viernes, 25 de mayo de 2012

Mas Naderías

Acabo de revisar el último relato que viajará al taller esta tarde. Lo doy por terminado a la espera de que una mano amable pero sincera haga una corrección posiblemente más dura que la mía. Pienso que quizá también termine destrozado por los leones. Ya ha pasado la euforia de ayer, cuando di por finalizada la parte creativa de mi trabajo en el texto. La relectura y reescritura técnica, crítica me hace ver unos cuantos puntos que enlazan directamente con mi pasado. Todos los textos que escribimos (no solo estos en los que hablamos con nuestra propia voz) muestran partes, fragmentos, esquirlas de nosotros mismos. A veces muy disfrazadas, tan distorsionadas que ni siquiera nosotros podemos verlas hasta pasado un tiempo. O no verlas, hasta que alguien que te conozca muy bien te las señale. ¿Será ese el misterio de entregarse a esta actividad que es por definición y necesidad tan solitaria? La necesidad de regurgitar aquello que no sabemos como digerir. Se me abren muchas posibilidades cuando pienso este deseo de ficcionar que he tenido siempre. Escribiera o no. Aún me duermo contándome mis propios cuentos. Miento, no me los cuento, los veo a todo color, recreando cada mínimo detalle en esa pantalla imaginaria que es mi mente.

Recuerdo ahora una temporada, larga, larguísima en la que lo único que me ayudaba a dormir era una desagradable e imaginaria historia acerca de un accidente violento que me alejaba de mi propia vida sin tener que tomar yo ninguna decisión. Un elemento externo que podía variar: un coche, una caída, un atropello de cualquier clase decidía por mí. Cuando lo recuerdo ahora y aunque entiendo el estado mental en el que me hallaba, me parece extraño que ese tipo de fantasías me durmieran como si de nanas maternales se trataran. Algunas eran de una violencia feroz que probablemente no escribiré, ni describiré nunca aunque seguro que aparecerán como posible solución para alguno de mis personajes.
¿Y ahora? Ahora en cuanto cierro el libro (el que sea que este leyendo) y apago la luz, a penas me da tiempo a imaginar nada, antes de caer rendida al sueño. Tomar las riendas de la propia vida, en lo posible dadas las circunstancias, es lo que tiene.

martes, 22 de mayo de 2012

LLAMADA TELEFÓNICA

¡Hay que ver como nos gusta justificarnos! Incluso cuando no existe un motivo para hacerlo ¿O sí? Cuento la historia aquí porque sé más que seguro que la protagonista no me leerá. Se llama Chelo y la conozco, nos conocemos desde que nuestras madres nos tenían en el útero. Si pudiera existir esa conexión misteriosa entre bebes no natos, claro. Por lo que contaba mi madre, coincidieron en el hospital, aunque nos llevemos unos días de diferencia y Chelo sea Leo y yo Cáncer. La recuerdo en la guardería. No puede ser un recuerdo inventado porque después la cambiaron al Santa María, el otro colegio de monjas de mi barrio y hasta Cuarto no volvimos a encontrarnos. Ella no recordaba (ni recuerda) su paso por la guardería, pero su madre hace muchísimo que lo confirmó.
Fuimos amigas del alma, adolescentes de discoteca, tuvimos peleas y reconciliaciones y luego la vida hizo su trabajo y nos separó durante largos periodos de tiempo. Yo soy como soy y aunque la quiero, me cansa. Siempre lo ha hecho. En mayor o menor grado. Si la dejas te absorbe, te vampiriza. Se muestra celosa de los nuevos amigos, de las circunstancias, hasta del tiempo. Así que con los años he aprendido a sortearla en lo posible y a arroparla cuando es necesario. Advertencia: no me siento buena persona con ella. Ni buena amiga, pero es superior a mis fuerzas. Su vida ha sido difícil, mucho más complicada de lo que puedo o debo contar. Sería un personaje de novela si no fuera porque el cambio que esa vida ha efectuado en ella no sería el propio de una heroína. Es lo que tiene la vida real. ¿A qué viene todo esto? Lo cuento.
Me llamó hace dos días. Más de dos años sin hablar con ella y la conversación transcurre más o menos así:
"Hola, May. Qué soy chelo. Acabo de salir en las noticias de... (Aquí menciona un canal de televisión), porque me caí en el metro y las cámaras de seguridad lo grabaron. Estoy bien, solo un punto en la rodilla, pero se montó una... vino la ambulancia del metro (¿?) y todo. Pero no te llamo por eso, que ya lo han emitido (exactamente dijo: lo han echado) ya.

