miércoles, 25 de febrero de 2009

Ejercicio de taller: Prosopografía

Mi personaje se llama Melissa Salazar, tiene treinta y cinco años. Es prostituta, recién casada y madre de un hijo.

Melissa Salazar es una mujer alta y rotunda. El pelo largo teñido de un negro rabioso. La cara delgada con profundas ojeras bajo los ojos castaños, párpados mal pintados en un llamativo azul. La nariz algo ganchuda sin ser excesiva. Pómulos marcados por dos brochazos de colorete. Viste totalmente de un negro algo desteñido: la falda estrecha, ceñida a las caderas. Una blusa sin mangas, con unos botones de más desabrochados, dejando ver en el cuello fino y aún joven una medalla de la virgen niña. Calza botas altas de tacón fino. Las piernas desnudas, morenas.

Ejercicio 14º La palabra del día: Carnaval

CARNAVAL

No debo estar aquí y mis padres me suponen inocentemente dormida en la habitación del hotel, pero: ¿Cómo resistirse a la música, al ambiente de las calles que espiaba desde mi ventana solitaria? En cuanto mis padres han salido camino a la fiesta que organizan sus amigos me he deslizado por las silenciosas escaleras del hotel hasta la calle. La máscara negra y la sencilla capa con capucha que he tomado prestada de la criada ocultan mis rasgos y mi juventud. Una vez fuera, una riada de gente me arrastra. Nunca he estado fuera de casa a esas horas y sola.

En medio de la multitud una máscara grotesca salta a mi encuentro. Mi corazón late sobresaltado. La mueca terrorífica, el brillo de los ojos escondidos, el alborotado cabello azul del portador, la larga capa negra forrada en terciopelo rojo toma durante un instante mi campo de visión. Tras una larga carcajada, una caricia enguantada en mi mejilla, se pierde entre los cientos de personas que invaden las calles. Respiro aliviada y me río de mi misma. Estamos en carnaval. Mi actitud cambia y mis miedos desaparecen dejando sólo una sensación de expectativa. Recorro con la mirada la calle invadida de faunos, hadas, diablos, arlequines y polichinelas. Algunas máscaras me devuelven la mirada, entre ellas, una dorada que deja ver el fulgor de unos ojos azules me cautiva; el sombrero de tres picos, el rico y untuoso traje oro y blanco toma ahora de la mano a una joven disfrazada de princesa de cuento y bailan al compás de la música fuerte y pegadiza que inunda la calle. Un cosquilleo recorre mis pies mientras continúo caminando pegada a las paredes de la calle, tratando de pasar desapercibida. Un brazo me enlaza de la cintura, arrancándome un grito de sorpresa, me arrastra hasta el centro de la calle. Un calidoscopio de formas, luces y olores me rodea. El hombre me gira hacía él, toma mi mano y me aprieta contra su pecho. Se inclina y me susurra en el oído: “Bailemos, doncella”. Mareada alzó mi mirada hacía él. Envuelto en un dominó negro, una máscara sobria le cubre parte de la cara. La boca se le curva en una sonrisa voraz y los ojos negros brillan peligrosos.

lunes, 23 de febrero de 2009

Ejercicio 13º La palabra del día: emperifollarse

Emperifollarse.

Después de treinta años, Mario, no hubiera debido sorprenderse. ¡Pero, hombre! ¿Hacerle esperar más de dos horas? ¿Arreglándose y empolvándose o lo que fuera? Si es que no podía ser, como siempre iban a llegar tarde. ¡Qué manía de emperifollarse! Ni que tuviera 20 años ¡Si ya era abuela!

Se acercó a la puerta del baño, decidido a lanzarle un ultimátum: Salían ya o se iba sin ella. Todos los hijos estarían ya aguardándoles en el restaurante. Sus nietecitos, ya lo sabía él, estarían corriendo entre las mesas, molestando a todo el mundo. Las nueras cotillearían sobre su falta de consideración… y cuando llegaran estarían todos más que hartos, lo que desde luego, no hacía esperar una reunión feliz.

La puerta entreabierta le permitió ver la imagen de su mujer reflejada en el espejo. Con una mano temblorosa trazaba una línea negra sobre el ojo casi cerrado. Cuando terminó, tomó el lápiz de labios, lo aplicó con intensa concentración en aquella boca, que ya no era tersa ni joven. Ladeo la cabeza como si quisiera ver su obra desde otro ángulo. Y ese gesto especialísimo en ella, le hizo recordar cuantas veces a lo largo de los años, él se había inclinado a besar ese punto del cuello que dejaba expuesto y vulnerable, sintiendo en sus labios los latidos de su pulso, la calidez de su piel, su olor, su sabor… el momento mágico en el que ella se rendía, venciéndose contra su pecho, apoyando la cabeza en su hombro, excitándolo con su respiración agitada… El tiempo se paró, de nuevo tenían veinte años y Mario dio un paso y se inclinó contra su cuello.

domingo, 22 de febrero de 2009

VISITA AL MUSEO

― ¡Señores, señoras! Detengámonos aquí. A mi espalda, en esa pequeña hornacina y protegida por un panel blindado, verán la famosa Gioconda. Un icono para la cultura del mundo moderno y contemporáneo…
A la espalda del guía no se podía ver nada más que una nube de turistas, que se concentraban alrededor de un espacio no más grande que la despensa de casa de mi abuela, disparando sin cesar sus cámaras de fotos.

A mi lado, Pepe, no hacía más que saltar y moverse de un lado a otro, con el brazo que sostenía su móvil bien estirado sobre la cabeza.

―Joder, tío, si es que no se ve nada. A ver si así pillo algo.

El guía continúo con la mirada clavada en el brazo de Pepe.

―Bien, es una de las pinturas más visitadas del mundo. Como pueden ustedes comprobar. En ella se encuentran todas las características de la pintura de Leonardo, la técnica del sfumato, que difumina los rasgos… observen el paisaje del fondo…

Pepe me dio un codazo y en un susurro tan alto que debieron oírlo todos los presentes exclamó:

― ¡Mira! Ahí, por ese hueco, que se ha despejao, ahí se ve el cuadro. ¡Coño, si es pequeñísimo y que tía más fea! ―mientras yo me iba poniendo cada vez más rojo y escuchaba risitas a mi alrededor, Pepe, que es así y no se entera de nada, continuó―Esta muy oscura pa hacerle una foto… eso tienen que hacerlo para que compremos postales de esas del museo, que ahora se hace negocio con todo…

VIOLENCIA

Violencia. Impotencia. Desamparo. ¿Qué se siente cuando dos tíos sin mediar razón alguna te pegan con tanta violencia que son capaces de romperte un hueso? ¿Qué se siente en esos segundos que median entre el golpe y la conciencia de estar siendo golpeado? ¿Entre el golpe y el dolor? ¿Incredulidad? Una sensación de irrealidad me envuelve cuando pienso en ello. Cuando no eres tú el agredido sino una persona a la que amas y a la que siempre has considerado tu deber, tu obligación proteger. Puedo imaginar e incluso puedo sentir si me sumerjo en ello. La fragmentación de la mente ante la incomprensión de la violencia gratuita y sin sentido. Ese no pensar compuesto de miles de ráfagas de pensamientos. La dureza de la realidad, la caída de nuestra seguridad. De la venda que nos cubre durante casi toda nuestra vida. Esa que nos dice que si no caminamos por sitios solitarios y oscuros durante la noche no nos pasará nada. Qué hay horas seguras para transitar por el mundo. Que los lobos se esconden en sus cubiles y sólo atacan cuando son molestados. Que podemos evitar que nos devoren si tomamos las precauciones debidas. Que somos inmortales y sabemos defendernos de ellos.

