domingo, 10 de mayo de 2009

Ejercicio 25: La palabra del día. RECORDAR

Condiciones para el ejercicio: El primer párrafo comenzará así:Recuerdo mi...; segunda y última condición: no podemos utilizar el verbo ser, en ninguno de sus tiempos verbales.

MIZTLI: EL INSTRUMENTO DE LOS DIOSES.

Recuerdo mi iniciación ante vosotros, el pueblo de Izel ahora que llego al termino de mi vida. Durante estaciones, me temisteis. Huisteis de mí: El Instrumento de los dioses. Evitasteis mi morada La vieja choza de mi niñez. Dónde una vez conocí la alegría. Dónde una vez me sentí pueblo como vosotros. Pocos sabéis de aquellos tiempos. He vivido una larga vida. Pocos de mis compañeros de nacimiento me han acompañado hasta aquí.

Tú, Tecolotl, estabas cuando sucedió. Mi compañero de caza, el único que vive. Tú, Ayauhtli y yo, cazamos vivo el venado ritual. Nos sentíamos orgullosos y creíamos que se celebraría una gran fiesta en nuestro honor. El invierno había resultado duro. Nuestros niños recién nacidos y los ancianos no habían logrado sobrevivir. Los enemigos ocultos en la fría noche descubrieron los escondites donde almacenábamos la comida. Espíritus malignos recorrían nuestro pueblo. Mi madre Atzin de la que hablan las leyendas por sus ojos de mar, murió luchando contra ellos… luchando por expulsarlos de su pecho donde habían anidado. . La desgracia cayó en Izel, los pecados ignorados de nuestros antepasados recaían sobre nosotros y los dioses nos abandonaron. En ese tiempo de dolor y oscuridad solo una luz brillaba en mí: mi amada mujer Suemi y mi hija primogénita, mi pequeña flor Nicte habían sobrevivido.

Recuerdo la mañana antes de la partida de caza. Nuestra gente, macilenta y débil reunida a la luz fantasmal del amanecer en la explanada del templo. Los cazadores envueltos en pieles de animales, luciendo los atributos de dadores de alimento, al pie de este. El sacerdote Cóatl, invocando al nuevo sol. Su mirada vacía, perdida, ante nosotros: el pueblo. En trance habló en el idioma antiguo. Trazó signos sobre nuestras cabezas. Y uno a uno nos eligió. Ese día sentí la magia ancestral recorriendo mi cuerpo. Los ojos intensos, dilatados del sacerdote fijos en los míos, me permitieron ver al gran venado bebiendo en el río. Su mano se posó en mi hombro.
―Mitzli, tu guiarás. Tienes la visión ―me dijo.

Nos llevó al interior del templo. En la pequeña cámara en penumbra hizo que nos tendiéramos en el suelo sobre pieles de venado sagrado. La hoguera encendida en el centro de la estancia quemaba las hierbas rituales. Las palabras no formadas morían en el pensamiento. Todo un día y una noche purificamos nuestro cuerpo y nuestra mente convirtiéndolos en afiladas puntas de lanza. Al amanecer, el sacerdote nos condujo hasta más allá de la última cabaña de Izel. Su mirada me estremeció. El fondo de sus ojos mostraba los tintes del fuego alzándose en la noche. Mi propia cara deformada por la angustia y mis brazos alzándose, bañados en sangre… Cóal cerró los ojos y la visión desapareció. Sin palabras, señaló el camino y en silencio, nosotros avanzamos buscando nuestra presa.

Vosotros lo cantáis en las largas noches oscuras. Les enseñáis a vuestros hijos como trajimos la nueva vida a Izel. Como la gente, durante los tres días y tres noches que duró nuestra ausencia, renunció al fuego y al alimento, tal como nosotros en nuestra búsqueda del animal sagrado, sostenidas por la bebida ritual que Cóatl repartió entre cada miembro de nuestra tribu, ofrecieron su sangre, que Cóatl tomó con su daga y recogió en el cuenco sacerdotal. Iniciando así el Sacrificio que debía devolvernos el favor de los dioses. Les narráis la leyenda de cómo las ofrendas de todos nosotros hizo a Izel fuerte y poderoso. Mi historia, la historia del Instrumento de Izel, el intermediario de los dioses...

