenza, claro.
Volvimos a visitar la catedral y escuché los cantos que formaban parte de un
acto religioso, la misa, que no quisimos invadir como turistas que éramos; un cartel grande avisa que aquellos que no
vayan en busca de alimento religioso para el alma no pasen. Sin embargo ofrece
otros alimentos a los ojos, al corazón, a la piel. El estremecimiento de los
ecos del pasado que a poco abierto que se esté nos conmueve y sí, también
alimenta esa alma perdida nuestra o mejor, mía.
Después un paseo por una ciudad concurrida y moderna, con
tanto tráfico que me descolocó. Viaje de ida y vuelta del pasado al presente
para encontrar aquí y allá las iglesias de San Vicente, Santa María, la de
Santiago; el convento de las Ursulinas, la ermita de san Roque, , el museo
Diocesano, la casa del Doncel, la Alameda, la plaza mayor con sus arcadas y su
pequeño mercado y el espectacular castillo parador donde tomamos un café para
poder adentrarnos en él y palpar de primera mano el ambiente re-creado de
enormes salas, techos altísimos, el patio con el pozo y ese cartel a su lado
que despertó mi imaginación advirtiendo que desde allí antes se podía bajar a
las supuestas mazmorras que dormían bajo nuestros pies…
Una sobredosis de historia en vena de la que reposábamos en
La Posta Real, con la amabilísima Lidia siempre al pie del cañón, contestando
a mis preguntas, contándonos un poco más de la historia, comunicándonos las
actividades que podríamos realizar durante el fin de semana, hablándonos de
castillos y fantasmas como La Manuela en el Castillo de la Riba, que me perdí
porque un fin de semana no da para tanto. Nuestra habitación era cómoda y
calentita. Parece raro, a mí me parece raro valorar el calor en junio, pero se
agradecía enormemente la ducha calentita, la presión perfecta, la manta de la
cama, de la firmeza del colchón y de… vale, de eso que no cuento. Y como cenamos en la habitación previo paso
por un Día, de la mesa junto a la ventana (hay que ajustar los gastos, siempre).
Me llevo conmigo los desayunos del
sábado y domingo con Lidia. Para mí es un momento importante ese primer café
mañanero y acompañarlo con buena conversación es una delicia. Es curioso como a
veces encuentras a personas con las que te cuesta muy poco abrirte. Tienes la
sensación de que con un poco más de tiempo, en otras circunstancias podrían
convertirse en verdaderos amigos. Esa es la impresión que me lleve con Lidia.
Desde aquí y si me leyera un recuerdo. Es de esas personas valientes que un día
abandonó la vida de locura en la ciudad para irse a vivir a otro tiempo, a otro
ritmo. Con palabras de ella misma: en un lugar donde el tiempo cunde más. Donde se vive más próximo del vecino y un
paseo acaba convirtiéndose en reuniones improvisadas de amigos delante de una
cervecita.
No se me puede olvidar, ya en la vuelta la visita el
castillo de Pelegrina. Aparcamos muy arriba, después de cruzar el pueblecito
silencioso y pacífico. Caminamos por un sendero cuesta arriba para descubrir las vistas desde el cerro donde se alza lo que
queda del castillo. Impresiona siempre alargar la mano y acariciar (yo es que
soy muy de tocar) las piedras que una persona viva e inmersa en su tiempo y que
jamás pensó que en un futuro yo haría ese movimiento, colocó allí. Quién sabe
si lo hizo mientras bromeaba con el compañero, si al contrario le dolían las
muelas o la espalda, si después de colocarla se sentó a comer o a dar un trago
de agua, si lo hacía obligado o era su medio de subsistencia… No sigo que me
lio y ya está quedando tocho esto.
Un último apunte y un propósito: hicimos una breve parada en
el mirador del cañón del Río Dulce (por cierto hay otro que se llama Salado).
Espectacular de verdad y sorprendente. Mi propósito: me encantaría volver con
la ropa y el calzado adecuados para hacer una pequeña excursión.
Dicen que el paisaje es un estado de ánimo. Describir un paisaje, un viaje, no deja de tener subjetivamente la mirada del que lo narra según su prisma. A mi, particularmente, me entran ganas de ir a Sigüenza, de recorrer, de perderme, a condición, supongo, de volver a encontrar mis pasos. Gracias por este paseo virtual, por el rosa y el dorado.
ResponderEliminarSiempre hay que volver. Al menos cuando dejas cosas importantes atrás. Con eso no quiere decir que no te sientas tentado a perderte del todo. Me fascino la paz que respiraban los campos, el ritmo pausado. Puede que sea el que te alcancen ecos de otras épocas, de otras vidas.
ResponderEliminarSi vas y necesitas compañera de viaje... yo quiero repetir, ya lo sabes.