martes, 30 de junio de 2009

LIBERTAD (Inclasificable)

Lo escribí con 17 años. Tan sólo he modificado algunas comas y puntos, los guiones de diálogo y poco más. He procurado respetarlo, con sus repeticiones y seguro que con sus errores de estructura y gramática.


LIBERTAD

En algún lugar de la tierra, en un hermoso jardín, nació una flor. Una flor chiquita, de bonitos colores, que parecían querer competir con los más bellos colores del arco iris. Las demás flores se alegraron de su nacimiento y decidieron celebrarlo, ya que la hermosura de la joven flor les había conmovido. De nombre le pusieron Irisada.

Así, la joven flor empezó a crecer, rodeada de la admiración de todo el jardín. Crecía feliz, y alegre, hasta que un día, entró en el jardín un gorrión. Este entretuvo a las flores, contándoles maravillosas historias de tierras lejanas y bellas como el mismo sol. Les contaba de hermosos países cubiertos siempre por blancos copos de algodón, donde la noche era más bella, más pura. Donde sus habitantes siempre tenían la nariz roja a causa del frío. “un frío mas frío que el que hace aquí en invierno” dijo el gorrión. También les contó de países tan cálidos que las flores, sus hermanas, se revestían de colores tan vivos que cuando reflejaban el sol, cegaban.

Irisada escuchaba atentamente, con su linda boquita abierta los bellos cantos del gorrión. Cuando este se marchó, Irisada paso los días en el jardín, siempre soñando y suspirando por los bellos países que tan bien cantó el gorrión y, entre suspiro y suspiro caían lágrimas de ansiedad. Día a día, la flor se esforzaba en pensar qué podía hacer para escapar de aquel maravilloso jardín que antes era su vida y ahora era su cárcel.

Preguntó al viento por la forma de marchar: Y éste, que tan bien la quería, le dijo:

―Pequeña ¿Por qué quieres dejar tu casa y tus raíces? Sin ellas no podrías vivir.

Irisada, contrariada por las palabras del cálido viento, exclamó:

— ¡Odio mis raíces que me mantienen atada a la tierra! Quiero volar y ser libre, conocer las maravillas de tierras lejanas: Quisiera volar contigo y tus hermanos, dejarme llevar por las nubes y caer en cualquier lugar que me guste, no quiero estar más en este jardín!

—Pero, Irisada... yo, que he viajado por el mundo, te puedo decir que no hay jardín más hermoso que este.
—Prefiero mil veces marchar, que ver día tras día las bellezas de este jardín.- sollozó Irisada.

El viento cálido, muy apenado le dijo que él no podía hacer nada, que no sabía como podía liberarse Irisada de sus jóvenes raíces.
La salud de la joven Irisada era día tras día más débil y escasa. En su febril imaginación había viajado 20 veces a la China, había dado 30 vueltas al mundo, más... ¡Ay! cuando volvía a la realidad, un dolor agudo atravesaba su frágil cuerpo.
Hasta que un día, una vieja flor que estaba a su lado, dijo:

—Irisada, Irisada, ¿qué te ocurre? Te encuentro débil y pálida.

Irisada con el suspiro característico en ella desde que marchó el gorrión, le contestó:

— ¡Oh, Vieja Amaya! Quiero marchar, dejar mis raíces, y VIVIR, vivir realmente, poder contar cosas cuando llegue a vieja, poder narrar multitud de sucesos que me hayan ocurrido en una vida larga y azarosa ¡Pero nunca podré desencadenarme de mis raíces! —acabó pesarosa.

La vieja Amaya se quedó un momento pensativa, y luego preguntó:

—Irisada ¿deseas la libertad?
—Sí, mucho, tanto como mi vida
—Y —continuó Amaya— tu deseo ¿hasta dónde llega?
—Hasta el infinito— contestó Irisada

— La vieja Amaya la miró detenidamente y siguió con sus cuestiones:

¿Qué? Irisada, dime, ¿qué sacrificarías por la libertad?
—Todo cuanto soy.
—¿Incluso tu vida?
—¡Mi vida! Creo… ¡Sí! Incluso ella daría por tener mi libertad. Por poder volar. Sentir el aire golpeándome el rostro, sintiendo correr en mis venas la velocidad.
—Bien —dijo Amaya— tal vez tenga una solución, pero has de pensar bien antes de escogerla, por que no es segura, y por un sueño sacrificas tu vida.

Irisada, silenciosa, mira un momento al cielo azul brillante, al sol con sus cálidos colores, sus rayos que tanto le gustaban porque rozaban sus pétalos con la suavidad de una caricia, y escuchó una voz interior que le decía: “estás ciega, enfréntate con la realidad, ¿sacrificarás tu vida por una quimera, por algo que tal vez nunca consigas? Imagina dejar de estar protegida, dejar a tus hermanas que tanto te quieren tal vez por nada...”

Sin embargo, su corazón le gritaba: “¿Vas a estar así toda tu vida, viviendo sin vivir, despertando todos los días en el mismo sitio, con todas las limitaciones que tiene tu forma vegetal? ¿No es preferible la muerte? ¡Irisada, libérate! ¡Libérate de estas tus raíces, de este mundo siempre igual, monótono, rompe los moldes y las ordenes preestablecidas!”

—¡Sí!, sí, estoy conforme, dime cual es la solución, vieja Amaya —dijo apremiante.

—Bien, dentro de tres noches habrá una gran tormenta, igual que todos los años. Tú eres joven, y aún no has visto ninguna. Son terribles y extrañas, llenas de fuerza, ruido y fuego. Fascina a cuantos la miran, provocando un deseo caótico de destrucción y vida.

—Pero, Amaya, ¿qué importancia tiene la tormenta en mi deseo de libertad? —interrumpió con impaciencia la pequeña Irisada.

—Déjame acabar. Esa tormenta que se repite en la misma fecha desde hace siglos, se dice que desde que empeñaron a florecer las flores del jardín. Tiene una leyenda. Una leyenda muy antigua. En ella se dice que el ser que por un ideal se deje incinerar, logrará lo que desea, pero teniendo en cuenta que en ese acto se puede encontrar la vida o la muerte.


Aquellos tres días le parecieron a Irisada siglos, se preguntaba durante todas las horas del día si ocurriría un milagro y sobre todo qué sucedería. ¿Qué significaban las palabras de la vieja Amaya? ¿Qué pasaría durante y después de la tormenta?
Sin embargo, todo llega, y el tercer día amaneció. Los rayos del sol no tenían su habitual fuerza y calor, las nubes ya no eran azules, ni blancas, sino de un gris sucio, cada vez más oscuras según iba pasando el día.
Por fin llegó la noche, una noche oscura. En el firmamento no había ni una sola estrella, la luna no había salido, tal vez por miedo a la gran tormenta que se avecinaba. De pronto, el cielo pareció partirse en dos, y de ambas partes empezaron a caer grandes masas de agua que amenazaban con inundar todo el jardín. Irisada sentía con fuerza el golpeteo de las gotas de agua en sus pétalos y, por un momento, temió morir ahogada. Llegaron los relámpagos seguidos de los truenos. Para Irisada aquello era enloquecedor. Por un instante se arrepintió de sus deseos, tenía miedo, verdadero miedo. Hasta que, tomando una decisión, levantó su preciosa carita mojada al cielo de esa noche horrible y gritó con todas sus fuerzas:

—¡Noche oscura, truenos y relámpagos, haced conmigo lo que queráis, pero convertidme en un ser libre!

Nada más pronunciar estas palabras un gran rayo rasgó las telas de la noche. Cuando el brillo de este se apagó, en el lugar donde había estado Irisada, se observaba una pequeña hoguera. Irisada había sido incinerada. ¿Qué sucedería ahora?
Al cabo de un momento en la pequeña hoguera, surgió una gran llama de colores bellísimos. Esta se separó de la hoguera y llegó al cielo, donde se convirtió en un pájaro de una belleza poderosa y salvaje.
Sus alas eran fuertes y ligeras. Sus plumas de vivos colores, eran largas y suaves. Su pico parecía poder encontrar comida en los sitios más difíciles. Su vuelo, majestuoso.

Era Irisada, sí, que había conseguido su sueño.

Fin.

domingo, 28 de junio de 2009

Diálogo (Ejercicio)

Mía le miró de reojo desde la cama. Repantigado en ese enorme sillón le sonreía burlón.

―Deja de mirarme así, Javier. Me pones nerviosa.
―Me gustas nerviosa ―susurró juguetón.
― ¡Joder! Te estoy hablando en serio. ¿Qué coño quieres de mí?
―Poca cosa, la verdad.

Esa frase, breve, le dolió. Él lo supo al instante. Se guardó la sonrisa en la voz.

―No te pongas sensible. Haces un drama de cualquier cosa. Sólo estaba pensando que me gusta verte así.
―Así… ¿Cómo? ¿Mosqueada?
―Bueno… si vas a enfadarte, también me gustaría verlo. Pero no, lo que me gusta es verte vulnerable, insegura, pendiente de mí.