Mi aportación a todo esto fue: "¡Chelo, hola!"

"Te llamo porque estoy pensando coger vacaciones. ¿Tú cuándo las coges? Porque así podríamos ir a la playa, que ya he aprendido bien a ir en metro (¿?) Aunque puede que para entonces ya me haya cansado de la playa, ahora la cojo con ganas, ya sabes, que son los primeros días, porque luego..."

"No sé, Chelo, no sé si tendré vacaciones" ¿Pero tú como estás? ¿Qué haces?

"Ahora trabajo día sí, día no, en servicios de veinticuatro horas. Y he vuelto con Fran... se lo dije a tu hermana. Lo del divorcio debió ser un ataque que me dio"
"Ah" (Ese ah, es mío, alucinada estaba)
"¿Por qué sabes que te digo, May? Que todo tiene remedio menos la muerte y con la vida que yo he llevado, se de lo que hablo. Pasé un invierno muy malo, los dos viviendo en la misma casa y sin hablarnos, cada uno poniendo su lavadora, con su balda de la nevera... muy incómodo. Ahora hemos vuelto a la normalidad ¿Sabes que quiero decir? Los sábados nos vamos a comprar juntos, vamos de cena alguna vez... así que ahora somos pareja, igual nos volvemos a casar o nos hacemos pareja de hecho. ¿Y tú?"
"¿Yo qué?” Pregunté más que mareada por el aluvión de palabras, información y ese tono pontifical que me hizo temer la respuesta.
“¿No has pensado en volver con él?” La esperaba, de verdad que la esperaba, en vista de lo que me estaba contando, pero aún así… “Joder, Chelo. ¿Y para qué coño iba a hacer eso?” (Los tacos son literales, de la impresión, supongo). “Porque es lo mejor, porque seguro que él si querría volver y porque es lo que te digo, que todo tiene remedio, mira yo, ahora estamos como si no hubiera pasado nada, aunque su familia no me habla y cuando me cruzo con sus hermanas por el pueblo, me giran la cara”. Yo me mordí la lengua, a veces sé controlarme y aunque nos conozcamos de siempre (parece mentira que ella también me conozca a mí desde siempre) hay momentos en los que es mejor pensar antes de hablar. Me armé de paciencia: “Chelo, no nos vemos. Ni pienso ni dejo de pensar en lo que él querría”.
Ella insiste: “Para ti sería lo mejor. Con la crisis que hay… Él tiene un buen trabajo, fijo y eso y tú... “Chelo es de esas personas que no escuchan. Nunca, a no ser que le arrees en la cabeza, la pares un momento en sus elucubraciones y la saques de ahí. Afortunadamente la tenía lejos para hacer eso. “Chelo, yo estoy bien, me gusta mi vida”. Esfuerzo inútil. Ella sigue y sigue: “Además que conocer a gente nueva es muy cansado, tienes que arreglarte, maquillarte, salir… ¡Uff! Y yo me he pasado el invierno de casa al trabajo y del trabajo al sofá.” Aquí consigo meter baza y le hablo de algunas cosas mías, que he hecho este tiempo, de talleres, de personas, de… bueno, de asuntos más personales. Y me dice: “Tú siempre has tenido mucha energía, demasiada energía (¿?), es verdad, mucha más que yo. Yo es que estoy muy cansada y no tengo ganas de complicarme la vida. Así que estoy mejor ahora, con Fran, de todas formas, todos son iguales. Para acompañarme a la compra, ir algún sábado a cenar y ver la tele en el sofá…” Claro, pensé yo, para eso lo mismo da que sea Fran, que Pepe, que Manolo. Es una discusión demasiado antigua entre nosotras para que le discuta.
“Bueno, se despide (¡Por Fin!). Te dejo. Oye, May, llámame, o me haces una perdida y te llamo yo, que mira que eres. Si no te llamo, no sé nada de ti.”
“Vale, sí, Chelo. Cuídate. Ya hablamos.”

