martes, 27 de diciembre de 2011

EL MAL AMOR

Le acabaron de despertar los sonidos: el agua cayendo sobre la superficie metálica de la pila, el tintineo de la taza en la bancada de la cocina, el “tac” de una cucharilla, un armario al abrirse, las pisadas suaves, medidas que se movían de un lado a otro casi silenciosas, como las que haría un bailarín en un escenario vacío, antes de que se encendieran los focos.

Mantuvo los ojos cerrados, la respiración del sueño. Sintiendo la larga espiral del miedo despertando con ella, en su estómago. Las lágrimas escociendo con su sal la piel lacerada de las mejillas, mordiendo los cortes de los labios, mezclándose en la boca con el sabor metálico de la sangre.

Acostada sobre su espalda, miles de pequeñas punzadas empezaron a cobrar forma, fuerza. Invadiendo su mente a medida que despertaban en su piel. Insistentes, insidiosas. Aumentando sin cesar. Acallando los sonidos que procedían de la cocina, el gorgoteo musical, bullicioso del agua en la cafetera. Acompañados por el fragante y cálido aroma a café recién hecho.

Trató de medir sus movimientos, de girar despacio en la cama para aliviar el dolor que se iba concentrando en su cintura radiando en su omóplato izquierdo. Al girarse, una mordida aguda en la muñeca. Jadeó, casi gritó desprevenida… Los sonidos de la cocina hicieron una pausa antes de reanudarse, ahora más rápidos, decididos. El agua cayó a borbotones sobre algún recipiente, las suelas de los zapatos marcaban el ritmo. El sonido de una bandeja depositada con fuerza, el acomodar de taza y plato, cucharilla y azucarero.

Abrió los ojos. La luz era tenue, amarilla y cálida. Entraba desde la cocina al otro lado del pasillo, dibujando el rectángulo agrandado de la puerta que caía sobre la cama. Escuchó sus pisadas, ahora cuidadosas por lo que llevaba entre las manos y se esforzó por mantener los ojos abiertos. Sabía que él le había oído. Se removió inquieta, tratando de incorporarse para volver a caer, cuando el pinchazo agudo de su muñeca se repitió.

Jaime entró en ese momento, bloqueando la luz, cayendo su sombra sobre Diana. No le habló. Sus ojos agudos se clavaron en los suyos unos segundos antes de continuar por sus hombros desnudos, la manta fina que la cubría y los brazos extendidos a ambos lados de su cuerpo.

Dejó la bandeja en el suelo y se sentó a su lado, haciendo que su cuerpo se deslizara hacia él. Se inclinó, encendió la lámpara de la mesilla y la incorporó, sosteniéndola contra sí, para colocar las almohadas tras ella.

Jaime miró las mejillas erosionadas, los regueros de lágrimas manchados de rímel y sangre, la boca rota e hinchada. Le pasó los dedos por la frente, retirando mechón a mechón el pelo que caía sobre ella, despejándola.

De la bandeja cogió la taza y el plato, los dejó en la mesita. El café humeaba reconfortante, invadiendo los sentidos de Diana.

En el suelo quedó sobre la bandeja el pequeño cazo rojo en el que no volvería nunca más a calentar agua para el té. Jaime sumergió un paño blanco y limpio en el agua caliente, jabonosa y le limpió despacio los pómulos, las lágrimas, los cortes de los labios. Acariciándolos una y otra vez con la tela mojada, tiñéndola de rojo. Después sosteniéndola, le acercó la taza. Le dolió sorber. El café caliente mojaba los labios abiertos, bañando las heridas del interior de la boca, cubriendo con su sabor fuerte y dulce el amargor ferroso de la sangre y las lágrimas. Él percibió el temblor involuntario de su cuerpo y trató de apartar la taza. Diana levantó la mano sana hasta posarla en su brazo. Deseaba seguir bebiendo, la quemazón curativa, amable del café inundando sus sentidos. Apartándola unos momentos de él y de ella misma. Jaime sonrío despacio ante el roce, sus ojos se humedecieron. Oscuras, brillantes sus pupilas acariciaron su rostro. Sostuvo la taza con cuidado, con mimo, evitando que sus dientes chocaran con la loza. A ella le hubiera gustado sostenerla con sus manos, sentirla cálida a través de las palmas. No sentir nunca, no haber sentido nunca el vértigo de dolor que era su cuerpo, el sufrimiento que le causaba el brazo de Jaime contra su espalda lacerada, la amalgama de dolor que era su cuerpo presionado contra él.

Cuando vació la taza, Jaime la estrechó despacio contra su cuerpo, abrazándola. Durante un largo momento, todos los músculos de Diana parecieron protestar, tensos, asustados. Hasta que el calor conocido, insistente… amado que desprendía la piel de Jaime empapó su interior. Con un quedo suspiro su cuerpo respondió a la larga e intensa pregunta antes de que su mente fuera consciente de ello. La piel de Diana pareció licuarse para fundirse con la de Jaime. Su cuello vencido permitió que la frente, las mejillas buscaran su lugar natural contra el pecho de Jaime. Él la encerró con más fuerza entre sus brazos. Sintiéndola otra vez, suya. Después volvió a tenderla en la cama.