Le miró sorprendida. ¡Qué cabrón! Ya ni siquiera pensó. Manoteó por la cama hasta encontrar la camiseta que se acababa de quitar. Avergonzada de estar desnuda mientras el continuaba vestido. Se la puso a tirones violentos. Oyó su risa suave. Él le lanzó sin fuerza una prenda a la cara. Las bragas.

―Te harán falta, si piensas salir de estampida. El rubor nació en su estómago y trepó vertiginoso a la cara.
―Mierda ―masqulló, girándose de espaldas a él. Lágrimas de furia y humillación ardían en sus mejillas. Apretó las bragas en la mano― ¿Por qué?

Escuchó su risa suave. El crujido del sillón, los pasos amortiguados por la alfombra. Tensa esperó inmóvil mientras el se aproximaba. Los botas sucias aparecieron ante sus ojos Las piernas enfundadas en los desgastados vaqueros. El bulto obsceno frente a la cara. Se negó a subir la mirada. A que viera las lágrimas.

—Me pone caliente ―la voz la mojó desde arriba. Densa, sucia― Chúpamela.
—No —Apartó la cara―. Me voy. Esta vez para siempre.

Javier dio un paso más, forzándola a abrir las piernas. Obligando a sus pies descalzos a apartarse ante la amenaza de las botas pesadas.
—Hazlo. Ahora ―El dedo índice deslizándose lento por la mandíbula hasta su boca.

Mía abrió los labios, mojando el dedo de Javier con su saliva. Lamiéndolo…Introduciéndolo en la humedad cálida tras la barrera de sus dientes.Javier gritó, arrancando bruscamente el dedo de su boca. Apartándose de Mía.

—¿Estás loca? Me has mordido.
―He dicho que no. Se acabó. Estoy cansada de tus juegos ―rodaron por su lengua manchada de sangre las palabras. Despacio, dejándolas caer una a una.

El corazón se le rompió mientras su espíritu se recomponía.

―Ahora sí que la has cagado, estúpida. Vete. Sal de mi vida. Para siempre.

Mía acabó de vestirse. Mirándolo. Por fin después de tanto tiempo, mirándolo de verdad. Con los ojos libres de él.

―Adios, Javier.

Se detuvo un momento antes de salir de la habitación de hotel. Una más, en sus casi cinco años de relación. Y abandonó allí, junto a él, su amor.

Fin

martes, 23 de junio de 2009

Ejercicio 29º: Tomás

TOMÁS
Tommy sorprendió su reflejo en el brillante escaparate de la boutique más lujosa, de esa enorme calle comercial de la que llaman la ciudad más importante del mundo. Se quedó parado, desconcertado, aturdido. La gente pasaba presurosa, sin mirarlo. Evitándolo con esa maestría de los ciudadanos de la gran urbe. Desviando sus pasos automáticamente, creando un ligero semicírculo de vacío a su alrededor. Tommy se acercó aún más a su imagen, tratando de decidir si era realmente él aquello que estaba allí metido en el cristal. Movió una mano, se quitó la gorra harapienta de la cabeza, sacudió el pelo, cuerdas de suciedad que se negaban a moverse. Se convenció de que sí, de que por algún extraño fenómeno eso era él. ¿Cómo había pasado todo? ¿Cómo había llegado a convertirse en ese… indigente que le saludaba con la mano? ¿Cuándo su cabello bien cortado, elegante, suelto en reflejos leoninos se había transformado en aquella escultura de grasa? Si creyera en los cuentos tendría que pensar que un hada malvada, a la que debía haber decepcionado mucho en alguna ocasión y le estaba sometiendo a pruebas innumerables que debía estar fallando miserablemente. Durante unos segundos o mil, su mente dispersa se recreo en la idea. Tal vez fuera una ancianita a la que no había ayudado a cruzar la calle o puede que la hubiera salpicado con el barro de los charcos de un día lluvioso, conduciendo su auto de lujo mientras cerraba acuerdos desde su móvil. O quizá el hada fuera aquella morena de ojos negros que una noche encontró en un bar de mala muerte al que entró a comprar cigarrillos y que le miró como si él pudiera ser en esa vida o en otra su príncipe azul. Aquella a la que llevó a una cena tardía en su restaurante favorito, donde le llamaban por su nombre de pila y siempre encontraba mesa. Aquella a la que después condujo al elegante hotel de suites lujosas y alfombras doradas y blancas para dejarla dormida al amanecer, eso sí, asegurándose al pagar en recepción de que le hicieran llegar por la mañana dos rosas rojas con una nota que decía: “lo siento, sólo creo en el amor a primera vista cuando bebo más de cuatro copas”. O quizás si fuera más supersticioso podría pensar que le habían lanzado un mal de ojo, que un tuerto le había mirado mal o más bien una bruja vestida de Prada, cuarentona y resentida al haberle jodido un negocio…

― ¡Eh, tú! Fuera, que espantas a la clientela ―dijo una voz potente cerca de él, rompiendo la dispersa cadena de pensamientos.

Tommy, Thomas Fernández miró a su alrededor desconcertado. ¿A quién hablaría ese energúmeno con traje de tres piezas y un bulto sospechosamente parecido a una porra en la cintura?

―Joder, tío… ¿Estás sordo? ―Una de las manazas del tipo se agitó ante su cara, mientras la otra se acercaba al bulto sospechoso de su cintura― Venga, cerdo, que te abras, que te largues, fuera de aquí. Vete al albergue a darte una ducha o ¡Qué coño, al parque a dormirla o a lo que sea que haga la gente como tú!

Tommy, al fin entendió con quien hablaba el armario trajeado y también la amenaza implícita en esa mano acercándose al bulto que parecía una porra. Ni siquiera intentó una explicación, ni una disculpa. En los últimos tiempos si bien no había aprendido gran cosa, una de las que había aprendido con toda seguridad era la siguiente: la gente trajeada, la gente corriente, la gente con “vida” puede tratarte de cualquier manera y si tú no eres nada de todas esas cosas más te vale no protestar, agachar la cabeza y pirarte lo más rápido, silencioso e inadvertido que puedas. Las consecuencias de no hacerlo pueden ser las siguientes: corrillo de gente que insulta, una paliza o incluso que aparezca la policía con lo que puede unirse el insulto, la paliza y además una visita a comisaría donde alguien muy poco amable puede hacerte sentir muy mal. Así que él, Tommy, es decir Thomas Fernández hizo justamente eso, agachó la cabeza y se piró. Al parque, claro. Del albergue ya le habían echado esta mañana. Después del desayuno: café aguado y galletas blandas.

Caminó despacio calle abajo, no había prisa, nunca tenía prisa ahora. Mirando al suelo, evitando cruzar sus ojos con cualquier otro par de ojos que por casualidad estuvieran mirando en su dirección. De nuevo sus pensamientos viajaron al pasado como hacían varias veces cada día, repasando cada detalle de su caída en picado. Buscando dónde, cómo y por qué su vida se había esfumado. Hacía tan sólo dieciocho meses era uno de los llamados jóvenes promesas o emprendedores o triunfadores o… más comúnmente uno de esos jóvenes hijos de la gran puta que lo tenían todo en la vida. Un puesto relevante en una gran empresa, un sueldo acorde, un piso pequeño, “de soltero” justo en el centro de la ciudad con los alquileres más caros del mundo… ¿Qué había fallado? Sí echa la vista atrás le parece que todo comenzó con la muerte repentina de su mejor cliente cuando estaban a punto de cerrar el mejor trato de su historia. Su viuda, una vieja necesitada, que confundió (allá en sus ambiciosos comienzos cuando Tommy entendió que con los negocios pasaba lo mismo que con la guerra y el amor: todo vale) negocios con amor, cuando tuvo que emplear un camino alternativo para llegar hasta su marido, se recreo sádica y cruel con él, con Tommy. Renegoció el contrato de publicidad mejor pagado hasta el momento, habló con sus jefes, le sonrió, le hizo creer que la tentaba, le tuvo a sus pies y una vez allí, le pisoteó. Ya había lamido unos cuantos culos antes, pero esto fue una bajeza, lo peor de lo peor. Esperó hasta que Tommy se sintió seguro de conquistar la cima del mundo y entonces… se fue con otro. Rompió el contrato, destrozó sus esperanzas… y las que sus jefes habían puesto en él y de nada sirvió que suplicará y se arrastrará ante todo el mundo. Cayó en desgracia, ya se sabe. A partir de ese momento todo aquello que tocaba le salía mal. Y aquí en esta ciudad, en este negocio hay que ser rápido, listo y buscar la primera oportunidad, porque no hay segundas. En año y medio perdió trabajo, apartamento, coche y se comió sus escasos ahorros, engañándose, aún creyendo que podía recuperar lo que fue. Sus amigos siempre habían sido de esos que puteas en cuanto se dan la vuelta, de esos que ocupan puestos interesantes y que creen que el tuyo les será útil algún día. Así que se complacieron tanto de que fuera él y no ellos los que perdieran el tren, que lo ofrecieron como víctima de sacrificio. Si le toca a él, no me toca a mí, debieron pensar y ayudaron a hundirlo más rápidamente.