Me dejo pensando en eso de la energía. Y la recordé en aquellas horas de discoteca en las que se convertía en la reina de la pista, en cuando era capaz de trabajar toda la noche, continuar con otro curro durante el día y aún así salir a ligar la noche siguiente sin haber descansado. De cuando dormía conmigo en casa de mis padres, media noche hablando, para encontrármela con los ojos abiertos de par en par a las seis de la mañana, dándome unos sustos de muerte. De sus enamoramientos locos, que podían llevarnos a cometer imprudencias aún más locas. De sus desenamoramientos, tan rápidos y tan locos como los primeros. De los domingos por la tarde frente a un café, de las largas horas de charla. De los miedos compartidos, abandonos, reencuentros, de las peleas y de las paces, de su generosidad y mi mal genio. Recuerdos de alguien a quien ya no encuentro. Que no sé en que momento perdí. Puede que sí, que un día de estos o dentro de un par de meses, le haga esa perdida. O no.

BEPO, LA MARIQUITA

A Gin. De momento lo dejo así. El que esté aquí no te libra de la corrección.


En un jardín no muy lejos de aquí, vivía Bepo con sus padres. A Bepo le gustaba mucho jugar. Correr por las hojas, saltar en las ramas, pero sobre todo le gustaba cantar. Era capaz de cantar tan alto y tan fuerte que su mamá le dijo:
─Shssss… Bepo, cuando cantas así los vasos saltan, los platos tiemblan y el suelo se mueve. En casa, canta bajito, por favor. Para hacerlo así, sal fuera.
Y eso hacía Bepo. Nunca se iba muy lejos, era pequeño y le daba miedo. Encontró detrás de casa un lugar donde cada día, una flor dejaba caer las gotitas de agua que recogía por las noches.
─Aquí puedo mirarme cuando canto. ¡Oh, que bien se me ve! ─pensó Bepo al verse reflejado en una gotita. Abrió sus alas. Eran muy rojas. Contó los lunares que tenía sobre ellas─ Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, ¡siete! Siete Lunares blancos ¿Blancos?
Se miró de un lado y de otro y sí, sí eran siete lunares y blancos. Bepo pensó en mamá y papá. Ellos tenían los lunares negros, recordó.  La mariquita se encogió de hombros.
─Le preguntaré a mamá ─pensó.
Sí, Bepo le contó por la noche su mama, mis lunares y los de papá y los de muchas mariquitas son negros. Pero mira que bien queda el blanco junto al rojo. Son diferentes, pero tan bonitos como los negros. Y además, así mamá te reconocerá enseguida si te pierdes. Eres especial.
Mamá lo abrazó y le hizo cosquillas. Bepo rió feliz y se olvidó de sus lunares.
Una mañana le dijo su mamá:
─Bepo, hoy es tu primer día de colegio. Aquí tienes tu cartera con el almuerzo, un lápiz para pintar y una libreta roja con puntitos negros.
Era nueva y tan bonita que Bepo se la puso enseguida y se fue contento al cole. Cuando llegó, La Señorita Mari sonrió y le dio un empujoncito. Delante de Bepo, veinticinco mariquitas sentadas en sus mesas le miraron con los ojos muy abiertos.
─ A partir de hoy tendremos un nuevo amiguito. Su nombre es Bepo. Saludad chicos.
En toda la clase no se oyó ni una mosca. Hasta que Yogo, sentado al fondo, dijo:
Mirad, mirad… ¡Qué raro es! ¡Qué feo! Sus lunares son… blancos.
Todas las mariquitas se rieron, señalándolo.
¡A callar todos! ─Se enfadó la Señorita─ Bepo es una mariquita como vosotros, y si sus lunares son blancos, pues son blancos. Bepo, ve a tu sitio.
La mariquita se sentó en su mesa. Estaba muy triste. Tan triste que cuando tocó la clase de música, no pudo ni abrir la boca.
Por la tarde, cuando volvía a casa encontró en el suelo, al lado de la flor de las gotitas, un trozo de carbón como el que traen los reyes a los niños que se portan mal. Bepo le pegó una patada.
─ ¡Oh, no! ¡Encima me manchó de negro! ¡Carbón tonto! pensó antes de quedarse muy quieto ¿Y sí…? ¡Sí! Ya sé, mañana antes de ir al cole me pintaré los lunares.
Dicho y hecho. Al día siguiente apareció con lunares negros.  No estaba muy feliz. Pero durante la clase, Dida, que se sentaba a su lado le pidió la goma y Quita, la mariquita de delante le sonrió un poquito. Solo Yogo le miró como a un bicho raro. A la hora del recreo, Bepo se sintió alegre. Hoy si jugarían con él. Pero pasó una cosa terrible, horrorosa. El cielo sobre el jardín se puso gris y unas gotas de lluvia enormes cayeron en el patio del cole. Bepo intentó esconderse, pero Yogo, que se olía algo saltó sobre él y lo sujetó. Las gotas quitaron el carbón de los lunares y estos aparecieron más blancos que nunca.
─Encima de feo, nos querías engañar ─se rió Yogo─ ¿Quién va a querer jugar contigo?
─No soy feo ─se decía Bepo, sentado en un rincón─ mamá dice que soy especial. Me gustaría… me gustaría que les pasara algo… muy malo.
Bepo era una mariquita muy buena, pero estaba muy enfadado.
Al salir del colegio, todos se reunieron para ir a jugar cerca de un viejo pozo del jardín.  Estaba en el camino a la casa de Bepo. 
Este les seguía escondiéndose entre las flores y la hierba para que no le vieran, no quería que se burlaran otra vez, cuando escuchó gritos de miedo casi a su lado, en el camino.
─ ¡Socorro! ¡Ayudadme! ¡No me dejéis solo!
Bepo se asomó entre las hojitas de hierba. Yogo intentaba trepar por una piedra pero no conseguía que sus patitas se sujetaran a ella. Quiso abrir las alas pero le temblaban tanto que no pudo. Una araña monstruosa se acercaba a él.
─No grites pequeñito. Me duelen los oídos cuando lo haces. Nadie va a ayudarte. Tienen tanto miedo como tú ─le dijo la araña a Yogo, relamiéndose.
Al escuchar esto, Bepo salió de entre la hierba y voló hasta la roca. Cuando estuvo encima, cogió mucho, mucho aire y cantó. Cantó muy alto y muy fuerte. Tanto, tanto, que la araña se tapó la cabeza con dos de sus patas mientras las otras seis caminaban hacia atrás. Bepo alargó una pata y ayudó a Yogo a subir hasta la piedra.
Para cuando la araña se dio cuenta de que había sido una mariquita pequeña quien la había espantado, Bepo y Yogo ya volaban sobre ella y rompieron juntos a reír cuando la araña levantó sus patas al cielo llamándolos.
Desde ese día fueron amigos y si a veces Yogo aún pensaba que Bepo era raro, también sabía que era una mariquita generosa y valiente. Y Bepo volvió a ser feliz sintiéndose especial y único.