No existe tal seguridad. Cualquiera nos lo puede demostrar agrediéndonos en un parque público a las nueve de la noche, cuando no hacemos nada más ni nada menos que caminar por la calle, dirigiéndonos a nuestros asuntos, inmersos en nuestra propia vida. Sólo se necesita un segundo para que todo pueda cambiar totalmente. Hoy podemos superarlo, con un hueso roto, con la nariz rota, se ha hecho lo necesario para curarla, se ha limpiado la sangre, se ha recolocado el hueso, se ha inmovilizado la zona, se curará en un periodo de tiempo más o menos largo; pero… ¿Y nuestra alma? ¿Cuánto costará curar la conmoción recibida al verse inmersa en una violencia no provocada?

Ejercicio 12º PALABRA DEL DÍA: ALIENACIÓN

Les observó tras los cristales que le separaban del balcón. La masa de gente llenaba la plaza. Miles de voces salmodiaban su nombre: Ar-gus, Ar-gus. El rítmico canto hacia tintinear las lámparas a su espalda. Se estremeció de satisfacción: ese era su pueblo, su rebaño. Y él, su pastor. Una lágrima se deslizó por su mejilla… cuando los sentía así, sumisos, entregados, dejando en sus manos, las únicas que podían guiarlos, sus vidas ¡los amaba tanto! Cierto que aún quedaba trabajo por hacer. Separar las ovejas enfermas de las sanas, destruirlas, alejarlas de los mansos, de los obedientes. Separaría a los débiles, a los corruptos, a los rebeldes… los separaría de su camino y de las buenas gentes que se aferraban a él.

Aplastaría a los disidentes, a los intelectuales, a todos aquellos que no comprendieran el magnífico destino que les aguardaba bajo su mandato. Él había visto el futuro: el de una raza única, perfecta, fuerte que lucha por un objetivo común. Él, Argus, lo conseguiría, sería el primero en la historia en lograr su objetivo: demostrar la superioridad, la pureza de su sangre. Lo inculcaría en su rebaño a sangre y fuego. Y después… el mundo entero se inclinaría ante la verdad. Ante esa raza única y perfecta de superhombres, el resto de los pueblos, animales inferiores, debían desaparecer de la tierra.

Argus sonrió, abrió las puertas y salió al balcón, el rugido de la multitud le envolví y levantando los brazos, les habló:

—¡Mis queridos compatriotas, hombres y mujeres, hijos míos, hermanos!

UN CUENTO: LUCÍA Y LAS HADAS

En este ejercicio, del que ha salido un cuento, tenía que usar las palabras: hada, iglesia, oso, pañuelo y risa. En ese mismo orden.

Lucía es una niña alta para sus nueve años. Morena, con el pelo rozándole los hombros, tiene la sonrisa de un duende juguetón. Hoy es domingo y su mama le ha puesto un vestido nuevo. Mientras papa regaña a su hermanito por haber tirado la leche en la mesa del desayuno, y mama se queja de que siempre sea igual y que estas cosas pasen cuanta más prisa hay y justo antes de salir por la puerta, se desliza hasta la habitación de sus padres, donde un gran espejo la espera. Silenciosa se mira con atención. El vestido es azul claro, con dos enormes lazos blancos en la cintura, el ruedo ancho de la falda parece a punto de danzar. Despacito da unos pasos y la tela se mueve con ella. Se pone de puntillas, estira los brazos sobre su cabeza y une las puntas de los dedos. Inclina el cuello a un lado, y con los ojos entrecerrados observa la figura en el espejo. Sí, parece una bailarina. Gira ligera sobre sus pies, una vez y otra más y más, más rápido, hasta que la falda se levanta y vuela con ella. Ríe y se detiene de golpe. El vestido se resiste a dejar de bailar y durante unos segundos se mueve a su alrededor. Se deja caer de rodillas y oculta con la falda, sus piernas. Piensa: “parezco un hada”, se espía la espalda, medio esperando encontrar un par de alitas. Su deseo más secreto, el que no le ha contado a nadie es conocer el país de las hadas. Tiene un libro muy grande, lleno de imágenes, que cuenta su historia. Bosques, jardines, piedras, agua… para todo hay hadas. Y ella, hoy, con su vestido azul es el hada del agua.

―¡Lucía!, ¿Dónde estás? ―grita mama— Llegaremos tarde a la iglesia.
―Aquí, mama, ya voy ―Se pone en pie. Se mira por última vez y sale corriendo. En el espejo abandonado, brillan por un momento unas tenues alas transparentes.

Vuelven de la iglesia paseando. Mama toma de la mano al hermanito y le cuenta una historia de pájaros y árboles. Papa pasa el brazo sobre los hombros de Lucía y juegan a buscar forma a las nubes.

—Mira, Lucía, esa grande, la que tiene una pequeñita al lado, ¿Qué parece?
―Es… es… ¡Una mama delfín! Y la pequeñita es su hijito que le sigue. ¿Lo ves? —Lucía salta excitada, no puede estarse quieta. Le gusta mucho estar así con su papa.

― ¿Y esa otra? ¿Qué es?

Lucía mira con atención. Es casi redonda, blanca, con dos más pequeñitas arriba del todo… ¿Qué será? Casi tiene una idea en la punta de la imaginación. Parece, parece…

— ¡La cabeza de un oso! ―gritá papa.

Lucía quiere protestar, un oso no es lo que ella había visto pero… cuanto más la mira más se olvida de lo que ella ha creído ver. Sí, es un oso y ahora le parece que hasta tiene unos ojos pequeñitos, azules y una boca grande llena de dientes. Ríe y abraza a papa, ¡qué pena que estén llegando a casa! Mama ya está abriendo la puerta del jardín.

―Papa ¿Te quedas un poco más jugando conmigo? —le pregunta mimosa.

―No puede, preciosa —dice mama―. Ha de ocuparse de tu hermano, mientras yo hago la comida. Y tú, mi amor, tienes que ir a cambiarte el vestido.
—¡Mami, por favor!, deja que lo lleve un poquito más, es tan bonito…

Mama mira esa carita que se alza suplicante, y sonríe. A veces le parece tan mayor que se le olvida que es aún una niña pequeña.

―De acuerdo, Lucía, pero ten mucho cuidado y no lo manches.

La niña asiente con seriedad y se alisa con cuidado la falda del vestido. Una vez sola en el jardín corre hasta El Árbol. Es la única casa de la calle que tiene un árbol y aunque a ella siempre se le olvida el nombre que le da papa, tiene muchas maneras de llamarlo. Es su amigo, su compañero de juegos, el señor Árbol. Se coloca bajo su copa, y allí, en el tronco del árbol, parece dibujarse una cara, amable y seria que escucha con atención. Una gran rama, baja y ancha es su favorita, allí suele recostarse para mirar el cielo entre las hojas del árbol, jugar a que la rama es un caballo y dejar colgar las piernas a cada lado, mientras galopa veloz en su imaginación. Hoy extrae del puño del vestido el pañuelo que mama siempre insiste que lleve y limpia cuidadosamente la rama antes de sentarse.

—Señor Árbol, ¿Te gusta mi vestido? Lo hizo mi mama con la tela que le dio la abuela. Aunque yo creo que la tela está tejida por las hadas y que es mágica. Por eso es un azul como de cielo. Papa dice que las hadas no existen. Ni los ogros, ni los monstruos. Yo no sé los monstruos, pero las hadas… ¡sí existen, si existen y si existen!

