miércoles, 9 de diciembre de 2009

ENCERRADO (ROM HOUBEN)

El aroma a sal y mar entra por la ventana. Intenso, acaba mezclándose con el olor a café, a pan tostado untado con mantequilla, tan caliente que puedo imaginar como se funde dorada y líquida en él. Escucho con los párpados entrecerrados los sonidos que provienen de la cocina. El agua del grifo cayendo sobre platos y vasos, golpeando las paredes metálicas del fregadero; el tintineo de una cucharilla en una taza. Por un momento creo que podré levantarme, caminar hasta la cocina y sentarme a la mesa. En mis sueños, cuando al fin consigo dormir de verdad, siempre soy capaz de hacerlo. Es tan sencillo: solo tengo que sentarme en la cama, apoyar los pies en el suelo, alzar mi cuerpo y caminar. Un paso tras otro y encontraré a mi madre trasteando en la cocina, mi padre sentado en la mesa tomando ese café y a mi hermana a punto de salir, vestida y mordisqueando una tostada. Me acercaré a mamá para darle un beso de buenos días y robarle ese trozo de pan que acaba de saltar de la tostadora. Ella bromeará sobre mí, siempre hambriento; en constante movimiento, movimiento, movimiento. Quisiera no despertar nunca. Continuar soñando para siempre. La impotencia se convierte en un grito. Atraviesa mi cerebro resonando silencioso en el interior de esta prisión en la que se ha convertido mi cuerpo.
Los pasos de mi madre, en zapatillas, ligeros y suaves caminando de puntillas para no despertar a nadie, se acercan. Ordeno a los músculos de mi cuello, a los de mi boca y mis ojos que hagan un movimiento. Intentó levantar la cabeza, girarla… intento… intento… solo consigo levantar un poco más los párpados, aún pesados por el sueño, ladear un poco la cara. Así puedo ver sus pies en el umbral, su cuerpo quieto y atento, como si quisiera escucharme a través de él, a penas puedo ver su cara, ahora sin la expresión que exhibe siempre para mí, animosa, sonriente. En este momento, cuando aún no sabe si estoy despierto (¿Lo estoy? ¿Ella cree de verdad que alguna vez lo estoy o finge creerlo?) intuyo sus ojos hundidos, la sombra bajo ellos, las arrugas que durante estos años han aparecido, aprisionándolos en su búsqueda constante de algún signo en mi cuerpo y mi cara que le confirme, una y otra vez, que no está equivocada, que estoy aquí y sigo existiendo.
Se acerca a mí y su boca se curva en una amplía y triste sonrisa cuando toma mi rostro entre sus manos. Me besa en la frente y en las mejillas. ¡Mamá! Deseo abrazarla con todas las células de mis pensamientos. Descansar mi cabeza en su pecho, encerrarla entre mis brazos ¡Mamá! La necesidad recorre cada parte de mí y crea un ligero movimiento. Noto como los dedos del pie tensan la colcha. Lo siento en la lejanía de mi conciencia, como si pertenecieran a un ser extraño, con una voluntad ajena a la mía. Un gigante dormido al que trato de empujar con todas mis fuerzas. Mamá se sobresalta, ¿Habrá notado el leve cambio en los pies del gigante? ¿Quizá en la colcha o en mí?. Me observa atenta, lo sé y me esfuerzo de nuevo. Ahí está, lo he vuelto a conseguirlo. Empujo un poco más la carne extraña que rodea mi pie, mi cuerpo. Mama grita y se precipita al teléfono.

―Sí, lo ha hecho… lo he visto… ha movido… Ya, pero estoy segura que… Cuando le he mirado lo ha repetido, dos veces seguidas ha… ¿Movimientos reflejos? Puede ser pero yo estoy convencida que… Esta bien, adiós, doctor.