jueves, 10 de mayo de 2012

Proyecto Sonrisa

De unos meses aquí tengo un proyecto privado casi íntimo. No he hablado de él con nadie y aunque hace un tiempo que le doy vueltas a contarlo, por uno u otro motivo, no me decidía a ponerlo en palabras.
Es muy simple, sencillo y es posible que para algunos, absurdo. En mi mente y por el hábito de poner título a todo le he llamado Proyecto Sonrisa (sé que este nombre le gustará a Simplicisimus, su blog está aquí al lado, en blogs que sigo).  Este proyecto se hizo consciente, creo recordar, en el mes de noviembre. Aunque de forma indefinida estaba ahí, mostrándose poco a poco. Estoy convencida de que una sonrisa es terapéutica para el que la ofrece y para el que la recibe. Es gratis. No cuesta trabajo. Todos (o casi todos) tenemos los músculos necesarios para formarla. No necesitamos inversión inicial.
El proyecto es el siguiente: Sonrío. Sonrió a quien me cruzo por la calle, a quien me vende el pan, a la cajera de mercadona, al que me pide una moneda (si no me asusta, que alguno lo hace), al vendedor del cupón aunque no compre, a mis amigos, a mi familia.
Junto a la sonrisa, un saludo, una pregunta, un comentario. “Buenos días”, “¿Qué tal hoy?” “¡Qué frío!”. Poco a poco esas preguntas generales se han ido convirtiendo en particulares. Porque la gente responde, porque la gente me sonríe, me contesta y a su vez me pregunta. “¡Qué cara de cansada tienes hoy!” “¿Cómo ha ido el fin de semana?”, “Yo he estado fuera”, “Cuando te enteres de algún taller, me avisas, que tengo un amigo a quien quiero regalárselo”.
El proyecto no consiste en hacer amigos, aunque puede ser una consecuencia secundaria de él, nada desdeñable en cualquier tiempo y lugar. Básicamente el proyecto consiste en tomar nota del otro. Ser consciente de que están ahí. De que tienen problemas, viven como yo inmersos en la crisis, que viven con una enfermedad, que sufren por amor, que los años les alcanzan, que las responsabilidades se les comen… pero que más allá de eso, seguimos estando aquí, que somos personas, que estamos vivos no solo por respirar y arrastrarnos por el mundo, que no estamos solos.  Que tenemos la capacidad de seguir sonriendo, de descubrir esos pequeños detalles que hacen que la vida sea bella.
 ¿Qué precio tiene un segundo de tranquilidad y cariño? De charla distendida y amable. De intercambio de buenas vibraciones. Además es adictivo y genera sensaciones nuevas, buenas y plenas (esto es ya a nivel mío y personal).    
Y los resultados son, siete meses después más que evidentes. Me sonríen incluso antes de que yo sonría. Se interesan por mí de la misma forma que yo por ellos. Me cuentan y cuento. Me escuchan y escucho. Aprendo cada día. Incluso aquella cajera que fue el detonante, el punto de inflexión que hizo que mi proyecto tomara forma. Tan seria, tan triste, tan indiferente a su trabajo y a la gente que pasaba obligatoriamente por su lado. No recuerdo exactamente que conversación mantuve con ella aquel primer día. Sé que le sonreí y le hice un comentario sobre la pesadez del trabajo, después uno más y otro, siempre con una sonrisa hasta que me la devolvió. Hoy sé que tiene dos hijos, una niña que estudia primero de la ESO, y el niño que es más pequeño. Que los fines de semana que puede se va al pueblo, que hace la comida por la noche para el día siguiente, que no había probado el pollo con coca cola, que no le mola su trabajo pero que no se puede quejar, mucho peor sería no tenerlo.
También tengo el teléfono de Raquel, a la que veía cada mañana vendiéndome el pan o poniéndome un cortado con su vida complicada, su separación, los problemas con sus padres, su nueva pareja… Y así, una larga lista de personas que son eso, personas completas, plenas. Más allá de una cara que se repite a diario en nuestras vidas. No siempre llego a ese grado de profundidad, quizá solo sea una inclinación de cabeza junto con la sonrisa, un ligero y superficial intercambio de palabras, el cruce de una mirada brillante…