Tommy sacudió la cabeza. El parque se extendía delante de él. El césped brillaba al sol de la mañana. Madres con sus bebes, disfrutaban de las primeras horas de la mañana. Los corredores habituales sudaban y resoplaban por las sendas, aislados del mundo, conectados a aparatos de todos los colores y tamaños. Solos en su esfuerzo por ser más. Más guapos, más sanos, más ágiles. Cómo si eso les protegiera de los golpes de la vida o se entrenaran para correr más que la muerte. Tommy había aprendido por la vía rápida que nada te preparaba para ganar a la vida. Esa gran cabrona que siempre vencía.

Esquivó a toda esa gente. Hoy no le apetecía que volvieran a recordarle que no era nada. Que ya no importaba a nadie. Tratando de esconder dentro de si mismo la imagen que le había devuelto el escaparate de la boutique.
Llegó al corazón del parque, dónde una pequeña parte del bosque antiguo que antes era dueño de todo aquel terreno aún supervivía. Sabía que era peligroso, las bandas solían reunirse allí o eso decían. Ocultos por los árboles, los estrechos caminos y sobre todo por el miedo de los demás, que jamás se alejaban tanto del césped cuidado de la periferia del parque, de las sendas abiertas, de la proximidad palpitante con las calles de la ciudad donde sentían una falsa seguridad. Un pequeño edificio abierto le llamó la atención. Las piedras de la fachada brillaban con la luz verdosa del sol a través de las ramas de los árboles. La puerta de madera antigua y sólida estaba entreabierta, dejando ver una oscura calma interior. Tommy no creía en los cuentos de hadas, ni en la magia, ni en la brujería, así que tomó la atracción hipnótica que le producía esa oscuridad como un deseo intenso de soledad. De no ver su condición reflejada en la mirada de repulsión de los otros. De permitirse olvidar por un instante en lo que se había convertido. Así que no se resistió y caminó hacia la oscuridad tentadora colándose por la apertura de la puerta. No le extraño (o mejor, ni siquiera lo pensó) que las paredes interiores también fueran de piedra, que en el techo las vigas de madera estuvieran a la vista, que el propio techo tuviera forma de cúpula, y que una pequeña abertura redonda, casi como el ojo de buey de un barco, presidiera una de las paredes. Le resultó algo más raro que los cristales que la cubrían fueran de colores, como la vidriera de una iglesia y que la luz al pasar por ella proyectara en el suelo una figura que le recordaba algo conocido. La observó durante un largo momento, incluso andó alrededor de ella, mirándola desde distintos puntos hasta que la figura se hizo más nítida ante sus ojos y le trajo un recuerdo de su niñez en casa de sus abuelos ―justo antes de que sus padres le dejarán allí para partir en un viaje del que no volvieron jamás, víctimas inmoladas al voraz dios de la velocidad, en una carretera de mala muerte, como lo eran todas, porque esa muerte siempre es mala y repentina y deja a los heridos de los muertos indefensos, en casas extrañas, con gente que ya no tiene ganas ni fuerzas para criar a un niño cuando su propia hija les ha abandonado―. Vio la mano de su abuelo, oscura y llena de manchas desplazarse por un tablero, acariciando casi las figuritas que vivían en los cuadros blancos y negros. Vio la mano de su madre, también oscura, pero tierna, suave y flexible cogiendo entre sus dedos una figurita blanca y desplazándola en diagonal. Recuerda la cabeza redonda de la figura, con una ranura alzándose sobre una columna fina y una base redonda. Un alfil, eso es. A eso le recuerda la imagen proyectada en el suelo. El color del cristal central de la vidriera lo convierte en un alfil de amatista. O en un charco de vino morado oscuro en el suelo. De pronto siente la necesidad de tenderse allí. Justo en ese punto, de sentir el charco de luz en su cara. De sentir el sabor de ese vino-luz-joya derramándose por sus labios. Cierra los ojos y deja que el color le bañe. El frío del suelo traspasa su abrigo y llega a su espalda. Los rayos morados del sol calientan su rostro. Abre los ojos, miles de motas moradas danzan entre él y el ojo de buey. Caen sobre él, lo rodean, trazan el perfil de su cuerpo en el suelo, lo tantean y lo prueban. Se introducen en cada poro de su cuerpo; las respira por la nariz, entran a borbotones en su boca abierta, las siente meterse entre cada molécula de su cuerpo, rodeando sus átomos, ocupando cada resquicio libre en su interior y en su piel. Ahora Tommy sí se asusta. Intenta ponerse de pie, manotea, quiere correr, pero ya es tarde. De pronto lo arrastran con ellas. Se siente flotar en el aire, nota como se contraen y contraen su cuerpo convirtiéndolo en un punto de luz morada que se eleva hasta la vidriera. Esta atrapado en un túnel radiante. Un punto de luz morada que es succionado hacia otro punto, dorado, brillante situado al final del túnel. Se mueve cada vez más aprisa y el punto final le espera haciéndose más y más grande a cada momento. Cerraría los ojos si supiese donde están. Pero no lo sabe y ve que corre hacia un círculo dorado, que se convierte en un pozo luminoso y ya cuando casi puede tocarlo en un rosetón de iglesia, contra el cual teme estrellarse. Pero no, porque aún es un punto de luz y lo cruza junto con el sol, que se cuela a chorros por los vidrios de colores, que lo transforman a él y a los rayos que le acompañan en colores que atraviesan el aire de una iglesia desconocida, hasta depositarlo suavemente en la piedra del altar. Allí las motas moradas abandonan su cuerpo, poco a poco al principio para acabar elevándose a miles, refugiándose en la extraña figura que se esconde junto al rostro de un Jesús crucificado y una virgen doliente. Desde su posición, abandonado boca arriba en el altar, descubre que la figura que el creyó un alfil no era tal, más bien la representación de un ser con una cabeza enorme sobre un cuerpo escuálido. No piensa, no reflexiona. Solo ve lo que ve antes de que un murmullo llegue a sus oídos. Un murmullo que va subiendo de tono y reclama su atención. Gira la cabeza y ve a una anciana, porque eso es lo que es, que se inclina hacia él. Ve sus ojillos brillantes, negros y las arrugas trazando mapas en su piel. Se acerca tanto que ya siente su respiración rozando su cara. Con un respingo se incorpora hasta quedar sentado y trata de alejarse de la mujer. Un coro de exclamaciones acompaña su movimiento.
Tommy, Thomas Fernández mira por primera vez a su alrededor. Un círculo de mujeres, tan ancianas o más como la primera le rodea. Hablan entre ellas rápidamente, en voz alta, casi gritándose unas a las otras. Le confunden las voces, tantas a la vez. Finas, roncas, dulces, graves, duras… Casi entiende lo que dicen y por un momento piensa que si hablaran una a una podría saber que está pasando. Se encoge sobre si mismo mientras el círculo de ancianas se acerca más y más a él. Todas fruncen de golpe la nariz. Como si hubieran olido algo repugnante. Le recuerdan a su abuela aquella vez que se coló una mofeta en la cocina. Tommy se siente ofendido. Esta claro que piensan que huele mal. Bueno, él no sabía que iban a secuestrarlo. No sabía como lo habían hecho, pero estaba claro que eran ellas la que lo habían traído hasta este lugar. Aún así no pudo evitar avergonzarse, hacía días que no se duchaba. Ni siquiera cuando en el albergue se lo habían sugerido con tacto quiso hacerlo ¿Para qué? Se sorprendió pensando que ojalá lo hubiera hecho, cuando la primera anciana se acercó de nuevo a él y lo tomó por la manga del abrigo. Tirando de su brazo para soltarlo casi de inmediato conteniendo la respiración, antes de quitarse el pañuelo que llevaba al cuello y cubrirse con el la boca y la nariz.

―Tampoco es para tanto, vieja ―le soltó sin poder evitarlo― tú pareces un fantoche con esos trapos negros que te gastas y yo aún no te lo he dicho.

La mujer le miró con dureza sin responder y decidida volvió a tomarlo del brazo para hacerlo bajar del altar. Tommy trató de resistirse. No quería ir a ninguna parte hasta que no le explicaran que estaba sucediendo o se despertará, lo que antes sucediera. Nada, no pudo ser porque a la mano de la mujer que le estiraba de la manga se unieron muchas más que empujaban, tiraban y arrastraban. También hubo alguna mano malvada que pellizcó con fuerza, cuando él trató de defenderse a codazos del acoso de aquellas mujeres, lo que hizo que a Tommy se le desvaneciera la ilusión de estar soñando. Agotado, acabó por rendirse a la voluntad, más que poderosa de las ancianas y se dejó conducir como res al matadero a donde estás quisieran llevarlo. La mujer con el pañuelo atado a la boca y la nariz, le tomó la cara con la mano. Le miró a los ojos con dulzura y asintió satisfecha. Tal vez tratara de tranquilizarlo, tal vez no. Pero él se sintió mejor y tuvo ánimos de mirar sobre las cabezas de las ancianas. Estaba en una iglesia, como ya sabía, iluminada por velones enormes situados cerca de los bancos y en las paredes. Hasta donde alcanzaba a ver estaba todo limpio, limpísimo, la madera de los bancos estaba frotada hasta resplandecer. Las raras figuras que adornaban las paredes, recreando escenas del nuevo testamento (otro recuerdo fugaz de su niñez: las estaciones que presentan el vía crucis del cristo en las paredes de una iglesia aséptica y blanca, muy diferente a esta) estaban pintadas por capas y capas de negro brillante. Del suelo de piedra ascendía un olor fresco a hierba y a luz de sol. Y sin embargo los signos del tiempo eran evidentes. Bancos rotos sin reparar apoyados de cualquier manera en las paredes, piedras desprendidas colocadas con cuidado cerca de donde cayeron, una ventana pequeña y oscura tapiada con maderas… todo parecía necesitar una urgente reparación.