Retiró la manta, dejándola desnuda, expuesta a sus ojos. Revisó con cuidado marca a marca las huellas que la noche anterior habían dejado en ella. Se detuvo en la muñeca izquierda, inflamada, sin color. Apretó los labios, la miró con dureza. Diana sabía que se preguntaba si tendría que llevarla a urgencias. En las preguntas que se harían, si ella mentiría una vez más por él. Un estremecimiento la recorrió. Jaime la tomó de la barbilla, la observó. Esta vez el beso fue duro, los labios y los dientes abriendo paso a la lengua. Diana cerró los ojos y sintió. Sintió el dolor en los labios tirantes, la calidez de la lengua forzando, buscando. El goteo de saliva. Cuando la lengua insistió, la acogió acariciándola despacio. La boca de Jaime se suavizó transformando el castigo en beso. La respiración de Diana se alteró. Encadenada a él, como siempre, por sus entrañas.

La tensión abandonó a Jaime. Sus ojos se volvieron líquidos. De la mesita sacó un largo pañuelo negro que utilizó para vendar la muñeca. Sus lágrimas humedecieron la tela. Diana contuvo el dolor, apretando con fuerza los labios, los dientes. No quería que la frialdad volviera a sus ojos.

Jaime tomó de nuevo el paño del agua ya tibia. Lo pasó por los arañazos del cuello, por la marca de sus dedos en la clavícula, por los cardenales que cruzaban el pecho y las costillas. Llevándose con el agua perfumada el sudor y el aroma del miedo. Los pezones se fruncieron en el rastro de humedad. Se detuvo en su trabajo para acariciar con suavidad las largas líneas moradas que se superponían a las verdes y cruzaban amarillentos rastros que otros días habían dejado en sus pechos. Los rozó con ternura, los tomó entre sus manos y los pulgares insistieron en los pezones, buscó con los labios cada uno de los verdugones. Los mojó en sus lágrimas antes de que su lengua alcanzase las puntas. Los párpados de Diana se cerraron, un largo estremecimiento recorrió su columna. Sin darse cuenta retuvo el aire que después surgió explosivo de su boca. Sintió en la piel de sus senos una sonrisa que la encogió por dentro. Jaime alzó la cabeza. Sonreía aún, dejando ver los dientes que a la luz tenue parecían más agudos, más grandes. Diana le observó entre las pestañas. Él apretó un pezón entre los dedos pulgar e índice, haciéndola jadear. Rió. Mojó de nuevo el paño, escurriéndolo antes de pasarlo por el estómago, el ombligo, las caderas. La humedad tibia se enfriaba sobre su piel desnuda, pequeños estremecimientos se superponían unos a otros. Vencida, dejó caer la cabeza en la almohada, dejándose arrastrar por el latido lento, pulsante del deseo. Él eligió ese momento para apretar el paño contra un hematoma oscuro, que se extendía en la frágil piel del abdomen. El látigo de dolor corrió desde el centro de su cuerpo, conectando con la muñeca que movió instintivamente tratando de protegerse hasta escapar por su boca en un áspero grito que le hirió la garganta. Jaime aflojó la presión despacio antes de bajar el paño, deslizándolo hasta su sexo. Retirando con movimientos casi circulares el roció de sudor, las manchas de semen que él derramó en su interior en algún momento de la noche, aliviando la irritación que le había causado en los muslos. El dolor agudo remitió, entrelazándose con un dolor distinto, que nacía de sus entrañas a medida que él convertía el paño en caricia.

Jaime volvió a meter el trozo de tela en el agua. Con las manos separó sus muslos, abriéndola, más, más. Ella gimió. Se sentía expuesta, entregada a su mirada. Podía sentir el tacto de esos ojos, caliente, abrasadores quemándola por dentro. Sintió el breve destello de la lucidez abriéndose paso en su mente: el odio intenso a él, a ella, a su cuerpo antes de que sus manos se abrieran impotentes y una humedad natural, suya invadiera su sexo. Él tomó de nuevo el paño empapado, sin apartar los ojos de la vagina abierta que era suya, que le pertenecía. Lo dejó gotear sobre ella, siguiendo cada gota que se deslizaba, que entraba o se perdía en cada pliegue antes de retirarlo y abandonarlo en el agua.

Las piernas de Diana temblaban tensas en su esfuerzo de mantenerlas abiertas, tal como, había aprendido, a él le gustaba. Le acarició con dulzura insistente entre las piernas, tentando, prometiendo… hasta levantar los dedos húmedos, mojados en ella, sacudiéndolos hasta impregnar el aire con su olor marino. Sonrío. El sonido metálico de la cremallera alteró el silencio acuoso, agitado que los rodeaba. Jaime se colocó entre sus piernas. Le agarró las caderas, alzándolas. Clavando las uñas en la carne tierna. Abrasando el interior de Diana. Encarcelándola con su peso al dolor de cada embate. La mujer dejó de pensar, de existir. Piel pura. Herida, sensible, translucida. La respiración del hombre, sus gemidos amalgamándose en el torrente sanguíneo que golpeaba sus oídos. Jaime se desplomó sobre ella, dos latidos, tres de corazón antes de levantarse, besarla en la mejilla y cubrir su cuerpo con la manta.