Para mí es un proyecto de por vida. ¿Te animas?

miércoles, 9 de mayo de 2012

Espera ardiente

Ayer pasaron ¿Me pasaron? varias cosas. Por continuar en la línea de que cada día es diferente. De los pequeños detalles que distinguen un día de otro ya he hablado. Ayer hubo grandes detalles.
Estar esperando un bus en plena Avenida Blasco Ibañez, con un calor de verano al mediodía acompañado de ese viento de poniente que ahoga de mala manera y pensar: "Hace tanto calor que hasta el aire huele a humo", puede que solo me pasé a mí. Pero vamos, continúe pensando:"el humo huele a madera quemada". Y me quedé tan satisfecha con ese pensamiento idiota hasta que me fijé en un chico, un señor, una mujer que esperaban en la acera de enfrente para cruzar el semáforo. Todos miraban hacia arriba, con cara de intriga. Así que salí de la parada del bus (esas de cristal con asientos de metal) y, ¡Coño! Una palmera echando un humo espeso, gris oscuro desde las ramas más altas. A partir de ese punto todo se precipita. Llega la policía, sin sirenas ni nada, primero un coche y luego otro. Los policías salen del coche y el mundo se convirtió en un gag cómico. Miraban hacia arriba haciendo pantalla con la mano en la frente, daban vueltas a la pobre palmera, de un ángulo y de otro. Mientras yo veo desde mi posición, cada vez más cerca de la palmera y los polis, las llamas anidadas (nunca mejor dicho) en la copa de la pobre.
Un policía vuelve al coche, da marcha atrás y se sitúa a mi lado y mira, como no, hacia arriba. Lo que me hace pensar ¿Se ve mejor sentado que de pie? ¿Dentro del coche que fuera? Ni idea, pero ya llegan los bomberos. Me temo que me desalojarán de la parada porque mientras unos desenrollan mangueras, otros ponen conos naranjas que llegan casi hasta mis pies.
Como curiosidad: no se ha formado corrillo de curiosos. Puede que sea porque es hora de comer. La gente pasa y mira pero no se detiene.
En eso llega mi bus. Para unos metros antes de la parada. Subo y continúo mirando, de pie al lado del conductor que me pregunta que pasa. Se lo cuento. Y los dos incrédulos y con esa chispa de excitación que producen los hechos inusuales en la mayoría de las personas corrientes, seguimos con los ojos fijos en el espectáculo hasta que el semáforo cambia a verde y lo dejamos atrás.