De pronto el viento empieza a soplar cada vez más fuerte, la copa del árbol se mueve y las hojas susurran al aire. Lucía recuerda el oso que vieron en las nubes. Así sonaría su rugido. Tal vez esté escondido en el jardín y venga a buscarla. Le parece ver agitándose en el aire un puñado de pelo marrón y escuchar el sonido de las garras al raspar el suelo. Con un salto, se pone de pie en la rama y trepa a toda velocidad por el tronco hasta la siguiente rama. Se detiene, y con ella el viento. Cierra los ojos muy fuerte ¡No quiere ver al oso! En medio del silencio oye una risa ligera que sube del suelo. Despacito abre los ojos y mira: Una pequeñísima hada esta sentada en su rama. Tiene unos enormes ojos violeta, un vestidito marrón y unas translúcidas alas doradas.

―Hola, niña ¿Así que si crees en nosotras? ¿Y en que los osos bajan de las nubes?—Y estalla de nuevo en carcajadas que no puede contener.

Lucía, se enfada. Pues vaya con el hada, se está burlando de ella.

―Baja, venga, no te enfades, a las hadas nos gusta mucho jugar. Y solo dejamos que nos vean personas muy especiales. Tú eres una de ellas —añade pícara.

Lucía baja cautelosa y se pone en pie frente a ella. Es tan pequeñita que podría tomarla en su mano. Tiene la piel morena como la suya y una larga melena violeta, como sus ojos. Los pies y las manos son diminutos y las orejas le acaban en punta. Emite una luz que parece nacer debajo de su piel. Y las alas que no dejan de moverse lentamente asoman por encima de sus hombros, desprendiendo un polvillo dorado.

―Eres como las hadas de mi libro, pero…mejor, ellas no tienen luz.
El hada ríe y le dice:

—El señor Árbol nos ha contado que tu mayor deseo era conocernos. Eres una niña especial, la única persona que en todos los años que ha vivido, se ha dado cuenta de que esta vivo. Te quiere mucho. Tus historias y tus juegos le hacen feliz. Yo lo visito a menudo, desde que era apenas un brote. Y he sentido curiosidad por conocerte. Soy Drya, hada de los bosques, las plantas y los animales. Me gustas.Voy a concederte un regalo. ¿Qué deseas?

Lucía piensa en su mayor deseo. Está a punto de pedírselo cuando oye la voz de su mama desde la casa, llamándola para comer.

Drya vuela hasta su hombro.

―Cuidado con lo que pides, el tiempo en mi mundo es diferente al de este. Si vienes a visitarnos, es posible que nunca vuelvas a ver a tus papas y a tu hermanito. Aún así, sería maravilloso tenerte allí. Algunas personas grandes viven con nosotras. Y siempre serás una niña, como ahora.

Las lágrimas aparecen en los ojos de Lucía. ¿Si cumple su sueño, no verá nunca más a su familia? La voz de mama vuelve a sonar, dulce y cariñosa en el jardín.

—Lucía, mi amor, ven a comer. Papa espera en la mesa.

El hada comprende. Está bien ―le dice— te regalaré un don: desde ahora entenderás el lenguaje de los árboles, el susurro de sus hojas al jugar con el aire, el crujido de sus ramas y las líneas de sus troncos. Podrás hablar con los animales, las abejas danzaran para ti y las mariposas serán tus amigas.

Drya la baña a cada palabra, con el polvo dorado que desprenden sus alas.

―Yo… quisiera una cosa más —dice Lucía―¡Me gustaría tanto volver a verte!

El hada ríe de nuevo y asiente.
—Sí, nos veremos, aunque puede que pase mucho tiempo. Ahora ve, tu mama te espera.

Lucía corre a través del jardín, hasta la casa. Mira sobre su hombro y ve a Drya saludarla antes de desaparecer. Mama esta de pie en la puerta, esperándola y Lucía le abraza con todas sus fuerzas. Mama sorprendida se olvida de regañarla por tardar en responder. Besa el pelo de la niña y entran juntas a casa. Por un momento, el sol de medio día brilla en la espalda de Lucía, dejando adivinar un par de alas.

Fin.

viernes, 20 de febrero de 2009

Ejercicio 11º Carpintero II

El hombre trabajaba con largos tablones de madera. Sus manos fuertes, llenas de arañazos y durezas trataban con delicadeza la madera. Las lágrimas se mezclaban con el sudor que llenaba su cara.
Siempre le había gustado su oficio. Ser el carpintero de una pequeña aldea significaba estar presente en todos los hogares. Era parte de la vida de sus vecinos. Desde una reja para el arado, la cuna de un recién nacido, la mesa en la que los pocos alimentos se bendicen, un taburete, la cama… hasta el último lugar de descanso: los féretros que con respeto construía como una última oración.

Con un pañuelo se limpió el sudor y las lágrimas de la cara, no quería que estropearan la madera. Se sentía febril y el dolor le apretaba el cuello y las sienes. Aún así continúo con su trabajo, la última pieza que realizaría.

Siempre había estado orgulloso de su trabajo. Su vida estaba tan entremezclada con la de la aldea que fue de los primeros en darse cuenta cuando la peste, el castigo divino, había caído sobre ellos. Incansable había trabajado en la construcción de las cajas que serían la última parada de aquellos a quienes conocía y amaba. Lloraba trabajando en pequeños ataúdes para los niños que habían pasado más de una tarde en su taller, observándolo trabajar, en los féretros de las madres, de los viejos amigos que caían uno tras otro. Hacía el final ya no hubo tiempo para más cajas, ni quedaban vivos que pudieran ocuparse de sus muertos… estos yacían en sus camas, los lechos que él mismo había realizado.

Ahora ya solo quedaba él. Sentía el cuello hinchado, el dolor en las axilas y las ingles. El calor devorando su cuerpo. Pronto terminaría todo pero antes debía terminar su último trabajo. Su propio ataúd, el que reposaría al lado de ese otro que había sido de los primeros en hacer: el de su mujer y su hijo aún no nacido.

Ejercicio 10º Carpintero

José miró al niño que jugaba a sus pies. Sentado, moviéndose sin parar iba colocando los juguetes de madera que le había hecho. Delante tenía el buey y el asno, más atrás formando un semicírculo las ovejas, vacas y gallinas, en otra fila, los caballos y los camellos, aún detrás de estos los pastores, las reyes y al final lejos de todos, casi fuera del alcance del niño, una bellísima representación de su madre, que José carpintero había hecho con mimo.

José que trabajaba inclinado sobre una mesa acabando de pulirla, le observaba con curiosidad. El niño jugaba, susurraba a las figuras, las tomaba en su mano, cambiaba sus posiciones, volvía a ponerlas en la misma disposición, pero a la figura de la madre siempre la mantenía un poco apartada de todo. Así que le preguntó:

―Hijo, ¿A qué juegas? ¿Por qué pones las figuritas de esa manera?
A lo que el niño respondió, levantando los ojos castaños hacia su papa:

—Para unos no llegaré a existir, no sabrán de mi presencia. Otros me aceptaran sin más, sin pensar. Estos de allá no lo harán con el corazón, sólo cuando crean que puedo serles útil.

A José aún le sorprendían estas respuestas del niño, aún sabiendo que era un niño especial, y preocupado le preguntó por la figura de la madre, tan separada de él y de todos.

―Mama es especial—dijo el niño ―, porque cuando yo sea feliz, ella estará feliz y preocupada porque deje de serlo y cuando yo sufra, ella padecerá todos mis sufrimientos que se añadirán a los suyos. Las mamas son así.

