domingo, 10 de mayo de 2009

Ejercicio 23º: Féretro

Observé las caras que pasaban. A la luz de las velas, todas ellas tenían un color extraño, macilento. Las sombras movedizas caían sobre sus rostros. A veces eran unos ojos los que me miraban. Otras llegaba a distinguir el contorno pintado de una boca, una mejilla marchita. Me refugié en una esquina de la habitación, oculto en las sombras. Escuché los murmullos

Pasé la noche contigo. Tú y yo juntos por última vez. La sala, convencional del tanatorio, estaba débilmente iluminada. Las llamas de los cirios que un anónimo empleado había encendido en torno a tu féretro, oscilaban leves sobre tu cara. El olor a flores muertas, dulzón y corrompido habría ofendido tu olfato. Los murmullos de toda tu gente, sentados en sillones grises, lejos de ti por una vez, sin prestarte atención, te habrían molestado. Habrías alzado la voz en un grito, reclamando silencio. Ese silencio eterno en el que ya estás perdido. Y todos callarían asustados, ante la voz del amo y tú te sentirías íntimamente satisfecho de verlos encogidos ante ti, como siempre. Y buscarías a tu mujer entre ellos. La última, Fedra, la más deseada y la más castigada de tus mujeres. La única que te ha sobrevivido. Vigilarías cada uno de los movimientos encogidos, de sus miradas asustadas… la presa jugosa en tus grandes garras de gato cabrón. Odiarías la luz de estás velas que a momentos revelan tu verdadero rostro. La decrepitud de tu cara, las arrugas sin artificio, sin la vida cruel y dura que tú les dabas y que salen a relucir a la oscilante luz de las velas. En tu boca vacía y muerta, se fija la mueca incrédula con que recibiste la muerte. Los párpados parecen temblar a punto de levantarse y descubrir las frías pupilas azules, para clavarse en mí. Y deseo que lo hagas. Volver a ver tus pupilas dilatándose hasta perder el último rastro de hielo azul, el espanto reflejado en ellas al darte cuenta que, al fin, tu único hijo, por una vez, podía ser como tú…

Una mano dulce se posó en mi espalda, antes de enlazarse íntima en mi brazo.
―Vamos, Juan —la cálida voz de Fedra, me acaricia―. Él ya no volverá.
FIN

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