El día continúo y pasaron muchas más cosas: Presenté cuento nuevo en el taller de cuentos infantiles, que tengo que corregir para no variar, en la que fue la última clase. Y... y tuve otra historia de buses. Estoy pensando que podría iniciar una colección de anécdotas: May y el transporte público. Mira que da de si. Me pasa cada cosa... Pero de estas cosas, sobre todo del taller, de lo aprendido, de lo no aprendido, de las gentes y los modos, merecen reflexiones a parte.

Para que luego digan que nunca pasa nada.

martes, 1 de mayo de 2012

Ejercicio: Cuento infantil: Reddy o el tren que se salió de la vía

Más que probable que sí sea un cuento, pero quizá no demasiado infantil. Este es el original (propio) con el que trabajo para intentar ese arte tan complicado de los cuentos para niños. Todo lo que ponga antes del cuento son ¿Verdad, Gin? justificaciones. Veremos que pasa con él dentro de una semana.


Reddy o el tren que se salió de la vía
 Laura espera junto a Reddy, el tren, a que llegue su padre. El papá de Laura es Tom el maquinista. Laura y Reddy están un poco tristes. Hoy será el último viaje del tren. La niña acaricia el costado de Reddy. Conversan en el lenguaje secreto de los trenes.

─No te preocupes, Reddy, en el museo te cuidarán bien.
─Echaré de menos el ruido, la gente, el sol, correr... ¡Tantas cosas! ─vibra despacito el tren─ Me sentiré solo.
─Habrán otros trenes, trenes antiguos que te contarán historias y tú también podrás hablarles de todo lo nuevo, serán tus amigos. Además, yo iré a visitarte pronto. Te lo prometo.
Reddy se estremece bajo la palma de Laura y parece calmarse con la caricia de la niña.
 ─ ¡Mira, Reddy, allí está papá! Le preguntaré cuando salimos.
Laura se acerca a Tom que charla con un señor muy serio. Lleva un uniforme azul y un gran bigote negro: El inspector. Ellos no pueden verla, Laura es bajita y la gente llena el andén esperando subir al tren. Todos parecen emocionados porque saben que es el último viaje de Reddy después de muchos años de servicio.
─Pero Señor Inspector… ¡No pueden desguazar a mi tren! ¡Este tren es histórico! Fue el primero en alcanzar los 200 km hora. Siempre puntual, siempre.  Y… ¡mírelo! mire como brilla bajo las luces. Parece nuevo con su franja roja sobre la plata del cuerpo, es un tren muy… muy… importante.
─Basta, Tom. Las órdenes vienen de muy arriba. No podemos permitirnos conservar este trasto, vale más al peso que en un museo al que solo van bichos raros a ver maquinitas. Lo dicho, cuando llegue a la Última Estación, descargue a los pasajeros y lo vacié de carga, lo conducirá al Hangar nº 7, con su anden especial. Allí les esperará el Desguazador.
─Pero Señor Inspector ¡protest…!
─Se acabó, Tom. No me haga perder más el tiempo o llamaré a otro maquinista para que haga su trabajo.
 ─No, eso no Señor ─dice desalentado Tom─ Yo lo acompañaré en su último viaje.
Laura lo ha escuchado todo escondida detrás de una gran maleta. Ve a su padre sacar un pañuelo blanco del bolsillo, secarse una lágrima en la mejilla y sonarse la nariz antes de dirigirse al tren:
─No te mereces esto, amigo, de verdad que no ─murmura antes de subir la voz─. Vamos, amigo. Cumplamos con nuestro deber. Llevemos a nuestros pasajeros a su destino. Como hemos hecho siempre.
Laura retrocede despacio antes de echar a correr. Cuando llega a la Locomotora, se ha quedado sin aire, siente como si la palabra desguazar se le hubiera atascado en la garganta, ahogándola.
  ─Reddy, Reddy ─solloza.
Reddy se ha quedado muy quieto. Ha oído todo. Durante unos segundos las luces del tren parpadean y los pasajeros que ya han accedido a su interior se remueven inquietos, se les encoge el corazón sin saber porqué.
─No me quieren, Laura ─susurra en un temblor─. Después de tanto tiempo en la compañía, me harán a trozos. Valgo más así.
─No, no. No les creas, vamos. Tenemos que encontrar una solución.
De pronto el sonido de la estación llega a sus oídos: vibraciones de ruedas en las vías, crujidos metálicos, pitidos, siseos de vapor se elevan por encima de las voces humanas de las personas que esperan en el andén. La noticia salta de un tren a otro, de una maquina a la siguiente:
─Quieren desguazar a Reddy.
─Van a desguazar a Reddy.
─DESGUAZARÁN A REDDY.
─ ¡NO! ─Grita Laura, tapándose los oídos con las manos─ ¡No! Reddy, no. No les dejaremos.
En ese momento entra en la Gran Estación La Antigua Dama Azul. Es tan vieja que aún recuerda los tiempos del vapor. Escucha, asombrada y un poco molesta el guirigay que forman sus compañeros. Despacio, muy despacio, resoplando va a pararse en una vía junto a Reddy.
─ ¿Qué sucede? ¿Por qué hay tanto alboroto?
Un coro de trenes le responde:
─ ¡Van a desguazar a Reddy!
─ ¿Cómo es eso? Niño, Reddy, cuéntame.
Es Laura llorosa la que le cuenta todo, asomando medio cuerpo por la puerta abierta de la cabina de Reddy.
─ ¿Dónde dices que le llevan? ¿A la última estación? ¿Al hangar número siete? ─medita un momento─ Quizá… En ese caso… Quizá pueda…
─ ¿Qué? ─Gritan a la vez Reddy y Laura.
─Hace mucho tiempo me contaron una leyenda. Aunque no. Es posible que no sea cierta y que si lo es, sea muy peligroso.
─ ¡Cuéntanos! ¡De prisa! Papa ya se acerca, es casi la hora de salir.
─Ya voy, ya voy ─rezonga por lo bajo─ ¡Qué poco respeto a la edad! Aunque en esta situación…  Bien, dice así:
Cuentan que desde el principio de los tiempos (de los trenes, claro) algunos de ellos no se resignaban a dejar de correr por los raíles, sentir el viento, el sol, la lluvia, hacer sonar sus pitos, todo lo que les hacía ser felices y que con ayuda de algunos humanos enamorados de los trenes construyeron un lugar escondido donde vivir en libertad, cuando ya la compañía quería deshacerse de sus servicios o cuando alguno de ellos deseaba dejar de sentir la guía del hombre sobre él. (Perdona, niña, pero algunos hay).  El lugar se hallaba en un remoto bosque del norte, en un enorme claro. Para acceder a él, debían ser valientes y confiar.
El último ramal de la última vía, de la Última Estación se cortaba en seco, justo después de una curva muy cerrada ─fue la locura de alguien de la compañía, no sé que pasó, pero el tramo se quedó sin acabar─. El tren que de verdad deseara llegar al lugar mágico, debía hacer un acto de fe, tomar la curva a toda la potencia que le permitiera la máquina y volar, volar por los aires durante unos interminables metros hasta caer (si se confiaba lo suficiente, si no tenía miedo en el último momento y reducía la velocidad, si se cerraba los ojos, si se sentía el aire rugiendo en el metal…) en unas vías ocultas, mantenidas cuidadosamente herrumbrosas para igualarse con la tierra rojiza, con las traviesas grises manchadas de verde imitando a las piedras y la vegetación. Si lo conseguía, aún quedaba otra prueba: lanzarse hacia los árboles que parecían cerrar el paso a las vías, hasta atravesar el pequeño espacio que los separaba cruzar el bosque oscuro, la espesa vegetación. Solo entonces podrían llegar al Ferriclaro.