Mamá vuelve a mí, me acaricia el pelo, los brazos, las manos…
―Hijo, Rom, sé que estás ahí ―me susurra―Mírame, inténtalo…
Siento la intensidad de su deseo empujando mi voluntad. Consigo, conseguimos que levante los párpados hasta que mis pupilas se encuentran con las suyas. Los ojos de mi madre se deshacen en lágrimas que yo, incapaz de llorar, hago mías cuando ella, muy bajito, me dice:
―Yo sé que me escuchas y que me entiendes. Sé que estás ahí ¿Me oyes? Lo sé. Lo conseguiremos, tú y yo. Encontraremos la forma de sacarte de ahí.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Infancia

La infancia es uno de esos lugares a los que cuesta volver por mucho que lo deseemos. Los recuerdos se esfuman cuando tratamos de retenerlos. Son espejismos de bordes temblorosos. Se ha ido y lo máximo que podemos esperar es imágenes aisladas y distorsionadas ¿O no? A veces un signo externo nos trae a la memoria un recuerdo intacto, rico y complejo. A mí me suele suceder con los olores. El olor a pan caliente, a leche hirviendo, a tiza, a goma de borrar, a sudor de niño…
El pan caliente me traslada a la panadería de mi barrio, en la plaza. En las mañanas de invierno abrir la puerta y encontrarse en medio de ese calorcito aromatizado, los sacos de pan colgados de una percha (dicen que con esto de la conciencia ecológica se está recuperando la costumbre), las mujeres en cola, los hombres a los que siempre se les dejaba pasar antes, las conversaciones en voz alta para amenizar la espera y de paso enterarse de todos los chismes del día, mi uniforme de colegio: gris a cuadritos, un poco carcelario, excepto por los enganchones que lucía en él por las uñas de los gatitos que me gustaba acariciar, blusa blanca, zapatos limpios, olor a colonia en el pelo bien estirado en una coleta, el flequillo a lo chino que mi madre tenía a bien cortarnos.
Engarzados en el mismo hilo de este recuerdo vienen otros, la visita a las quinielas (siempre llamábamos así al kiosco de la plaza en casa) para cambiar las novelitas que leía mi padre: de vaqueros, del espacio, de terror. La vuelta corriendo a casa, para no llegar tarde al colegio El aire limpio y fresco de las mañanas, el día que encontré un gorrión caído del nido, que más tarde se comió el gato.

El aroma a leche hirviendo. Madrugadas oscuras, mi madre en la cocina, el gran cazo donde hervía la leche, la comida ya puesta al fuego, el vaho empañando los cristales de la ventana, el calor, mi madre. La rara experiencia de tenerla sola para mí mientras los demás dormían. Y más aún: desayunos de pajaritos. El cazo abollado, de mango largo, brillante de tantos fregados. Mi madre repartiendo sopas de pan con una cuchara común, boquitas abiertas de niñas esperando. No había que distraerse o te quedabas sin desayuno. Recuerdos agridulces que me hacen sonreír.

El olor a polvo de tiza, a goma de borrar, a ceras y lápices de colores. A sudor limpio de niñas. El colegio de las monjas, pies arrastrándose a través del patio, yo andando cada vez más lenta, con la esperanza de que fuera demasiado tarde para que me dejaran entrar. La maestra saliendo a buscarme cuando al fin decidía volverme sobre mis pies e irme a casa. Estaba ya en el patio de “los mayores” pero aún en las aulas de bajo Tendría ¿cinco años, seis? Unos minutos de siesta por la tarde, la cabeza sobre los brazos cruzados en las mesas pentagonales, la monja (ya no recuerdo su nombre) paseándose por la clase, sol de invierno en los ojos cerrados. Me recuerdo expulsada al pasillo por contestar (siempre era por contestar, siempre) sentada en el suelo, jugando a dar vueltas, explorando el corto pasillo que llevaba a al despecho de la directora y al gimnasio. El gran piano negro que acariciaba con reverencia sin llegar a pulsar jamás las teclas blancas y negras. La mirada entre cómplice y sonriente de alguna directora, también monja, que usaba el diminutivo de mi nombre oficial y abría la puerta de clase para que me dejaran entrar con mi promesa, siempre incumplida, de no volver a hacerlo.

Infancia, lugar remoto, sueño perdido, olvidado ¿O no?