Ejercicio 9º: Geografía

El desconocido entró en el aula, donde María terminaba de corregir los últimos exámenes de Geografía. Estaba cansada, le dolía la cabeza tras un arduo día de lucha con sus pequeños alumnos y lo que menos le apetecía en esos momentos era hablar con el que tomó como padre de alguno de ellos. Aún así, acabó de puntuar el ejercicio que tenía delante y le miró:
―Buenas tardes, ¿Puedo ayudarle?
El hombre la miró larga e intensamente. Sus ojos grises recorrían la cara de la maestra buscando algo. La boca generosa mostró una media sonrisa.
—Maria… me has olvidado.
Ella le observó tratando de reconocerlo, de traerlo de su memoria. Alto, muy moreno de piel, elegante desde su pelo corto y espeso, el clásico traje color humo, los zapatos bien pulidos no le recordaba a nadie que hubiera conocido.
―Pues… la verdad, no creo conocerlo. Perdóneme si… tal vez debería darme algún dato más.

―Esta bien, María. Me llamo Pablo. ¿Aún no? —le sonrió divertido ante la confusión de su rostro.

María negó con la cabeza. Cada vez le parecía más extraño ese hombre, no tenía idea de quien podía ser y sin embargo… había algo en su voz, en su tono… en el ritmo que usaba en sus cortas frases…

―Veamos, te daré otra pista. Hagamos una prueba. Cierra los ojos…

María se sobresaltó, ese hombre debía ser un loco aunque no lo pareciera, ¿qué pretendía? Respiró hondo mientras pensaba si el personal que quedaba en el colegio le oiría si gritaba.

—No, no… no te asustes. Jamás te haría daño. No te tocaré, te lo prometo. Sólo es una prueba, seguro que así me reconocerás― le instó Pablo, convirtiendo sus palabras en una íntima caricia.

Ella se estremeció, de nuevo esa voz casi le resultaba conocida. Dudó un momento más pero la curiosidad y ese algo que empezaba a insinuarse en su estómago le hizo ceder.

Él la rodeo despacio hasta colocarse a tras su espalda, tensa y rígida en la silla.

―Shhh… tranquila. Toma aire despacio y suéltalo lentamente. Ya te enseñé una vez a relajarte, ¿recuerdas? —Pablo inclinándose susurro las palabras en su oído. Su aliento caliente y húmedo rozó el cuello y la mejilla de Maria.

Ella echó la cabeza hacía atrás, buscándolo aún antes de darse cuenta. Tras sus párpados cerrados las sensaciones, los recuerdos empezaron a perfilarse: la presión de un pañuelo cubriéndole firmemente los ojos. Las finas ligaduras que mantenían sus brazos y sus piernas separados. El aroma a jazmín envolviéndola. Las manos que rozaban, leves, cada centímetro de su piel, haciéndola desear más y más… el despertar voraz de sus entrañas, el anhelo casi doloroso de la piel por sentir esas manos aferrándola firmemente. El palpitar impúdico de su sexo desnudo que recibía las miles de sensaciones que él creaba en su cuerpo con su tacto de mariposa… el dedo deslizándose por la espalda, la palma posada en su cadera, la lengua que se deslizaba entre sus pechos…

― ¡Maestro! —musitó Maria. Jamás había visto su cara en aquel entonces, nunca había sabido a quien pertenecían esas manos, esa voz que cambió su mundo.

―Te lo prometí, mi pequeña. Te prometí que volvería a por ti.

Ejercicio 8º : OPIO

Me preguntó cuando miro atrás que significabas para mí. Tus miradas atentas, tus palabras sabias, tus ojos en los míos… La obsesión por tu presencia, por tu olor, por el sonido de tu voz. La necesidad compulsiva de hablarte, de contarte todo, de hacerte sonreír, de describirte en palabras lo que sentía, lo que pensaba… el anhelo intenso de conocerte más y más.
La inquietud cuando no estabas, cuando me faltabas. El vacío en mi estómago, en mi pecho cuando te alejabas de mí.

El deseo interior creciente que me embargaba cuando estaba a tu lado, cuando te pensaba. El hormigueo que recorría la piel de mis brazos, el ansía de mis palmas cuando pensaba en tu cuerpo, en ti, acercándote a mi. Todo se oscurecía ante tu existencia en mi vida. La emoción intensa de verte, de mirarte, de sentirte, tocarte, saberte. Nuestros besos salvajes, precipitados, urgentes. Tus manos recorriendo todo mi cuerpo, sintiéndote en cada parte de mí.

El anhelo pulsante que crecía desde mis entrañas a mi mente, a mi sexo. El miedo intenso a perderte, a perderme. A tenerte y a no tenerte.


¿Qué eras para mí? Mi droga, mi opio, mi alma… Y ya no estás, ya no estamos. El dolor del desgarro, de la necesidad…

jueves, 12 de febrero de 2009

Ejercicio 7: (la palabra del día) Furia

Sentí una furia instantánea al verlo entrar. Me temblaban las manos, me ardía la cabeza y la sangre me recorría tan veloz que no alcanzaba a oír más que su paso tumultuoso. No le escuché, su boca formaba palabras sin sonido que me parecían una burla a mis sentidos. Se adelantó hacía mí. Su respiración, el aire mal oliente que salía de su cuerpo rozó mis mejillas, invadiendo mi espacio. Su cara se me antojó deforme e hinchada como una gran calabaza calva a punto de estallar. Los ojos, pequeños, perdidos entre repliegues brillaban mientras seguía emitiendo esos sonidos de pájaro ininteligibles.

¿Quién era ese hombre que rompía mi mundo quieto con su sola presencia? El cuerpo rechoncho enfundado en una bata blanca. En el bolsillo superior marcado con un nombre en rojo, que no quise leer, tres estilográficas concentraban la luz.

Alargo sus peludas manos. Los dedos, repulsivos cuerpos blancos, se posaron en mi cuerpo desnudo, blandos y babosos apartaron el pelo de mis ojos. Me miró insistentemente buscando algo, mientras su boca seguía cerrándose y abriéndose. Me sonrió, mostrando unos dientes enormes, amarillentos.

La puerta tras él había quedado abierta a todo aquello que me amenazaba. Podía sentir acercándose a ella, a los seres reptantes que me buscaban, que esperaban un descuido para llegar a mí, trepar por mi cuerpo, introducirse en él. Podía sentirlos viscosos y ciegos buscando mi sangre, oliéndola, deseando alimentarse de ella…

Un estremecimiento me recorrió y cuando al fin el hombre, soltó mis correas, mis manos como garras tomaron una estilográfica, la clavé en uno de esos ojos que me miraban sorprendidos. Sorteé el cuerpo tendido en el suelo y me abalancé contra la puerta. Ya estaba, cerrada. No podrían entrar.

domingo, 8 de febrero de 2009

MOMENTOS

Momentos.

Te miró desde el sofá, observo tu espalda, la nuca, el cabello alborotado mientras inclinado sobre un teclado iluminado por una pantalla, trabajas. Sentada con mis piernas recogidas y el libro en la mano, hago un esfuerzo y vuelvo a él.

Pasan los minutos, el silencio entre nosotros es cómodo, nos sentimos bien con la presencia del otro. Sigo leyendo uno de los libros que compramos ayer, juntos, de la mano, perdidos en un universo de libros.

—Este me gusta— te dije casi avergonzada, con un libro de vampiros y gentes de la noche en las manos.

