domingo, 10 de mayo de 2009

Ejercicio 24º: Carta.

En este ejercicio vamos a escribir una carta, cada uno elige su destinatario: un amigo, un amante... vale, una amiga, una amante... su peor enemigo o a quién le de la gana. Condiciones: han de aparecer en el texto cuatro palabras, prestigio, silueta, luna y palacio. No importa el orden.

Querido amigo mío:

Prometí escribirte. Lo haré cada día y cuando vuelva a ti, te leeré mis cartas y será como si hubieras estado a mi lado. Trataré como siempre, que veas a través de mí todo aquello que tus ojos ciegos no te dejan contemplar. Dice mama que soy demasiado joven para mantener una amistad contigo. Pero tú y yo sabemos que no es así. Desde el primer día que llegaste a nuestra casa del brazo de mi padre —su hermano pródigo, condenado por la invalidez a perder su lugar en el mundo― y te pregunté por aquello de lo que todos hablaban en susurros y que yo, que era tan niña no acababa de entender, lo fuimos. Recuerdo la exclamación horrorizada de mi madre y el empellón de mi hermana ―que tú no pudiste ver, pero adivinaste― cuando te pregunté en voz alta y clara que te pasaba en los ojos. Por qué eran tan extraños. Y a ti, alzando una mano, haciéndoles callar, buscando mi cuerpo menudo, plantado delante de ti. Mi atrevimiento al coger la mano que tanteaba y que se deslizó por mi brazo hasta mi hombro. Te arrodillaste ante mí y me explicaste que habías tenido un accidente, que te habías caído del caballo mientras cabalgabas en los jardines del Palacio Real, tu cabeza había chocado contra una roca y desde entonces no podías ver. Yo recuerdo que asentí muy seria, sin poder hablar. Sonreíste adivinando mi expresión. Y me preguntaste si de verdad tus ojos eran tan raros. Estudié tus ojos castaños, velados por la falta de expresión, inmóviles. Las pupilas que no seguían los míos, el brillo atenuado del blanco. La cicatriz semicircular cerca de uno de ellos deformando una cara, que debió ser hermosa. Acaricié con mis dedos la piel rosada, arrugada de la cicatriz reciente y me di cuenta que lo único extraño en tus ojos eran su falta de vida. No, te dije, lo único diferente es que tus ojos no miran. Mi padre avanzó un paso, tratando de apartarme de tu lado para ayudarte a ponerte en pie. Tú se lo permitiste y cuando te girabas hacía él, tomé tu mano y te prometí ser tus ojos. Reíste y apretaste mi mano. Me encantará ver el mundo con tus ojos ―me dijiste.

Desde ese momento hasta ahora, tu has sido mi maestro, mi amigo, mi confesor… mi tío amado. Y yo la mirada que te devolvía el mundo. Nunca nos hemos separado antes, hasta que mama decidió que nuestra amistad era peligrosa para mí. Pero no lo es. Yo lo sé, aunque tú lo dudes. Me duele, amigo mío, que me hayas dejado partir, que hayas alentado la preparación de este viaje. Sólo el único beso que me diste la noche antes de partir, cuando mis lágrimas de incomprensión fueron más fuertes que mis súplicas, me calienta el alma y la esperanza. Volveré a ti. Cierro los ojos y aún veo tu silueta solitaria en la ventana, despidiéndome en silencio.

Hoy mis ojos que son los tuyos están desalentados y tristes. El brillante cielo azul de Francia les hace daño. Me he obligado a detener la mirada en los miles de detalles que se que te interesan, aún así del viaje en barco y del puerto, tan sólo conservo un calidoscopio de impresiones; el fuerte olor a salitre, las voces de los marineros, los gritos de las gaviotas, el viento azotando las velas, los azules excesivamente luminosos de un cielo opresivo reflejándose en el mar.

La irritante cháchara de mi hermana mayor acuna el viaje desde el puerto hasta el prestigioso hotel, en el que mi madre insistió que debíamos quedarnos durante nuestra primera noche en Calais. Los adoquines, por los que pasa el coche alquilado que nos trasporta, reflejan la luz del sol poniente e hileras de casas abuhardilladas con elegantes ventanas y tejados de dos aguas se alzan sobre las ceras de las calles que nos conducen a La Place d´Armes.

Si estuvieras aquí, a mi lado ―mi querido amigo― me preguntarías por el color de las fachadas de las casas que dan a la plaza, la adornada entrada al hotel, por las ropas de los transeúntes… y yo miro con cuidado pensando en que detalles te haría ver: el suave rosa de la torre que se levanta en la esquina, el gris blanquecino del edificio que esta a mi espalda y que marca la llegada de la noche oscureciéndose despacio. El elegante portero uniformado, que se adelanta con una graciosa y muy francesa reverencia hacia mi madre y los botones, casi niños, que trasladan con presteza nuestro equipaje al interior del enorme hall, decorado en mármol y terciopelos, con ese toque dorado que tanto parecen amar los franceses. Te mostraría el tramo de escaleras hasta nuestras habitaciones, con sus fantásticos pasamanos, dorado, trabajado en exquisitas figuras vegetales, sé que observaría tus manos, los dedos largos y sensibles explorando las formas de las hojas, de los tallos enredados... imaginándolas recorriendo despacio mi mejilla, mis labios, mi piel estremecida. Te describiría el cálido ambiente de mi habitación, más apreciado, porque es sólo para mí y me permite aislarme de los comentarios de mama y de mis hermanas, que parecen pasar a mi lado de puntillas, sin atreverse a rozar el porque de este viaje, impuesto. Te contaría, amigo mío, que la luna se asoma envuelta en un halo de lágrimas, mis lágrimas, a esta ventana desconocida que está tan lejos de ti…

No hay comentarios:

Publicar un comentario