Las mujeres seguían parloteando a su alrededor. Tres o cuatro de ellas, se desgajaron del grupo y avanzaron deprisa hasta la puerta, abriéndola de par en par y saliendo presurosas por ella, dejando entrar la luz y el calor del sol junto con una ligera brisa llena de aromas, densos y resbaladizos que se colaron por su nariz como un dulce extraño. Olió más intensamente. A pino, a flores, a campo, incluso a nieve fría y lejana. Olores puros, sin contaminar, sin rastro de gasolinas, de contaminación, de amontonamiento humano. Limpios. Se embriagó con ellos y perdonó en parte los gestos de la anciana ante su olor.

Ahora impaciente aceleró el paso, arrastrando con él a las ancianas, que empezaron a sonreír, incluso a reír suavemente. Atravesó las puertas de la iglesia y se topo con un mundo exterior diferente a todo lo que conocía. Un pequeño racimo de casas se amontonaba a los pies de un camino que arrancaba desde la misma puerta de la iglesia. Sobre él, en la lejanía las montañas cubrían el horizonte. Sus laderas llenas de parches verdes. Oscuros, claros, verdes sin nombre en una infinita variedad. Aún en la distancia se podían ver los hilillos de agua atravesándolos como puntadas. Sobre su cabeza un cielo enorme, azul clarísimo, despejado de nubes. Suspiró. Absorbió el aire y los colores hasta que le llenaron los pulmones de vida.

Caminó con las ancianas hasta las casitas que le esperaban allá abajo, junto con un barreño de agua caliente y jabonosa, unas toallas de hilo bordadas con delicadeza, manos hábiles y paciencia, mucha, muchísima paciencia. Que habla de mujeres solas. De tardes eternas esperando, cosiendo sin saber que aguardaban. Puntadas minuciosas de manos que no han conocido hombre, de manos que han perdido a su hombre. De brazos que mueren poco a poco ya vacíos, sin niños, ni jóvenes, ni maridos a quienes abrazar. Finas toallas, blancas sábanas, manteles de altar, ropa de santos. Dos piezas, tres, cientos de cada clase y en cada aguja una oración, en cada punto un rezo, en cada alma la espera del milagro. Las cabezas inclinadas, grises, blancas sueñan y piden, ruegan. A la iglesia. A la imagen que ya saben que no es de un santo, oculta y venerada desde hace tanto tiempo ya que nadie supo nunca en el pueblo como llegó a refugiarse entre el Cristo y la virgen.


Han pasado los años y Tommy ya no es Thomas Fernández. Ahora es Tomás; Tomás el que se ocupa de reparar la iglesia, Tomás el que cuida de las pequeñas huertas de sus ancianas, Tomás el que lleva a pastar a los animales. Tomás el que arregla los tejados, rellena las grietas de las paredes, evita que el frío llegue a los huesos de sus abuelas. Tomás el que les hace el ataúd, el que cava las sepulturas en el campo santo, donde reposarán para siempre. En el cementerio de la iglesia donde irán todos juntos a rezarles los domingos, para que sepan que no se les olvida. Es Tomás. El Tomás de ellas, de las mujeres del pueblo que moría abandonado. De las mujeres que pidieron el milagro. Es Tomás que estará con ellas hasta que la última muera. Es Tomás: el milagro. El hijo, el nieto, el alma joven a la que se abrazan sus brazos marchitos, arrugados y tiernos. Que ya no mueren vacíos, que ya no temen al olvido.

Fin.

RELACIONES

¿Cuantos tipos de relaciones existirán? Cada persona puede tener múltiples. Con su familia, sus padres, sus hermanos, sus amigos. Con su pareja, la oficial o la no oficial. Con sus hijos. Laborales, jefes, compañeros de trabajo. Con sus vecinos. Con la cajera del supermercado... Es una red en la que hemos aprendido a desenvolvernos mejor o peor.Si observamos nuestra vida, podemos ver como nos rodea la red. Unas veces es de seguridad, otras es más parecida a una telaraña que te tenga presa de sus hilos pegajosos.Los hilos que tejen la red, pueden desgastarse y desvanecerse a lo largo de la vida. Antiguos y amados compañeros de estudios que quedaron atrás por esas cosas del tiempo. Novios que desaparecieron sin dejar huella. Esa persona especial que nunca desaparecerá de tus pensamientos pero que ya no forma parte de tu vida...¿Y las relaciones menores? Toda esa gente superficialmente conocida, en cursillos, en salas de espera, antiguos vecinos de antiguas casas, otras vidas vividas de forma apresurada, tanta que ni siquiera hemos tomado nota de que existieron y que nunca recordaremos.Todas y cada una de estas relaciones... nos han enseñado algo, nos han dado alguna cosa, nos han mostrado aspectos de nosotros mismos que hubieran sido imposibles
conocer de otra manera.

TE ESCRIBO...

Mi amor, sé que deseas que escriba, a ser posible sin sexo. Pero hoy comprenderás que no es posible

―Escribe, cuéntame tus fantasías más íntimas. Haz que tú y yo seamos los protagonistas de tus deseos―.Tu voz desgranaba en mis oídos palabras que entendía a medias. Tus manos se paseaban por mi cuerpo. Excitándome. Despertando mi sexualidad dormida, latente. Desnuda contra tu cuerpo aún vestido. Con suavidad, frotabas mis pezones entre tus dedos hasta hacerme gemir. En mi interior nacían sensaciones nuevas que me asustaban. Mi cuerpo se tensaba necesitando algo, a lo que me resistía a poner nombre.

―Por favor ―brotó casi inaudible mi súplica.
―Eso es, deséame, pídeme ―bajaron tus manos por mi cuerpo, rozándome el clítoris apenas―. Dilo, dime que quieres.

Abrí mis piernas a tu contacto. En un ofrecimiento mudo de mi cuerpo. Jugaste con mi sexo, acariciando, explorando. Llevándome casi al borde de la locura. Mordí mis labios sofocando mis gemidos. Y de pronto tus manos me abandonaron.

―Basta por hoy. Escribe ―repetiste―. Ponme caliente, muy caliente. Haz que me corra con tu mente, antes de hacerlo en tu cuerpo.

Me dejaste así, hambrienta, suspendida ante el abismo al que se precipitaban mis sentidos. Temblando al borde de la explosión. Con la sangre ardiendo en mis venas, en mi cuerpo. Mi sexo a punto de estallar.

Oí la puerta cerrarse a mi espalda, con suavidad. Tus juegos me estaban volviendo loca. No quería hacerlo. Te odiaba tanto como te deseaba.

Y mientras me debatía entre mi cuerpo insatisfecho y mi orgullo, me encontré sentada ante el ordenador. Y empecé a escribir...



Siento que mi cuerpo esta en ebullición, que mi piel me viene pequeña, que algo más grande que yo esta por estallar en mi interior. Que se me llena la mente de imágenes que no puedo, no quiero controlar; que afloran, que suben, sensuales, eróticas, ardientes, de ese lugar dentro de mi misma que esta a la vez oculto y a flor de piel.
Mi pasión, esa locura que me envuelve hoy que eres tú.

Siento mis pechos anhelantes de tus caricias, de tu boca, de tus dientes. Mis caderas casi sienten la presión de tus manos, mi sexo se abre para recibirte, palpita, suplica mojándose en una lluvia torrencial de deseo. Mi alma, mi yo, susurra que te quiero, ¡te quiero! Y mi cuerpo hoy no es luna, es necesidad pura, ardiente vacío que calmo con mis dedos y con mis manos.

Me estremezco, mi cara se ruboriza sin que pueda evitarlo, mis labios se secan, y mi boca en cambio, gotea de humedad, de saliva. Desea tu boca, desea tu cuerpo, desea envolverte en su oscuro, cálido y húmedo interior. Mi lengua quiere saborearte, quiere extender su humedad por todo tu cuerpo, lamer cada parte de ti.

Mi vientre espera la caricia de tu mano abierta. Tu boca juega con mi sexo, una y otra vez, tu lengua perdiéndose en él.

No soy más que un gemido profundo que emerge del alma. Un jadeo sin aire, un espacio que vibra. Te deseo.

Cierro los ojos, no los necesito para ver en mi interior. Para ver este blanco candente que surge de mis entrañas. Para sentir esta desesperación que hace que mis caderas se muevan solas.

Cada centímetro de mi piel, siente hasta la más mínima brisa que entra por la ventana abierta. Cada gota de sudor que se desliza desde mi nuca bajo mi pelo hasta mi espalda.

