sábado, 11 de julio de 2009

Una tarde de abril

La mujer del vestido blanco recoge agua en el río mientras el viajero rubio pasea una tarde de abril.
Diana es joven, morena. El cabello cae rizado sobre su espalda; ojos castaños, grandes, pensativos.
Los pómulos altos, la nariz proporcionada, labios llenos, bien perfilados, el inferior un poco mas lleno que el superior. El cuello delgado, los hombros erguidos. La figura plena, de pechos grandes, cintura estrecha, caderas hermosas. El vestido se balancea, susurra contra sus piernas. Los brazos redondos y tiernos se llenan con un cántaro de barro, a la antigua usanza para recoger agua del río con la que lavarse el cabello, tal como le enseñó su madre.
El viajero se para a mirarla. Sus ojos verdes, brillantes, le resiguen la figura. Admira la figura de la mujer, su cara que adivina más que ve. Su postura al borde del río es una estampa antigua, llena de encanto.
Mira a su alrededor: el verde apagado de las plantas, los pocos arboles que siguen la orilla del río, el agua lenta y placida. Escucha los sonidos: murmullos de aves, insectos, del ligero viento.
La mujer siente su mirada. Levanta la cara, curiosa, hacia el desconocido: Una sonrisa ilumina el rostro serio. No habla, vuelve de nuevo la vista al cántaro, y el viajero respondiendo a su sonrisa sigue el camino.
Un puente guía sus pasos, y se inclina sobre él para ver como el agua, coge bríos, sobre las piedras del fondo, remolinos de espuma blanca golpean los pilares.
Su mente se pierde en lo que contempla, tal vez recuerde otro lugar, un sentimiento medio olvidado, un momento lejano en su historia.
Unos pasos resuenan sobre el puente, despertándolo de su ensueño, levanta su rubia cabeza y mira. La mujer con el cántaro en la cadera, camina con gracia hacia él. Ahora su rostro claramente visible muestra una curiosa timidez. El viajero saluda:
—Hola —Su mano se alza hacia ella, sus ojos sonríen.
—Hola —contesta ella. Su voz algo ronca, dulce.

Pasa a su lado los ojos bajos. Una pequeña curva en los labios. Cuando pone el pie en el camino, se gira. Le mira, descubre los ojos de él clavados en ella. Con un rubor y una sonrisa, huye sendero abajo.
Él la sigue despacio camino al pueblo que ya se divisa. Piensa en la mujer mientras avanza, le recuerda un amor de otros tiempos —así debía ser ella—, piensa, antes de que la vida convirtiera su mirada en turbia y seductora. Antes de aprender a dañar. El sufrimiento medio olvidado vuelve a rozar su alma. Con decisión borra esos pensamientos. Se acabó. Una sonrisa cruza sus labios. Tal vez deba parar en este pueblo unos días. Esta cansado de viajar.

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