Te reíste de mí. Más de mi vergüenza que de la elección de mi libro. Lo miraste por encima mientras yo te explicaba un poco atropelladamente, la sensualidad que desprenden algunos de estos libros, la magia y la atracción de lo oscuro. Al fin, lo dejé en la estantería dónde espera unas manos que lo sostengan y una mente que se adentre en sus misterios. Mis manos se desplazaron hasta otro de mis favoritos y Bajo las ruedas, mi libro de iniciación en la adolescencia, perdido hace años con los cambios de la vida, cayó en ellas.

―Ya he elegido— te dije. Te mostré mi libro, bastante más orgullosa de esta elección, a fin de cuentas es Herman Hesse, un premio Nobel. Que además de ser uno de mis favoritos, satisfacía mi pequeña vanidad.

Me miraste con esa sonrisa tuya que reservas para mí. Y... Cuando volvimos a casa me sorprendiste con el libro de vampiros.

Y ahora, mientras estaba perdida en el sensual mundo vampírico, con víctimas ofreciéndose fascinadas a seres capaces de hacer de la muerte un orgasmo, tu presencia, tu olor ha agitado en mi cuerpo una cálida y dulce sensación.

Olvido mi libro, abierto contra mi pecho. Y siento el cosquilleo del roce de sus páginas en mis pezones, y me ruborizo con la prueba de que mi deseo transluce en ellos, erectos ya. Mientras miro tu espalda y sueño, una de mis manos, casi con voluntad propia envuelve uno de mis senos, siento su peso, su calidez, y pruebo con la punta de los dedos, a erizar aún más el pezón. Un ligero escalofrío estremecimiento recorre mi cuerpo. No me muevo, tan sólo aprieto mis muslos uno contra otro, consciente de mi sexo.

Te miro, ajeno a mí. Lleno el espacio entre los dos de mi propio deseo. Un recuerdo súbito, tus dedos penetrando en la humedad de mi vagina, tu boca en la mía, un ligero susurro sobre mis labios. “Que mojada estás, mi amor”. De un golpe, siento como mis fluidos vuelven a mojar mi sexo. Contengo un gemido. Estás trabajando. No quiero molestarte.

Y sin embargo, tengo la sensación de que el aire de la habitación ha cambiado, es denso y caliente. Acaricia mi cuerpo. Mi piel parece cada vez más fina, sensible al calor de tu piel, aún estando separados, tú, en la silla frente al ordenador y el trabajo que te reclama y yo en este sofá, donde tantas veces nos hemos amado.

Dejo mi mente volar mientras te miro, absorto, perdido en otro mundo en el que yo no existo. Dejo caer el libro, abro mi mano sobre la suave piel de mi vientre, acariciándola despacio, con apenas un roce de mis dedos. Cuidando de no emitir un sonido... debo dejarte trabajar. Me envuelvo soñadora en los recuerdos de noches pasadas. En tus manos, tu lengua, tu boca perdidos por mi cuerpo. Tiemblo, y siento mi sangre tumultuosa, correr dando vida a cada rincón de mí.

Muerdo un gemido que se me escapa, cuando mi mano llega a mi sexo. Estoy húmeda, abierta y te deseo. El aire entre nosotros adquiere una cualidad líquida, caliente. Te miro de nuevo... Y sorprendo tus ojos clavados en mí. En la mano perdida en mi sexo, en mis labios inflamados, en mi cuerpo apenas cubierto por una camiseta de tirantes.

Jadeo, una explosión de calor recorre mi cuerpo. Me siento poseída, traspasada por tus ojos. Sin pensar abro mis piernas despacio, dejándote ver mi sexo mojado, anhelante.

Te escucho soltar el aire de golpe, gemir y tu deseo hace eco en mi vientre. Tiemblo, tus manos buscan tu bragueta. En un momento tu sexo salta, libre y erecto entre ellas. Mi boca recuerda su textura, su sabor. Hundo los dedos en mi sexo, mis caderas se adelantan, se proyectan hacia ti. Tu mano, se desliza sobre tu polla, la recorren ocultan el glande, bajan de nuevo, veo la humedad brillar entre tus dedos y deseo poner mi lengua justo ahí. Y aún así, no me muevo del sofá, tan sólo bajo los tirantes de la camiseta, dejando que se enrede en mi cintura y ofrezco mis pechos a tu mirada que me quema. Flexiono mis piernas abriéndome aún más para ti, para tus ojos. Siento mis pechos pesados, tensos, mis pezones se endurecen y llaman a la humedad de tu boca.

La palma de mi mano, presiona mi clítoris en cada embestida de mis dedos. Tu mano se mueve más aprisa sobre tu polla, que crece aún más dura, más gruesa. Me falta el aire y te deseo en mi interior. Caliente, mojada, temblando te llamo con mis ojos y mi mente. Te quiero entre mis piernas. Te quiero llenándome. Quiero sentir el salvaje abandono de tu cuerpo dentro del mío. Anhelo sentir tu dureza, la fuerza de tus manos en mis caderas, mientras me atas a ti. Tu sexo encadenado al mío.

Se me escapa la voz en un susurro, un jadeo...
—Ven, follame.

Una sonrisa casi dolorosa se dibuja en tu cara, el brillo salvaje de tus ojos se refleja en los míos. En un momento, estas de rodillas, frente a mí, y tu boca sustituye a mis dedos. Comiéndome, lamiendo mis fluidos, penetrando mi sexo. Trato de decirte que lo que deseo es tu polla hundiéndose en mí cuando me ciega la ardiente explosión de mis sentidos y me derrito en tu boca. Las contracciones recorren mi cuerpo. Sin pensar, te empujo de los hombros, el deseo me convierte en un animal salvaje y me encaramo sobre ti, busco tu polla con mi sexo, abiertos mis muslos para aprisionarte entre ellos. Me froto contra ella, la siento dura, caliente contra mi coño y no puedo más. La tomo en mis manos, la llevo a la oquedad palpitante y hambrienta de mi cuerpo. Se me escapa un sollozo, al sentirla por fin, abriéndome, llenando mis entrañas. Me arqueo, mientras tus manos se aferran a mis caderas. Se clavan tus dedos en mi carne, anclándome a tu cuerpo. Envuelvo tu sexo con el mío. Lo baño de mis fluidos, mojo tu vientre, tus huevos. Tus jadeos llenan mi boca, cuando me inclino a besarte, a comerme tu boca. Aprieto mis pechos contra ti. Restriego mis pezones contra tu piel caliente, mojada en sudor.

Tus manos bajan a mi culo. Me aplastas contra ti. Elevas tus caderas, golpeando, batiendo mi sexo, una y otra vez. Me pierdo, nos perdemos en el mar caliente de nuestros sentidos. Susurras palabras de deseo, calientes en mis oídos. Y deseo sentirme llena de ti, de tu esencia, de tu leche devoradora y caliente. Jadeo estremecida y vuelco mis deseos en palabras que te hacen arder y aceleras tus movimientos, más y más aprisa, más profundo, y enloquezco y de nuevo toda yo me licúo sobre ti, mientras te vacías en mis entrañas.

Quietos, con nuestros sexos aún unidos. Tu boca perdida en mi pelo. Escuchando los latidos cada vez más lentos de nuestros corazones. Tus manos acariciando mi espalda. Formo un te amo con mis labios pegados a tu pecho, y siento tu sonrisa enredada en mi pelo.