Escuchó el agua de la ducha. Diana se concentró en los sonidos del baño. El agua golpeando el cuerpo de Jaime, el aroma débil del jabón, el roce de la toalla, el ronroneo suave de la máquina de afeitar.

Poco después, Jaime entró de nuevo en la habitación. Recogió su cartera y las llaves de la mesita de noche y se guardó su móvil y el de ella.

— Antes de que se me olvide. Anoche, esa puta que tenías como amiga volvió a llamar.

Diana se tensó bajo la manta. Elisa…

—No parece que le hayas dejado claro que ahora estás conmigo y no necesitas a chusma como ella.

Contuvo la imagen de Elisa, dulce y fuerte, apretándola en su interior.

Jaime se inclinó tomándola de la cara. Diana le miró, ocultando su anhelo.

—Cuando yo vuelva esta noche la llamarás. Le dirás que estás bien y que eres feliz. Que somos felices los dos. Que no llame más y que si yo tengo tu puto móvil es porque tú quieres. Me gritó, me amenazó. La imbécil esta no sabe con quien se la está jugando. Con lo inteligente que tú eres no sé como te dejaste engañar por esa clase de gente.

Diana se estremeció bajo su mano. Ella sí sabía. El miedo creció, cubriéndolo todo. Con esfuerzo, acarició con sus dedos la mano que apretaba sus mandíbulas antes de asentir.

—Te necesito —dijo él.

—Lo sé.

—Te quiero tanto. Nadie podrá amarte como yo. Tú lo sabes.

Durante unos momentos permanecieron así. Leyéndose. Reconociéndose el uno al otro.

—Dímelo —susurro él.

Diana buscó su voz, el aire roto en la garganta.

—Te… amo.

El silencio se extendió entre los dos. Jaime escrutaba el rostro pálido de Diana, las sombras que velaban sus pupilas, la boca magullada. Sus facciones se endurecieron aún más. La mano se tensó presionando la cara de Diana, antes de soltarla.

—Llego tarde ya. Esta noche hablaremos.

Diana cerró los ojos, escuchó sus pasos rápidos en el pasillo, el golpe de la puerta de la calle contra el marco, casi contenido. El sonido de la llave girando en la cerradura. Dos vueltas. Las únicas llaves que había en la casa.

6 comentarios:

  1. Muy crudo, de una impotencia que me ha traspasado de norte a sur.
    Esto no puede quedar así, es necesario un rayo de esperanza, aunque sea en el recuerdo de una amiga.
    May, un beso en la mejila con un abrazo que no irrite piel alguna.

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  2. Esto es un relato, pero hay miles de historias similares en todos los rincones del planeta, seres humanos que subyugan a sus similares que consideran inferiores hasta anular su voluntad, su consciencia y percepción de la realidad. La tiranía del superior que se transforma en violencia como "demostración de amor", aquello tan latino de que te pega por que te quiere es lo que hay que erradicar de la idiosincrasia colectiva. El amor no puede ser nunca excusa para un comportamiento así. Gracias May por plasmar una historia tan cruda pero a la vez tan real.
    Un abrazo.

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  3. Ya estoy acostumbrado a la precisión quirúrgica de tu prosa, esa que dibuja los sentimientos como pocos. Esa costumbre me atrae a leerte, no una sino varias veces, tus relatos recorren dos veces mis pupilas y ese músculo que late despacio y deprisa más allá del punto final. La última frase es es sí digna de figurar en la biblioteca de frases lapidarias: Las únicas llaves que había en la casa.
    Con afecto y humildad, un saludo y enhorabuena.

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  4. quien puede bordar mejor los sentimientos de estos dos personajes.La verdad es que él da miedo y ella más porque lo ha perdido todo no tiene de donde agarrarse.Bien por hacernos vibrar siempre con tus relatos.ana

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  5. Me ha hecho estremecer, May.

    Lo he vivido, lo he sentido y he escuchado muchas de esas palabras.

    Este fragmento "Durante unos momentos permanecieron así. Leyéndose. Reconociéndose el uno al otro.

    —Dímelo —susurro él.

    Diana buscó su voz, el aire roto en la garganta.

    —Te… amo."... lo sigo viviendo.

    Todavía no sé como se sale de esa casa ni si esa casa tiene salida.

    Muy real el relato.
    Besos.

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  6. Hasta en lo atroz, lo más crudo, la aridez de la cobardía... tienes una dulzura que cala. Una realidad que denuncias en lágrimas que no caen en vacío.

    Mi más cariñosa enhorabuena.

    Un abrazo.

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