Reddy empieza a vibrar entusiasmado, a Laura le brillan los ojos.  
─Esperad, esperad ─continua la Dama Azul─ Ni siquiera sé si es cierto. Alguno de mis viejos amigos partieron en su busca y no supe más de ellos. Así que es posible, pero aún queda una cosa: en los antiguos tiempos siempre había un humano esperando a los trenes valientes, para cambiar las agujas de las vías y que los trenes pudieran escapar por el ramal abandonado.
Justo después de esas palabras, sube Tom el maquinista. Está muy serio, acaricia la cabeza de Laura y se sienta frente a los mandos de Reddy.  Despacito, con pena, aprieta el botón que hace que Reddy pite por última vez su salida de la Gran Estación.
─Yo te ayudaré ─dice Laura a espaldas de su papá─ Cambiaré las agujas, como aquellos hombres.
Reddy, esperanzado, corre por las vías. ¿Será posible que se salve? ¿Laura sabrá cambiar las agujas? ¿Será él valiente?
Durante todo el camino, en todas las estaciones a las que llegan, con todos los trenes que se cruzan, Reddy y Laura van haciendo preguntas. Nadie más sabe de la leyenda, pero muchos conocen la Última Estación, el Hangar número siete y la vía que se corta sin ir a ninguna parte.  Y lo más importante, un tren nuevo: Pájaro Veloz, le explica a Laura como es el cambio de agujas. Le habla de la palanca oxidada que hay que mover.
─No sé yo, no te ofendas, niña, pero ¿No eres muy pequeña? Se necesita fuerza. Hace mucho que no se usa y puede que esté atascada.
─Lo conseguiré ─Laura aprieta los labios─ ¡Cómo sea!
─Laura, tu papa guarda una lata de aceite para mí, siempre ─le recuerda Reddy.
Siguen su camino. Casi demasiado rápido y puntuales como siempre es Reddy, llegan a la última estación.  Laura observa, junto a Tomás el maquinista, que sigue triste, descender a los pasajeros, cuando ve llegar a un hombre con mono en el que pone en grandes letras negras: “Desguazador”.
─ ¡Papá, papá! Mira.
─Tranquila, quédate aquí, hija. Yo hablaré con él. No tiene porque estar aquí, bastante duro es ya esto.
 Tomas baja y se acerca al desguazador. Laura aprovecha ese momento, se aprieta contra Reddy con los brazos abierto como en un gran abrazo, coge la lata de aceite y corre al cambio de agujas.
Reddy, preparado, toma velocidad confiando en Laura, ella puede hacerlo y él también.
¡Espera, Reddy, Espera! No veo la palanca ¿Dónde está? ¡Reddy, TIENES QUE PARAR, NO LA ENCUENTRO! Grita Laura, desesperada. Corre al lado de la vía, por la tierra polvorienta, cruzando entre los trenes que entran en la estación.
Laura, no puedo detenerme, si lo hago no alcanzaré la velocidad necesaria Reddy desde su altura, cada vez más aprisa, no deja de buscar la palanca que le han descrito sus amigos.
¡Reddy, detente, si no hago el cambió de agujas… te estrellarás!
Pero Reddy sabe que si se detiene su única oportunidad desaparecerá. Si se estrella… bueno, le habrá hecho el trabajo al Desguazador. Pero…
¡Laura, mira, a tu izquierda! ¿Lo ves? Esa plataforma con el palo rojo.
¡Oh, sí! Sí, Reddy, es la palanca, el cambio de agujas… Está ahí. Por fin.