YO DECLARO

Yo que a veces necesito perderme en la nada. No ser yo, ser otra diferente y distinta de la mujer de diario. Yo que necesito perderme en el anonimato para de alguna manera volver a encontrarme. Yo que no deseo ser quién fui a ratos, que quiero perderme dentro de mi misma en esas capas y capas de tiempo y vida no vividos, no existidos y que sin embargo están ahí, yo que huyo de mi vulgaridad para caer en lo mas vulgar todavía o en lo mas sublime, yo que quiero ser y no soy. Que soy y no quiero ser. Yo declaro que amo esta vida interior aunque signifique en algunos momentos cerrar puertas, mente y corazón a aquellos que me rodean y me demandan la entrega de todos mis momentos. Aunque los defraude y tenga que pagar a cambio el precio de la culpa. Yo que soy esa mujer que perdió su inocencia y se escindió. Yo que lucho cada día por ser. Yo… esa partícula de infinito egoísmo. Yo, quiero ser todo y todos. El amante, el niño, el asesino, el mar, el fuego, el arma, la víctima, la loca, la borracha, la prostituta, la santa, la cuerda, la enferma, el miedo, el juego, el morbo… Yo que lucho continuamente con mi conciencia por la redención de mis pecados, por mis amores y mis desamores. Por mis pensamientos impuros, por mi sentimiento de culpa, por la culpa en si misma, por no pensar lo suficiente en los otros, por pensar demasiado en los otros. Yo que soy mujer y lo doy todo, que a momentos odio darme y sentirme vacía. Yo que soy mujer y me necesito... Y necesito al amigo, al compañero, a la familia, al desconocido que se cruce en el camino de mi mente, en mis sueños y en mis fantasías. Yo que quise querer y quise mal. Que supe mentir y miento y sufro por ello.


Yo declaro… que sólo soy yo, un ser humano, hija de mi época, confusa, llena de contradicciones. Poseedora del blanco y del negro, deudora de las distintas gradaciones del gris.

LOCURA

Locura extrema. Dolor incesante. Tormenta interior. Olvidar. No sentir. Morir. Estar muerta, estar vacía, estar hueca. No querer. No suplicar, no dar, no recibir. No ser.

Muerta, muerta me repite mi voz interior. Estas muerta y eso esta bien. No huyas, no te alejes, no corras. Estas muerta y lo sabes.

¿Qué ha sido de tus sueños? No son más que burlas crueles que se lanzan a comerte el alma. Devoran tus sentimientos con felices sonrisas ensangrentadas. Ya no aspiran a más.

No supiste darles a luz. Son fetos podridos de dientes afilados revolviéndose en tu interior. No es más que locura. Tu locura. La única que importa en este mundo de locos. La única que te importa a ti, por que siempre has sido así, egoísta hasta la médula. Y tú lo sabes. Mierda de vida con la sonrisa puesta.


El incesante dolor de estar viva y consciente de la larga muerte interior. Gusanos devorando pedazo a pedazo de repugnantes cadáveres guardados dentro de la moribunda alma. Esa que descubriste y abandonaste a la primera decepción. ¿Quién eres? No hay respuesta para esa pegunta.

Te enfrentas a ese lado oscuro de la perfidia sin nombre y sin razón. Te gusta hacer daño a esos inocentes cuentos que a veces se atreven a asomarse a tus ojos. Nada es real, nada te sirve, todo pasa por tu garganta, enorme pantagruélica en su locura, procesando sin fin cada minuto inocente convirtiéndolo en mediocre maldad. Y en ella te revuelcas, por una vez feliz de tu infelicidad.

Ni siquiera siendo mala eres buena. Eres… lo que eres. Un conjunto imperfecto de sensaciones, emociones y sentimientos imitados y robados. La locura es creerte diferente de los demás.

martes, 3 de febrero de 2009

Ejercicio 6 (03-02-2009) Café.

Los primeros minutos de la mañana siempre se van preparando una cafetera. Me levanto hacía las cinco de la mañana, no siempre, no todos los días, pero sí aquellos en que consigo imponerme mi propia rutina. Vacío la cafetera, de estás italianas. La que tengo ahora es de metal, de forma redondeada en el depósito de agua. Es un regalo. La enjuago y dejo que el agua caiga poco a poco en el depósito hasta llegar a la señal en forma de dos remaches que hay en su interior, lleno el filtro del café, esa especie de mini colador de metal, con sus cientos de agujeritos. Como soy un poco desastre no utilizo una cucharilla, ni tengo el café en un bote cerrado herméticamente ni lo guardo en la nevera para preservar su aroma. Lo tengo encima del banco, en su paquete original, generalmente una marca blanca por que a pesar de ser cafetera, la economía se impone. Después de esto, ensamblo la parte superior, y pongo la cafetera al fuego.

Mientras hago todo este ritual sigo medio dormida y así espero, en silencio e inmóvil a que el café salga. Suelo perderme en mis pensamientos. Son tres o cuatro minutos entre el sueño y un segundo despertar. ¿En qué pienso? No puedo responder que en nada, porque yo siempre pienso, siempre me cuento cosas. Hoy he contado las horas que he dormido, he recordado las palabras de una persona que me dijo que últimamente sólo ve mi espalda… dormida, añado yo. Yo que he sido tan nocturna, que la noche ha sido mi momento de creación, ahora me acuesto muy pronto para poder tener estas dos horas de soledad. A veces productivas, a veces no. En algún momento de estas reflexiones escucho el barboteo del café. Ya sale. Me muevo. Busco un vaso. Ahora siempre limpios, porque yo me encargo de ello. Lo pongo encima del banco, busco la sacarina, la cuchara… El aroma del café llena el aire. Lo inhalo, cálido, ligeramente amargo y ahora si me impaciento y levanto la tapa de la cafetera para controlar cuanto tiempo falta para que acabe de salir. Ya. Apenas barbotea. Apago el fuego. Vierto el café en el vaso, y con él como única compañía, me vengo aquí, al ordenador, al silencio y a lo soledad buscada. Aún no lo he saboreado. Abro mis documentos y elijo el tema del ejercicio, el de hoy este: El café. Pero el mío, el de nadie más. Ahora sí, ahora me lo tomo despacio, sorbo a sorbo, mientras escribo. Ya estoy despierta, aunque sueñe.

Ejercicio 5 (01-02-2009) Tristeza

Irreal, fantasmal, vive la tristeza en mí. Va más allá que cualquier otro sentimiento que posea, al menos hoy. La tristeza es una mezcla de desesperanza, de nostalgia por lo que se fue y por lo que pudo haber sido. La tristeza soy yo. En la cobardía, en el dolor e incluso en la entrega. Todo esta teñido de su toque. Todo lo que toco, todo lo que siento, todo lo que pienso esta impregnado por una capa sutil, como polvo de tristeza. Sé que esta ahí, en las puertas de mis ojos, lista para salir en forma de agua. Agua que retengo y contengo para no desbordarme, para no reconocerla y no darle poder sobre mí. Pero ahí está. Ácida, rabiosa, amarga. La recubro del terciopelo de los buenos sentimientos, de los deberes cumplidos a medias, de la penosa satisfacción de ser quién más sufre. La retengo con las dos manos, me envuelvo en ella, la huelo, la acaricio, la tomo para mí. Es mi corona de espinas clavada en la frente, es mi látigo de masoquista oculto, enterrándose en mi carne. Es la garganta abierta de la víctima que se entrega conocedora de su destino. Es el alimento interno de mi alma creadora, vampírica. Sensaciones inútiles en su totalidad. Vacío tembloroso. Agujero sísmico. Mi corazón sangrante y solitario. Estoy sola frente a ella, con ella y en ella. Es el alimento transustancial. La carne convertida en pan. Yo devorándome a mi misma, en un ciclo continúo. La vida envuelta en la nada. Me siento vacía y perdida, ausente de mi propio transcurrir. Sin esperanzas de ser. Olvidada y fuera del pensamiento. Muerta sin remisión en este mundo extraño de sentimientos y no soy y no seré y se me rompe el alma. Me debato en el paraje inhóspito de mi interior. Trato casi cada día de ignorar el viento helado que lo recorre, los filos de los precipicios, de las rocas que lo pueblan, intentó no ver la sangre que mana de mis heridas, intento no saber que mi cuerpo desnudo se muere allá dentro. Miles de pequeñas heridas que nunca se curan. Cierro los ojos a mi rostro mutilado, a mis manos vacías, a mis pies vacilantes. Mis pechos, mis caderas, mi sexo se secan, se marchitan arrebatada su humedad por el viento voraz que me recorre

domingo, 1 de febrero de 2009

Ejercicio 3 (27-01-2009). Un recuerdo.