Mi mente perversa se recrea en imágenes de tu sexo entrando en el mío, de tus manos abarcando mi culo, levantándolo, presionándome contra tu vientre. Imagino el momento en que dejas de moverte dentro de mí, te quedas quieto, con tu polla llenándome, mis piernas abiertas al máximo, mis caderas elevándose para recibir tu semen, tu leche ardiente.

Y siento que estoy a punto de correrme, de correrme contigo en este encuentro imaginario de nuestros sexos luchando por unirse más y más.

Y todos nuestros deseos compiten en mi mente para ser quien me lleve al orgasmo y todos ellos se reducen a ti, a sentir tu cuerpo erecto, a escuchar tu respiración jadeante, a morirme de placer cuando llegas al orgasmo, cuando me lo das.

Siento tu mirada en un sitio público, tus ojos líquidos de deseo, hambrientos, quemándome. Un restaurante, una cafetería. Tus manos en mis muslos bajo la mesa, hacen que mi respiración se agite, que las palabras salgan entrecortadas de mi boca, que mi pecho se mueva más aprisa. Y abro mis muslos lentamente. Deseando, temiendo que llegues a más, que tus manos rocen mis bragas, que sientas que están mojadas por ti. Y juegas a comerme la oreja, a susurrarme al oído.

― Quiero comerte entera ―la voz temblando de deseo, tus dedos han llegado ya a mis bragas―. Quiero poner la boca donde están mis dedos. Que te corras una y otra vez en mi lengua.

Y tiemblo al oírte, y trato desesperadamente de no gemir, de que nadie ―sólo tú― sepa lo caliente que estoy.

―Tócame ―tu voz de nuevo en mi oído, suplicante, quemándome―. Toca mi polla, nótala, siéntela... tan dura, por ti.

Sabes ¡Oh, sí! Sabes en que punto mi pasión, mi deseo supera mi timidez, mis miedos. De golpe estoy en él y mi mano se dirige sin titubear a tu polla. Mis ojos te buscan. Te dejan ver mi yo más lascivo. Él que intuitivamente sabes encontrar.

Presiono tu polla a través del pantalón, siento tus dedos separando las bragas de mi piel, metiéndolos en mi sexo. Sonríes tenso, con la ansiedad pintada en tu cara. Los sacas lentamente, los levantas en el aire. Contengo la respiración por un segundo, los veo brillar mojados de mí. La suelto, explosiva cuando te los llevas a la boca.

La gente nos mira desde las otras mesas. El aire que nos envuelve vibra, se llena de energía, crepita y me quema en los pulmones.

―Ve ―me dices―. Te deseo.

Me levanto. Me tiemblan las piernas. Recorro los metros que nos separan del baño. Paso entre las mesas como en un sueño. Ni me fijo, ni me importa si me miran, si saben que va a pasar. Sólo sé que te necesito. Ya. Dentro de mí.

Empujo la puerta del baño. Un estremecimiento de anticipación me cruza el estómago, el sexo. Llevo mis dedos a él, como tú has hecho antes y me noto tan mojada, mi amor. Cuando entras estoy repitiendo tu gesto y tengo los dedos dentro de mi boca, saboreándome.

Cierras la puerta. Te doy la espalda, te miro sobre mi hombro y subo mi falda. Busco tu sexo pegándome a ti. Tu mano cruza mi cintura, atrayéndome aún más contra tu cuerpo. Con la otra, desesperado bajas la cremallera de tus pantalones. Impaciente muevo mis caderas contra tu mano, siento el roce de tus nudillos en la entrada de mi sexo. Noto como liberas tu polla, arqueo mi espalda. Apartas mis bragas. Y me penetras de golpe. Escucho tu grito mezclado con el mío. No existe nadie, nada más en el mundo que tu y yo. Unidos, fundidos uno en el otro. Moviéndonos ciegos, sordos a lo que no sea el roce de nuestros sexos, Desplazas las manos por mi cuerpo, tocando, amasando, sujetándote a él, sujetándome a mí. Anclándonos.


Alcanzas mi sexo, ahuecas tu mano sobre él. Deslizas los dedos, los mojas en mí, acaricias mi clítoris, mientras tus embestidas son cada vez más rápidas, más urgentes.

―Joder ―dices, entrecortado, jadeante― Joder, que mojada estás. Córrete, mi amor. Córrete para mí, conmigo. Ahora... ahora.

Me sujeto a tu muñeca, a tu mano, tus dedos se aceleran. Siento tu polla atravesándome. Dejo de pensar, Siento como el placer crece y crece, como el calor se extiende por todo mi cuerpo, como el deseo llega a dolerme. Y necesito... necesito... más, más rápido, más fuerte.

Te suplico, me retuerzo, busco mi voz.

―Ya, por favor, ya.

Tus manos me sujetan de las caderas. Me incrustas en tu cuerpo. Un golpe seco de tu polla en mi sexo, dilatándome aún más. Me rompo. Me quiebro. Las palpitaciones de mi vagina, de mi cuerpo me hacen temblar contra ti. Apretarme contra ti, apresar tu polla en mi coño. Te pones rígido.

―Lléname, mi amor, inúndame de tu semen. Quiero sentirte dentro de mí siempre.

No aguantas más. Te introduces en mí casi más de lo que puedo soportar. Viertes tu leche caliente en mi interior.

Y así, sin movernos, quietos, sintiendo como nuestros fluidos se mezclan, me susurras: Te amo.



Abro los ojos. Me siento desorientada. La pantalla del ordenador me ilumina. Y tú no estás. Sin embargo... El aire huele a ti, a nosotros. El aroma del sexo, del deseo, de nuestro amor me impregna.


Sin releerlo, con mis dedos aún mojados de mi sexo, abro el correo, escribo tu dirección y te lo mando. Y ahora, espero...

FIN

martes, 2 de junio de 2009

Ejercicio 28º: La palabra del día: Regañar

Lilith y la bruja.

—Niña, ven aquí ―la voz cascada de la anciana resonó en la cabaña escasamente iluminada por las llamas del hogar― ¿Qué has hecho?

―Lo que usted me dijo, Señora, como siempre ―Lilith se levantó del rincón donde había estado observando a la vieja bruja, inclinada sobre el gran caldero que burbujeaba en el hogar.

―No, no, no y no ―farfullaba la bruja, moviendo la cabeza, las greñas grises cayendo sobre su cara arrugada― Algo has hecho mal. Este hechizo no me falla nunca. ¿Has cogido el agua bien arriba en el arroyo, como yo te dije?

—Si, Señora. Caminé durante dos horas al amanecer hasta llegar donde el agua del arroyo fluía limpia, tan arriba no sube nadie del pueblo.

—Pues entonces… La madera ¿es de fresno? Seguro que fuiste tan perezosa, como para no bajar a buscarla al bosquecillo al pie de la montaña…

—Bajé, después de dejar los cubos con el agua del arroyo, que había arreado hasta aquí, dentro de la cabaña, en el caldero. Anduve más de una hora ladera abajo, hasta el bosque de fresnos. La tormenta de la semana pasada había desgajado ramas grandes de los árboles. Partí varias de ellas con mi hacha, las até en un haz y volví a subir montaña arriba, hasta la cabaña, y las apilé con cuidado en el hogar —dijo Lilith, mientras se acercaba paso a paso a la anciana.

— ¡Niña, que vengas aquí te he dicho! La pócima no huele como siempre, no tiene el color de siempre… Algo le falta y tú tienes la culpa Eres una niña tonta y descuidada —le regañó la bruja alzando la voz— ¿Quién me mandaría recogerte cuando tu madre murió? Si ella era tonta, tu eres tonta y media… Ya está, las piedras del hogar. ¿Te has acordado de cambiarlas? No funcionan más que para tres hechizos y este, es el cuarto de esta semana.

—Mi madre no era tonta, sólo se enamoró de un mortal ―La voz de Lilith tembló indignada, ya junto a la anciana inclinada sobre el caldero― Sí, lo recordé. Después de dejar la leña, caminé hasta el cementerio y recogí las piedras.

― ¡Ja! Que no era tonta, dices Se dejó preñar por un mortal y se alejó del Aquelarre para tenerte a ti, aún después de que nosotras nos encargáramos de su… enamorado, para hacerle entrar en razón ―dijo la anciana burlona, mientras alargaba la mano hacía los saquitos que colgaban de la repisa sobre el hogar, y empezaba a añadir a toda velocidad al agua hirviente diversos elementos: pelo de rata viva, excrementos de escarabajo, ojo desecado de búho, sangre en polvo de la primera menstruación de una doncella virgen sacrificada, ralladura de piel de ciervo recién nacido… ― Si lo has hecho bien… No entiendo porque no funciona. Necesito la pócima para esta noche… no tenemos tiempo de que repitas todo…La reunión es hoy y no puedo presentarme así ante mis compañeras. Esta noche es importante. Hoy es la elección para la Bruja Guía. Debo presentarme joven y hermosa. ¡Ah, ya casi…! Tal vez deba añadirle un poco de sangre fresca.