Salmodiáis el renacimiento del pueblo, saliendo de la oscuridad a un amanecer limpiado por la sangre inocente del sacrificio…Todos vosotros sabéis como nos recibieron los rostros cansados, febriles de nuestras familias y vecinos. Como Cóal se precipitó hacía nosotros y nos bendijo con la magia de la palabra y nos condujo de nuevo a las profundidades del templo. Me separó de Tecolotl y Ayauhtli. Lavó mi cuerpo, lo frotó con hierbas y especias mezcladas con la sangre del pueblo. Pintó mi rostro, mis manos tiñéndolas de rojo.

—Bebe, Miztli ―me dijo sosteniendo el Cuenco Sacerdotal, con la sangre de Izel― Tú, el elegido, el Instrumento de los dioses, debes prepararte. Se te ha concedido un gran honor. Por tu fuerza, por tu honor, por tu sangre, debes prepararte para guiar la daga que hará manar la sangre del venado mezclada con sangre inocente de nuestro pueblo. Sus voces llegarán altas. Los dioses escucharán y perdonarán nuestros pecados, aquellos que les hicieron rechazarnos y devolverán a nuestro pueblo la esperanza y el valor. Los dioses me han enviado visiones. He hablado.

Los dioses entraron en mi cuerpo, miraron por mis ojos. Tomaron la daga con mi mano. Mi mente se perdió y yo encogido en mi interior, me convertí en su morada.

Cóal me cubrió el rostro con la máscara de Illapa, dios del rayo. Y me condujo por oscuros pasadizos y escaleras hasta el exterior, hasta la noche. Quilla la diosa luna se hizo presente, enorme en el cielo. De pie, sobre la cima del templo ante las escaleras que descendían a la plaza, me esperaban Tecolotl y Ayauhtli. El gran venado yacía atado a sus pies junto a un bulto envuelto en pieles, bajo ellos la gran vasija ritual esperaba el don de la vida. Nuestro pueblo, en la plaza del templo, aguardaba en silencio.

Cóal rogó a los dioses que aceptaran nuestra ofrenda. A un gesto, las hogueras se encendieron iluminando los rostros de todos nosotros, el pueblo de Izel. Las llamas oscilaban lanzando sombras rojizas.
El sacerdote me ordenó avanzar. Los dioses que habitaban en mí se llenaron de gozo. Las víctimas del holocausto estaban dispuestas. Mi mano alzó la daga, corté la garganta del venado, la sangre manó de su cuello roto hasta la vasija, le rasgué el pecho e introduje mi mano hasta su corazón palpitante que arranqué con un grito de muerte. Lo sostuve entre mis manos y lo ofrecí a mi pueblo, antes de lanzarlo al fuego para que convertido en humo nuestra plegaria llegara a los dioses… Y esperé con mi propio corazón palpitando con fuerza en el pecho a que Cóal realizará el gesto que confirmaba la aceptación por los dioses de la ceremonia.

El sacerdote negó con la cabeza. Con pasos lentos se acercó al bulto que aún descansaba junto a la hoguera, sobre la vasija donde era recogida la sangre del venado sagrado. Sus manos abrieron el envoltorio y mi alma murió. Mi preciosa Nicte desnuda, su piel de bebe suave y morena reluciendo a la luz de las llamas, me miraba con los ojos azules de su abuela. Un gorjeo feliz surgió de su garganta, sus brazos se extendieron al verme…

Miré a Cóal y comprendí. Ella, la única. Sus bellos ojos azules. La mejor ofrenda que el pueblo de Izel podía dar a los dioses. Mi hija. Cerré los ojos. Mi mano se alzó de nuevo…
Fin

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