No sé que edad tendría. Apenas un bebe convertida en niña. Un vestido de verano. Ligero, de tirantes, blanco con florecitas minúsculas haciendo un dibujo de rombos, seguramente corto. Una mañana soleada. La habitación de mis hermanas, Mis brazos alzándose. Yo misma deslizando el vestido sobre mi cabeza, la sensación de ser mayor, acababa de vestirme sola por primera vez. Zapatos negros, calcetines, dos coletas tirantes y correr por la calle delante de mi casa. El fresco de la mañana en mis brazos desnudos.

Ejercicio 2 (23-01-2009) Habitación imaginaria

Una habitación no muy grande. Orientada al este, con una ventana velada por un visillo blanco y cortinas claras que puedan correr se sobre ellos para darle una mayor intimidad en la noche. La habitación estaría pintada de blanco. Las paredes, el techo. Una lámpara en el techo bajo, con tres focos de luz amarilla. Dos de las paredes estarían recorridas por estanterías del suelo al techo llenas de libros. De cualquier libro que me haya gustado en mi vida. Libros viejos, un tanto deshojados, algunos sin cubiertas. Otros recién comprados con su olor a libro nuevo. Y toda una sección para aquellos que sé que debo leer y aún no he podido. Algunos por que no me sienta aún capaz de llevar a cabo su lectura, otros por que crea que no me van a gustar, pero que me sorprenderán en su momento. Yo lo sé.

En la tercera pared, mi ordenador, sobre una mesa lo suficientemente grande para contener también mis papeles, mis bolis y mis carpetas. Por supuesto el libro que este leyendo en ese momento. La lámpara de pie, una de ellas, estaría justo al lado, para darme una luz íntima, cálida mientras escribo. Justo al lado y con vista a la ventana me encantaría tener esa mecedora de mi abuela, la que de niña estuvo una vez en casa para que mi padre la arreglara. De madera oscura y asiento y respaldo de rejilla. Con cojines grandes, cuadrados, Los veo blancos, con puntillas recorriendo sus bordes y unos lazos primorosos atándolos a la madera, Me sentaría en ella, cuando deseará leer. O bien mirar a la calle, entre los visillos. En medio de la sala, aunque quede un poco desordenada, un poco llena hay un sofá: largo, cómodo, con una mantita encima y al lado la eterna mesita auxiliar en madera oscura y cristal dónde hay inevitablemente un vaso con café y un cenicero con un cigarrillo humeante.

Ejercicio 1 (22-01-2009). Lágrimas

No llorar. No lloro por que si empezará no podría parar. No dejo que la humedad pase de la orilla de mis pestañas, la dejo contenida entre ambas fronteras. Abro bien los ojos para que no puedan manar y espero, espero a que se vuelvan a mi interior. No lloro por que si una lágrima consiguiera huir, fugitiva, a lo largo de mi mejilla, otras muchas desearían seguirla en su camino hacia la libertad. No lloro por que temo anegar mi cara, mi nariz, mi boca mi barbilla, mi cuello, mis pechos, mi ombligo, mi sexo, mis piernas, mis pies, en agua salada, intima, ardiente. No lloro por que no deseo que el suelo se empape, que los rincones de la habitación se llenen de agua amarga, por que no deseo que salgan por la puerta y llenen poco a poco todas las habitaciones de la casa, no lloro por que no quiero que acaben empujando contra la puerta de entrada, que se escurran por debajo, que salgan a través de la cerradura, que invadan el rellano, que se cuelen en el ascensor, que bajen las escaleras, que inunden el patio, que salgan a la calle, que discurran todas juntas buscando los planos inclinados y se filtren por la tierra de los jardines, por las juntas de las aceras, por los desagües de las carreteras, que no invadan las cloacas, que no lleguen a las tuberías generales, que no vayan a parar al mar. O aún peor, se filtren con las aguas potables y acaben diluidas en todos los grifos de todas las casas del mundo.

No lloro por que no tendría fin.

Sentimientos

Se terminó el taller y casi no he traído cosas aquí de él. Aún así me siento agradecida por todo lo que he aprendido, no sólo en cuanto a técnicas, trucos de escritor y estilo, también en cuanto a sentimientos. Ha sido una época muy dura en mi vida personal. No sé como habría ido este taller si hubiera mantenido las expectativas con las que me matriculé en él. La ilusión, las ganas y los miedos. En vez de eso, se transformó en una tabla de salvación, en un lugar sereno y calmo en medio de la tormenta. Y por eso, además estoy agradecida.

Una de las cosas que no imaginé es que hubiera que leer en alta voz y a todos nuestros compañeros: Eli, Cata, Saúl, José Luis, Manolo, Alberto y nuestra guía
Aurora los ejercicios del taller. Yo soy tímida, muy tímida y además tengo una especie de pudor nacido de mi propia inseguridad para mostrar lo que escribo y el eterno temor de no estar a la “altura” de lo que se requiere de mí o de lo que me exijo a mi misma. Pero me obligó a asumir que yo escribo, bien o mal. Gustando o no, equivocándome o no. Me ha servido para desatar algunos nudos y aflojar otros. Yo escribo. Gracias Aurora. Y gracias compañeros de aventura.

Sólo hay una persona en el mundo que pueda entender lo que he sentido estos meses Nos hemos ido a los dos extremos tú y yo, ¿No es cierto? A pesar de todo formas parte de mí.

Una de piratas

― ¡Os advierto! Rendíos o moriréis _ Grita “Caballero John”.
― ¡Nunca! Jamás me rendiré a un sucio pirata ―Le respondió el joven Marqués.
Los dos hombres danzaban en medio de la cubierta del mercante, esquivando los cuerpos que luchaban a su alrededor. La sangre resbaladiza corría bajo sus pies. Resonaban los golpes de las espadas a su alrededor, los gritos de los heridos y los salvajes alaridos de los piratas llenaban el aire. La visibilidad era escasa, el humo de los pequeños incendios provocados aquí y allá por las balas de los cañones, que permitieron el abordaje del barco pirata “el temerario” al mercante holandés, les hacía escocer los ojos.
Poco a poco, Alexander fue conduciendo al pirata, a un rincón de cubierta, hasta que con una finta súbita, le desarmo. Y con el grito de: ¡Muerte! puso la espada en el cuello.

“Caballero John” echó hacia atrás la cabeza mirando al joven con unos vivísimos y serenos ojos azules:
―Adelante pues, acabemos con esto.
― ¡Yo os conozco!―exclamó Alexander sorprendido― ¿Maese Roberts? ¿John Roberts?