―Pensarán que has perdido tus poderes, y tal vez…―Lilith no miró a la anciana al hablar, ocultando sus pensamientos. Recordó el momento en que tomó la decisión: Las piedras eran del cementerio, sí, pero no de la tierra no consagrada de los suicidas. Las había recogido junto a la tumba de un pequeño ángel, que partió de este mundo entre los brazos dolientes y amorosos de su madre. La inocencia recién bautizada y sin mácula del niño, brillaba aún sobre las piedras.

― ¿Pero que dices niña? Mis poderes aumentan cada año que te tengo conmigo, como prometió tu madre antes de morir. Aún no he averiguado que hechizó utilizó. Ah, pero el sacrificio voluntario de una bruja es una magia muy poderosa. En realidad fue una suerte que os encontrará yo.


―Mi madre murió para salvarme. Si tú no hubieras intentado matarme…

— ¡Calla, niña! ¿Quién intentó matarte? Yo sólo os hubiera llevado ante el Aquelarre, ellas tenían la decisión. Eran sus hermanas, mis hermanas… pero no me quejo, no. Sus poderes junto con los míos son los que me han llevado al Consejo. Y el que tú no hayas manifestado poderes… ayuda. Es más fácil hacerte pasar por una torpe ayudante humana. Y ahora apresúrate. Tu sangre servirá. ―la bruja la miró codiciosa, era el momento de librarse de esa carga. Si el Consejo llegaba a enterarse de que la había mantenido con vida y oculta, alimentándose de la magia de la madre muerta, reservándola para si… No, no debía permitir que eso sucediera. Hoy sería su noche. La elegirían, por fin para dirigir el Consejo.

Lilith no la miró mientras sentía vibrar la magia en su sangre. Había conseguido ocultárselo a la vieja al igual que los sueños sobre su madre que le habían consolado toda su vida. Sueños que habían cambiado desde que cumplió catorce años, previniéndola contra mostrar los ligeros cambios que sentía en su interior. La capacidad de comprender los hechizos y sortilegios en el lenguaje antiguo. Los objetos que acudían a su mano en cuanto pensaba en ellos. El poder de provocar la lluvia cuando lo deseaba, el silencio contenido del bosque cuando ella caminaba por él. La energía de la tierra bajo sus pies desnudos, trepando por ella, llenándola hasta que la sentía desbordándose a través de su piel, de cada uno de sus cabellos volviéndolos más cobrizos, más rizados y brillantes. Había ido creciendo a lo largo del último año, junto con el resentimiento hacia la bruja. Hoy hacía quince años que su madre le había dado a luz, justo a media noche, oculta en una cueva, debilitada por el parto de su criatura medio humana hasta el extremo de no poder mantener sus hechizos de defensa, lo que hizo que la bruja las encontrara. Su madre…que le había protegido con su vida. Desapareciendo en remolinos de fuego y humo. Una muchacha frágil con su mismo pelo rojizo y unos enormes ojos verdes, que la miraban con amor.

Hoy Lilith sabía que podía vencer a la bruja. Los pasos estaban dados.

—Venga, niña. Ven, dame tu brazo. Sabes que no te haré daño. Sólo será un pequeño corte, una pequeña cantidad de sangre para tu Ama —Canturreó la bruja, sacando la daga que siempre llevaba con ella. Una sonrisa dulzona se dibujó en su boca sin llegar a sus ojos, que brillaban negros y voraces—Ven, Lilith, eso es, pon tu brazo sobre el caldero. Sólo será un minuto y no sentirás nada.

Lilith ya había contemplado esa mirada en la anciana. La había visto en sus sueños, mirando así a su madre cuando está, alzando una mano suplicante hacia la anciana de rostro duro, le apretaba a ella contra su pecho. Por mucho que dijera la anciana, sabía que había codiciado su suave piel de bebe, su sangre inocente, sus miembros como reliquia.

Lilith extendió el brazo sobre el caldero, dejando que la garra negra de la bruja lo sujetara, mantuvo la mirada baja concentrada en su propio cuerpo, en su sangre, en la energía que la recorría. El hechizo silencioso se formó en su cabeza, resonando en sus oídos, formándose en su boca, mientras la anciana levantaba la daga y la dejaba caer, cruel sobre la tierna piel de su antebrazo. La sangre llena de magia resbaló aún inocente goteando sobre el caldero, saltando entre las llamas, siseando en las piedras bañadas en el alma pura del bautizado. La bruja elevo una vez más la daga, murmurando conjuros sobre la cabeza de la niña. Lilith se irguió y dejó que sus ojos mostraran a la anciana todo su odio y su magia.

—Por la sangre inocente del neonato en el bautizo, por la sangre de la doncella sin mancha, por el dolor de la madre sufriente, por todas las víctimas de tus malignos fines —la voz de la niña surgió oscura, redonda, envolviendo a la bruja, apagando las voces del fuego, el borboteo del agua, creciendo hasta llenar la cabaña, expandida en el universo— pido a los dioses antiguos, ruego a la energía primigenia que crea y destruye que la fuerza de las aguas puras, que el poder del fuego te arrebate lo que posees, que el poder de la lluvia y de la tierra bajo mis pies tome aquello que da sustento a tu alma depravada…

La daga tembló en la mano de la anciana. Resbaló surcándole el brazo macilento arrancándole minúsculas fracciones de piel, haciendo caer sobre el caldero una lluvia fina de sangre polvorienta y reseca. Gritó tratando de apartarse de Lilith, de huir del vapor blanco, caliente que se elevó de súbito del caldero al caer su sangre junto a la de la niña. La muñeca de Lilith giró resbaladiza entre sus dedos y la mano joven y firme la apresó. El vapor se transformó en una neblina espesa, luminosa al contacto con su piel, envolviéndola, devorándola, pegándose a su cuerpo. Las llamas se avivaron buscándola, iluminando el rostro arrugado, la boca abierta en un grito silencioso, los ojos muertos y duros confusos. La magia encerrada en su cuerpo presionando brillante y diáfana todos los poros de su piel, dispuesta, acudiendo a la llamada de Lilith.

—Por el Sacrificio de mi madre muerta… Yo, Lilith, ordeno que la magia abandone tu cuerpo, que tus pecados recaigan sobre este, que tu perversidad se vuelva contra ti. Que tu crueldad y tu maldad se conviertan en las cadenas de tu alma en este mundo y en el otro.

La voz de Lilith se convirtió en una ráfaga poderosa de viento, alzando las llamas, volcando el caldero, disipando la niebla que envolvía a la bruja, entrando en su boca abierta. La piel de la anciana se abrió emitiendo finísimos rayos de luz, la magia abriéndose camino a través de su cuerpo…consumiéndolo hasta estallar en una potente oleada de poder, que corrió vertiginoso, crepitando en el aire hasta centrarse en Lilith, en el alma de Lilith, en su espíritu y la alzó, la zarandeo, la envolvió hasta penetrar en ella.

El silencio gradual fue retornando a la cabaña. El fuego del hogar, casi consumido apenas iluminaba el cuerpo de la joven tendido a su lado. Los párpados translucidos reposando sobre sus ojos. Su piel, su pelo emitiendo un ligero fulgor, la respiración lenta y acompasada. La luz del amanecer empezó a filtrarse por los tablones de la cabaña, cuando una presencia se acercó a ella. Una mano ligera, apenas visible acarició sus cabellos y su cara. La niña abrió los ojos. La figura delineada por la luz del amanecer de una joven de ojos verdes la miraba sonriendo.

—Has sido valiente, niña mía. Ahora, sal al mundo. No tengas miedo. Vive. Busca tu camino. Nunca estarás sola. Limpia tu corazón de odio —la voz dulcísima de sus sueños acariciaba su alma— Yo siempre estaré… cuando me necesites...

La figura se desvaneció. Lilith sintió las lágrimas resbalar por sus mejillas. Se levantó. La energía fluía por su interior. Durante un momento cerró los ojos intentando apresar aún la calidez de la presencia en ella. Después caminó hacia la puerta, abriéndola, dejando entrar la luz de un nuevo día. No miró atrás, a los despojos que ardían lentamente al lado del fuego, las ropas negras de la bruja, los mechones blancos consumiéndose…Avanzó un paso, cruzando el umbral. Emergiendo a la luz del sol.
Fin

En la noche.

Siento que no soy tan fuerte como dicen, ni tan valiente. Me siento como esa niña que atraviesa el bosque silbando, despacito, casi sin aire. Espiando las sombras de los árboles. Sobresaltándose con los crujidos que llegan de la vegetación, tan densa que no permite ver más que el camino donde posa sus pies. Un paso detrás de otro. Intentando no vacilar en ellos, para que no le huelan el miedo que vibra bajo su piel. La niña que repite en su mente, ritmicamente como un mantra que todo va bien, todo va bien y que pronto el bosque se aclarará. La vegetación será menos espesa, los árboles estarán menos juntos, la luz del sol caerá sobre el camino y le permitirá ver el fin del mismo y podrá ver la ancha llanura surcada de nuevas sendas que le esperan.Pero que ahora mismo, necesita tanto a esa persona que sabe que tan solo es una niña que finge ser mayor. Esa persona que vea lo que se oculta tras la máscara y la sonrisa. Tras el trabajo y el esfuerzo. Que vea las lágrimas a través de la calma. Que tan solo me abrá los brazos. Y me deje ser pequeña de nuevo, solo eso. No importa. Ya no lloraré.