Laura se lanza contra la palanca, que se resiste, hace mucho que no intentan moverla. La niña la baña de aceite y vuelve a intentarlo. Deja caer todo su peso sobre ella y de golpe, se mueve con un chirrido agudo, el más hermoso que ha oído Laura en su vida. Justo a tiempo, Reddy alcanza el desvío tan rápido que el viento a su paso parece un huracán, tanto que Laura tiene que agarrarse fuerte a la vieja palanca para no ser lanzada por los aires. Al llegar a la curva de la antigua vía, Reddy sale disparado y… Vuela, vuela de verdad. Durante unos metros, sus ruedas giran en el vacío hasta caer en unas vías tan antiguas que nadie las recuerda, los raíles han tomado el color herrumbroso de la tierra que le rodea, las traviesas de madera, grises por el tiempo se pierden entre las piedras del camino.

Laura se siente feliz ¡Lo han conseguido! Pero cuando se gira hacia la estación buscando a su padre, ve al hombre del mono intentando llegar a una furgoneta estacionada al lado del viejo edificio. Aún se oye a Reddy abriéndose camino en las viejas vías ocultas. El desguazador puede seguirle por el sonido. Laura grita de horror, no puede ser. Los trenes estacionados la escuchan y todos a la vez sueltan vapor y chispas rechinando la rueda. El andén lleno de viajeros se convierte en un manicomio de gente que salta y protesta, interponiéndose en el camino del Desguazador, que acaba en el suelo, derrotado.
Mientras a toda velocidad, sin detenerse un instante Reddy sigue el camino de hierro, las vías se vuelven invisibles, camuflándose con los colores del bosque en cuanto Reddy las deja atrás.  Dos enormes árboles parecen abrirse para dejarle pasar y después vuelven a su lugar. El paso es angosto para un tren como Reddy, pero consigue atravesar el bosque oscuro coronado de ramitas y hojas y de pronto detrás de un montículo, del último árbol, el sol asoma radiante; los raíles brillan como recién colocados, las traviesas son fuertes vigas de madera y cuando Reddy supera el montículo, ante él se extiende una explanada llena de vías que se entrecruzan, agujas que sonríen, estaciones de piedra dorada y tejas negras, enormes relojes redondos y trenes, muchos trenes de todas las épocas y tamaños: vagones, máquinas, locomotoras…