El pirata escruto el rostro del muchacho:
― ¿Quién sois vos? ¿Dónde habéis oído ese apellido?―El pirata escrutó el rostro del muchacho y dijo asombrado―. ¿Alex? ¿El pequeño Alex Maynard?

― ¡Estáis vivo! Nos llego la noticia de vuestra muerte hace muchos años. ¡Pero vos aquí! y siendo un pirata.
Alexander bajó lentamente la espada cuando un grito estentóreo resonó a sus espaldas.

― ¿Necesitáis ayuda, escritor? ¿Os libero del mocoso?

Ambos contemplaron al recién llegado. Un hombre corpulento de casi dos metros de altura. Su elegante casaca roja impecablemente cortada y sus calzones blancos rezumaban sangre y en la cara sorprendentemente limpia mostraba una mueca feroz.

―No, Capitán Teach, el joven es un antiguo pupilo mío, del que guardo un agradable recuerdo y con el que me gustaría charlar más extensamente.
―Adelante pues, llevadlo a nuestra nave. “Esto” ya está liquidado―dijó el Capitán, señalando la cubierta, dónde los piratas se afanaban sobre los muertos y heridos, palpándoles la ropa, antes de tirarlos al mar.

Horas más tarde, un aturdido Alexander Maynard paseaba nervioso por el camarote del capitán. John Roberts, repantigado en una pesada silla ante una mesa cargada de viandas robadas al mercante holandés, lo contemplaba con una copa de vino en la mano.

―No lo entiendo, maese Roberts, vos me enseñasteis a comportarme con el honor de un caballero y os encuentro en esta situación. Rodeado de bergantes sanguinarios. Con ese rufián del Capitán Teach, cuya fama de sanguinario se ha extendido por todo el Caribe e Inglaterra.
―Sentaos, mi buen Alex, y tomaos una copa de este buen vino español en nombre de nuestra antigua relación. Y ahora disponeos a escuchar:

―Recordaréis que vuestro padre me despidió cuando vos partisteis para la escuela. En aquellos tiempos, y a pesar del pequeño estipendio con que vuestro padre me obsequió y las pequeñas remuneraciones que mis cuentos ganaban en los diarios, no tenía suficiente para malvivir en una pésima pensión de la que estaban a punto de expulsarme cuando me encontré con el capitán de la marina Sir Edward Moore que me propuso que le acompañara en su siguiente viaje, para que relatara su vida y dejará constancia del honor de la vida en la marina. Así pues, decidí embarcar pensando en lo importante que sería una historia así, tomada como quien dice, de la vida y que al menos estaría mantenido y sin gastos durante el tiempo que durase la travesía. Así que una mañana despejada de primavera, partimos. Durante el viaje pude comprobar el poco honor que había en la vida marinera, llena de penurias y privaciones y el orgulloso sádico que era el Capitán Moore, capaz de ordenar el secuestro de jóvenes en la flor de la vida, para su uso en el navío y de condenar a cualquiera por la mínima infracción a unas variadas penas que iban desde un número excesivo de azotes hasta el ahorcamiento en el palo mayor, por una mala mirada que ofendiera su orgullo o el triste robo de un mendrugo de pan de algún pobre desgraciado.

―El Capitán Moore… ―murmuró Alexander―Eso es, llegaron noticias de la desaparición de su buque y de toda tripulación. Y de vuestra muerte maese, hará como unos cinco años. Se supuso que la piratería había acabado con ellos.

John Roberts se encogió de hombros y asintió:

―Sí, un medio día de horrible recuerdo avistamos un barco en la lejanía. Teníamos escasas las reservas de provisiones y agua por lo que el capitán decidió abordarlo con el objetivo de que por las buenas o por las malas nos prestaran algo de su avituallamiento. Perseguimos durante horas al navío que no tenía seña alguna, hasta que este viendo la escasa posibilidad de escapar, viró enfrentándose a nosotros y esperó, ahora sé que con los cañones preparados nuestra llegada. El capitán Moore, pidió parlamentar y exigió la entrega de los víveres. Teach, que no era otro nuestro enemigo, fingió aceptar y en una treta sin igual mandó tender una plancha entre los dos buques y empezó el trasiego de barriles y más barriles. Cuando estuvieron todos a bordo, el capitán exigió la rendición de Teach y lo acusó de piratería bajo la base de navegar sin bandera. Teach fingió entregarse pero a una orden suya, los barriles se abrieron y la cubierta se llenó de sanguinarios piratas. Podéis imaginar el resto, mi querido amigo.

―Pero vos, señor… ¿Cómo os salvasteis? ¿Traicionasteis a vuestro capitán y a vuestra patria?

―No me juzguéis tan precipitadamente, os ruego joven Alex, en aquellos días yo no era soldado, ni espadachín. Me refugié en el camarote del capitán sabiendo que iba a morir y decidido a poner por escrito antes de hacerlo, la última suerte de aquel que me había contratado y la mía misma. Ahí me encontró el Capitán Teach, escribiendo afanosamente. Le rogué que me permitiera poner el fin a mi escrito. El Capitán Teach rió y me ordenó que le leyera lo que estaba escribiendo. Tartamudeando procedí a la lectura de esta última batalla y a su treta de los barriles y como había visto morir al capitán Moore de un tajo de su espada. Me hizo preguntas y yo le explique, lo que ya sabéis, porque me hallaba en el buque. Él quedo largo tiempo pensativo y acabo diciéndome:
―Pues bien, Maese Roberts, acaba de salvar vuestra vida. Se convertirá en “mi” escritor y relatará mis aventuras para que quede constancia de ellas.

―Yo lo observé, aliviado al menos, del miedo de morir en ese instante. El Capitán Teach, presentaba un aspecto temible con su casa roja, dos pistolas en bandolera y el sable bien empuñado, apuntando hacia mí. Un hombre robusto y alto, perfectamente vestido, peinado y rasurado. ¡Ah! ¡Que admirable figura para un relato! Aún así pensé en mi honor británico. Prefiero morir— le dije―a la deshonra de servir a un pirata.

¿Deshonra decís? ¿Y hay más honra en servir a la marina británica, esos que secuestran a los hombres libres de sus casas, los matan de hambre y trabajos y los juzgan por tener hambre y rebelarse contra esa injusticia? Venid y ved lo que es para mí el honor.
Me hizo trasladar a su barco, allí me condujo a las bodegas. Allí pude contemplar baúles llenos de joyas, tejidos preciosos, pólvora y gran cantidad de diversas cosas costosas.

―Mirad―me dijo―Este es mi honor y el de mis hombres. Con él conseguimos ser libres. Y no servir a amo alguno. Así que decidme, ¿preferís el honor que yo os ofrezco o la muerte?

―Así que elegisteis la vida en deshonor, Maese Roberts―concluyó Alex con desprecio.

―Me juzgáis con la arrogancia de vuestros pocos años, Alexander. Si elegí vivir fue porque en gran parte el Capitán Teach tenía razón. El concepto de honor que yo tenía y os inculqué no se podía aplicar al capitán Moore ni a su forma de tratar a sus tripulantes, ni a los secuestros, ni al intento de robo de los víveres de la nave pirata…Y sí, deseaba seguir vivo. Así fue como me convertí en cronista de las aventuras del Capitán Teach.

―Y en algo más, maese Roberts, en el mercante no actúo de cronista…
―Sí, con el tiempo me convertí en algo más que cronista, pero eso es una larga historia y por hoy, ya tenéis bastante. Retirémonos a descansar.