Ejercicio 27º Cuento de terror.

LA CASA

Nunca la he visto a la luz del día, ni sé como los rayos del sol inciden en el color mostaza de su fachada. Desde que llegué a esta pequeña población huyendo de los lugares familiares donde todo me recordaba a ellos, la casa siempre está ahí, a la caída de la tarde, cuando mis pasos se dirigen sin pensar hacia ella. Siempre elijo el mismo camino y la misma hora. En ese momento, en el largo crepúsculo invernal, la calle se queda desierta, no se oyen ya las voces de los niños, ni se ven parejas abrazadas, ni me llegan los dolorosos efluvios de sus risas, que despiertan en mí los ecos de una vida que ya pasó. Cerca del mar en invierno, las tardes oscuras cubren mis cabellos, mis ropas de humedad y la casa, emana un olor a tierra mojada, oscura y secreta. Día tras día miro a través de las verjas que impiden el paso de cualquier curioso, las luces y las sombras juegan en los cristales polvorientos de las ventanas sin vida, tras ellas la casa oculta no sé que secretos. Intuyo la presencia de algo que a su vez me observa, atrayéndome hacia si, haciendo que mi corazón palpite acelerado en mi pecho. Cada día registro un detalle nuevo; una grieta en la pintura mostaza de la fachada; herrumbre en el único balcón, estrecho y desvencijado del primer piso; las sinuosas formas de un camino olvidado, marcado con piedras que un día una mano cuidadosa dejo allí, apenas visible cubierto de las hojas muertas de los árboles que lo bordean, oscuros y retorcidos. Obscenos en su casi desnudez, apenas cubiertas las ramas de enormes hojas amarillentas, muertas ya, aunque aún no lo saben. La fuente de piedra, mohosa y repleta de agua oscura y corrompida, en la que se alza una figura de mujer cercenada por el tiempo. Así soy yo también. Estoy rota, dañada irremisiblemente. La casa me repugna y aún así siento que lo que habita en ella me llama, me conoce, sabe de mi dolor secreto y profundo y la necesidad de tocar la verja, de alargar la mano y empujar la puerta de barrotes herrumbrosos, hace que la sensible piel de las yemas de mis dedos, de las palmas de mis manos se calienten y hormigueen de anhelo. Y cada tarde, antes de que la noche acabe de tragarnos a las dos, en su fría oscuridad sin estrellas, aprieto las manos en un puño y las encierro en los bolsillos de mi abrigo, dándole la espalda a la casa y me alejo paso a paso, luchando contra la necesidad que despierta en mí.

Acabo corriendo por las calles solitarias, bajo la luz amarillenta de las farolas hasta la pequeña habitación alquilada que ahora es mi casa. Me tiendo en la cama dejando encendida todas las luces, y tomo ese remedio que me permitirá escapar durante unas horas de mi misma, a un sueño sin sueños que se asemeja al de los muertos… Un sollozo escapa de mi garganta cuando el último pensamiento, el de siempre, escapa de las profundidades de mi misma… Ellos dos han muerto y me han dejado sola.

Despierto en la mañana, cansada… ¡tan cansada! Me acerco a la ventana. El cielo es inmenso, bajo, de un gris amenazador, que se repite, más oscuro, salpicado de un blanco rabioso en el mar. Bajo mi ventana pasan los niños hacia el colegio. Abrigados y escondidos entre los pliegues de sus bufandas. Quiero alejarme de ese mundo que ya no es el mío cuando escucho una voz dulce y aguda de niña. No entiendo lo que dice pero veo su carita alzarse hacia su padre que la lleva de la mano. El movimiento hace que el gorro que cubre su cabeza resbale y libere el alborotado cabello rubio y fino. El hombre lo recoge y con cuidado vuelve a colocárselo. La ternura de su gesto cuando se inclina y besa la cara sonrosada de la niña, me paraliza. Una voz resuena en mi interior y antes de que pueda encerrarla salta a mi mente.

“Mami, tú no, quiero que me lleve hoy papa al cole” ―extiende sus manitas, aun de bebe y agarra las piernas de su padre, antes de echar la cabeza hacia atrás en un gesto casi de coquetería femenina. Él la alza en sus brazos y besándola me mira. “Hoy soy yo su preferido”. Sonríe travieso y feliz. Siempre es él su preferido. También el mío. Durante un momento creo que él ha leído algo en mis ojos y su sonrisa flaquea. Doy un paso hacía ellos y finjo la sonrisa que me oculta. Arreglo la bufanda de la niña, y abrazo a ambos antes de mandarlos a la calle. Desde la puerta de nuestra casa, cómoda y vieja, que vamos arreglando poco a poco entre los dos, los veo alejarse.”

Cierro los ojos y trato de reprimir los recuerdos que parecen estar esperando este momento de debilidad para escapar de su encierro. Y paso el día rodeada de sus imágenes, de sus voces. Rompiéndome a pedazos, tratando de frenar las dentelladas del animal herido que llevo en mi interior.
Al caer la tarde, como siempre, como cada día desde que llegué a este pueblo, tomo mi abrigo y salgo. Siento que la casa me llama. Siento al ser que la habita revolviéndose impaciente, esperándome. Y aquí estoy ante ella. La noche avanza hoy deprisa, comiéndose la tarde. Tiemblo envuelta en mi abrigo, ante la verja. La luna se alza blanca y fría sobre mí. Arranca reflejos a las ventanas muertas de la casa. Una sombra plateada aparece tras el viejo balcón. La silueta esbelta de un ser que parece llamarme. La casa entera parece inclinarse hacía mí, cada vez más cerca, hablándome entre susurros y crujidos. Escucho su nombre rodando entre los viejos muros. Golpeando a la mujer mutilada de la fuente que lo repite en sus ojos ciegos.
“Mario… Mario”

Vuelven con intensidad los recuerdos. Me aferro con fuerza a la verja e inclino la cabeza y trato de alejarlos de mí. Son más fuertes que yo. Oigo los gritos de él, veo el fuego, el humo me envuelve de nuevo y ese olor...el plástico y la madera ardiendo. Cada recuerdo de lo que hemos construido juntos pereciendo agónicamente entre las llamas y tu mirada enloquecida cuando te pedí que no fueras. Cuando te dije ya no podías hacer nada, que nada importaba excepto nosotros, cuando te supliqué que vivieras por mí. Pero no, ella te importaba más que yo… Su llanto desesperado había cesado abruptamente con un crujido de maderas y vigas rotas. Las llamas devoraban el estrecho pasillo que nos separaba de ella… Traté de seguirte, lo intenté…

De pronto la verja se mueve bajo mis manos. Abriéndose lentamente, llevándome con ella. Y caigo de rodillas en la tierra húmeda que rodea a la casa. Abrazó mi dolor contra mi pecho. Aprieto sus cuerpos muertos y retorcidos, su carne quemada contra mí. Deseo fundirme con ellos, pero se han ido y me han dejado aquí. Abandonada.

La voz del ser que habita en la casa me llama. Atraviesa la maraña de imágenes de mi mente desquiciada.
“Ven, Diana, ven conmigo…”
Levanto la cabeza y ante mis ojos llenos de lágrimas el sendero que conduce a la puerta, tiembla, casi luminoso por la luna cómplice. Los escalones del porche se balancean y las altas columnas marcan la puerta, entreabierta, dejando ver un resquicio de oscuridad intensa. La casa me recibe. Parece contener el aliento mientras yo la miro. Parece esperar mi decisión y cuando me levanto, impulsada por una atracción contra la que ya no puedo luchar, suspira anhelante. Camino despacio sintiendo en mi piel el frío de la noche. Un fuerte viento se levanta, azotándome, trayéndome un profundo aroma a putrefacción. Susurros se levantan de la vegetación muerta. Ya nada importa. Sólo deseo el olvido. La casa me espera, ansiosa. Crujidos de madera, pequeños animales que se revuelven y bullen, se arrastran a rincones oscuros, presintiendo mi llegada. Dejo atrás la fuente, a la mujer que esboza una fría sonrisa en sus labios rotos. Gotas frías caen en mi frente y mis mejillas. La noche se oscurece aún más y el cielo se llena de nubes hinchadas y negras que emiten destellos violentos, rodeando a la luna. Fría e indiferente contempla mi avance por el sendero cubierto de hojas descompuestas.
Vuelvo a oír su voz, impaciente. Se funde con los sonidos de la noche; adquiere la fuerza del viento que se levanta, recorre el cielo rompiendo las nubes con relámpagos serpenteantes y se abalanza sobre mí en el estallido de un trueno.
“Ven, deprisa. La casa y yo te esperamos. Te conocemos. Sabemos…”
Sonrío, entre las gotas de lluvia que resbalan por mi cara, llenando mis ojos abiertos, mojando mis labios resecos. Sí, él ser sabe, la casa sabe.

Crujen los peldaños del porche bajo mis pies. Me deslizo por la puerta entre abierta, sumergiéndome en el abrazo oscuro de la casa, roto por la violencia en aumento de los rayos que cruzan la noche en el exterior y me muestran intermitentes la podredumbre de un lejano pasado suntuoso. Tiras de papel rayado se descuelgan de las paredes, viejos sillones de patas torneadas muestran sus entrañas desgarradas entre las telas podridas, bordadas con antiguos diseños de pájaros, olvidados sus colores entre el polvo y la luz rota y sucia de los relámpagos que atraviesa las viejas contraventanas de la sala. Por un momento veo la mano blanca y femenina bordando entre agujas sus sueños felices de futuro, tal como una vez yo soñé el mío. Me estremezco y añoró la voz de la casa, que ha quedado en silencio. Dejándome sola ante la invasión de los recuerdos de otro tiempo. La primera mirada de Mario, a mí, que nadie me había mirado. El primer roce de su piel en la mía. Nunca antes me habían tocado así, con dulzura. Yo sabía que no lo merecía, nunca había merecido su amor. Pero desee tanto creer en él. En alguien que me amará para siempre. A mí. A la niña abandonada, sin padres, sin historia. Olvidada en aquel lugar donde nadie hablaba. Donde el contacto significaba dolor y desgarramiento. Manos fuertes que en silencio te rompían.
―Jamás se lo conté ―mi grito llena la casa. Sube por las escaleras ajadas y corruptas― Él era inocente. No le dejé ver lo fría y muerta que estaba por dentro. Me amaba y yo… necesitaba su amor, necesitaba saber que lo era todo para él. Tenía un hambre voraz de su amor. ¿Cómo explicarle que había crecido sin nombre, sólo un número durante el día y una sombra en la noche? Él gritaba mi nombre en su éxtasis, lo susurraba antes de dormirse: Diana. Yo era por él. Existía.

Mis palabras acaban muriendo sin fuerzas perdidas en la oscuridad de la casa, que guarda silencio expectante. Las lágrimas caen por mis mejillas, las siento resbalar furiosas, ardientes antes de limpiarlas con el puño. De pronto un escalofrío recorre mi espalda y un grito surge ahogado de mi garganta. Veo ante mí los inocentes ojos de mi hija, confiados, la mirada azul tan brillante como la de Mario:
“Mami, mami… ¿Qué haces? ¿Ha llegado mi papa?” Se ha levantado de su cuna y me observa con curiosidad. Su pelo rubio y fino cae suelto a su espalda, el corto camisón blanco le da un aire fantasmal en la penumbra de su pequeña habitación azul.”No, Helena ―le contesto, como en un sueño― no ha llegado aún. Duerme. Estoy arreglando este enchufe para que mañana tengas tu lámpara”. Sé que a veces la pequeña me tiene miedo. Mi voz fría la asusta. Yo la amé cuando nació y la pusieron en mis brazos. La amé hasta que levanté los ojos hacia Mario y vi como la miraba… Con tanto amor. Profundo y cálido. Esa mirada me cambió por dentro, sentí la frialdad extendiéndose por mis huesos. Cuando miré a la niña solo pude ver un pequeño monstruo voraz que quería arrebatarme lo que era mío.

La violenta luz de un rayo seguida del retumbar de un trueno me sobresalta. Mi mano está sobre la podrida barandilla de madera y mis pies han iniciado el ascenso por la desvencijada escalera. Los restos de una alfombra roja, apolillada y polvorienta recorren el centro de los escalones. Mientras la miro, la noto cambiar, se vuelve suave, carnosa bajo mis pasos… Me estremezco. En lo alto de la escalera una puerta se abre. Sé que la casa esta viva, cerrándose maligna a mí alrededor. Me detengo. Un resto de cordura me paraliza. Y el miedo insidioso se agarra a mis entrañas, trepando por mi columna hasta mi mente, luchando con mis recuerdos. La voz de la casa vuelve a llamarme y vislumbro apenas la sombra plateada del ser en el umbral de la puerta.
“Ven, te espero… Sabemos quien eres… sabemos que has hecho”

La voz murmura y bulle como el agua en una corriente, se desliza escaleras abajo. Me doy cuenta de que son varios sonidos, diversas voces unidas en una sola, que me rodea, alcanza mis oídos, y se introduce en el centro de mi cuerpo, empujándome a subir peldaño a peldaño La sombra retrocede y se pierde entre las otras sombras que habitan en la habitación que me aguarda. Asciendo asida a la barandilla mientras mis pies se hunden en la cada vez más húmeda y viscosa sustancia roja que cruza la escalera. El rellano se ilumina, extraño, palpitando entre la oscuridad y la luz intermitente de la tormenta, un rojo aterciopelado, sucio me envuelve latiendo… encerrándome en su interior, siguiendo el ritmo acelerado de mi sangre golpeando mis oídos. Un lóbrego pasillo escapa hacia las profundidades de la casa, amenazante. De nuevo los recuerdos me asaltan. Me encojo sobre mi misma y caigo de rodillas en el umbral de la habitación que me espera.
Vuelvo a oler el humo, veo las llamas devorando el aire del claro pasillo de nuestra casa, la pintura blanca que yo misma había aplicado a sus paredes, cubriéndose de ampollas, estallando en medio del humo, las vigas antiguas del techo prendiéndose, aceptando el fuego, entregadas a él. Los cables de la luz, serpientes incendiadas, las lámparas estallando una tras otra y los gritos... los gritos de Helena llamando a su padre… el brusco silencio de Helena… la desesperación en los ojos de Mario… mis manos aferrando su brazo, desgarrando su camisa, intentando que me siguiera escaleras abajo… mi voz ronca por el humo, susurrándole, urgiéndole a escapar… nosotros, los dos, deprisa. Y la súbita comprensión en sus ojos. El horror en sus pupilas dilatadas clavadas en las mías. El empujón fuerte de sus manos, separándome de él, haciéndome caer por la escalera.

Las lágrimas me ciegan. El dolor me recorre y siento mi interior abriéndose en mil llagas supurantes cuando al fin acepto lo que siempre he sabido desde esa noche.

Mario supo. Supo lo que yo había hecho y se lanzó al fuego, para alcanzar el cuerpo de nuestra hija, para morir abrazado a ella.
La puerta de la habitación emite un gemido mientras se abre lentamente. Un aliento frío, recorre mi cara mojada. Devora mis lágrimas dejándome los ojos secos y la piel tirante. Abro los ojos. La habitación es un pequeño dormitorio cuadrado. La sombra plateada brilla débilmente en el centro. Me levanto apoyándome en el marco resquebrajado y doy un paso vacilante cruzando el umbral. La sombra retrocede hasta el balcón. La tormenta gana fuerza justo encima de la casa. La luz fuerte y blanca, duradera de los rayos graban en mi retina los restos de una cuna rota. En un rincón, una mecedora antigua se balancea sola. Estanterías llenas de polvo y telarañas, recubiertas de jirones de tela en la que aún se adivinan delicados dibujos infantiles, guardan juguetes antiguos. La sombra adquiere nitidez y cuerpo convirtiéndose en una desdibujada figura de mujer. Alza una mano fantasmal y las contraventanas del balcón se abren a la violencia de la tormenta. Se gira hacia mí. Sus ojos, dos huecos oscuros en un rostro argentado. Mueve los labios finos y estirados de una boca que no existe. Y la voz, las voces surgen de ella, de las paredes que me rodean, del suelo en el que me hundo:
―Nosotras también sabemos… desde la primera vez que te vimos contemplándonos… desde la primera tarde supimos… te conocemos… y tú nos conoces a nosotras.

El llanto espectral de un bebe llega desde la cuna. Observo horrorizada el pequeño cuerpo ensangrentado, desgarrado entre las manos blancas de la mujer. La escena atemporal se proyecta ante mis ojos. Las manos finas y elegantes, las largas uñas púrpuras clavadas en la tierna carne de bebe, el rostro tranquilo y concentrado de la mujer… escucho el lejano eco de los golpes y los gritos tras la puerta firmemente cerrada. Distingo la voz de un hombre que suplica y veo esbozar a la mujer una lenta y triste sonrisa. Levanta los ojos y me mira. Se acerca a mí, despacio y toma mi mano. Me conduce serena hasta el balcón. Y de pronto la violencia de la tormenta me alcanza. Las frágiles tablas del suelo crujen bajo mi peso, la barandilla de hierro forjado que me separa de la nada, tiembla suelta bajo mis manos que se aferran a ella. Miro hacia abajo, a las losas resquebrajadas brillantes por la lluvia. Un trueno retumba sobre mi cabeza. La sombra plateada de la mujer se desliza a mi lado, posa su mano helada sobre la mía y niega. Levanta el rostro sin ojos a la noche, esperando… Y sé…

Un rayo cegador recorre el cielo, veloz. Lo miro de frente. Sé. Me golpea con fuerza y el pelo y las ropas se prenden en llamaradas. Siento mi piel hirviendo y los líquidos de mi cuerpo estallando… Me abrazo al dolor y a la muerte que me lleva hasta ellos. La casa enmudece de nuevo y la tormenta se calma. La sombra plateada retrocede fundiéndose en la oscuridad, apenas un destello de luna palpitando sobre las paredes… aguardando…
FIN.