miércoles, 3 de agosto de 2011

Debería estar durmiendo. Estos días son largos y cansados. Salir de casa cuando aún es de noche, cuando ni siquiera ha empezado a clarear, caminar a solas, siempre deprisa por las calles iluminadas por la luz triste de las farolas hasta la parada del bus, que cosa sorprendente tiene un bar abierto justo al lado (madrugan casi, solo casi, más que yo) con las únicas personas que veo a esas horas y en este lugar. Espero algunos minutos, pocos porque ya afino más la hora, a que aparezca el 2, ya tres días con el mismo conductor, con cara de amargado o dormido o peor ambas cosas y observar mientras como corre el amanecer para prestarme algo de de la luz que más tarde regalará con generosidad, una luz borrosa y gris la de estos amaneceres, ni rosados ni azules quizá porque desde allí no veo el mar, con cuatro nubes más grises todavía, que yo creo que sienten lástima por mí y por eso se muestran así para acompañarme.

Como puedo elegir asiento escojo mi favorito, justo detrás del conductor. Hago el viaje a medias con el MP3 y un libro. Intento no pensar en otros momentos, en esa misma línea de bus. Abro el libro, leo. Pero no puedo evitar quedarme embobada mirando el puerto. El kiosko allí mismo, al lado de la parada, el bar Calabuig, más tarde las torres de la avenida Francia y aún después la larga avenida de Marqués del Turia. Estos días observo también los edificios clásicos o mejor antiguos que la bordean. Trato de imaginarlos por dentro, ahora y en su pasado para un proyecto que tengo entre manos (no ahora, no esta semana, pero me empapo de las fachadas e imagino). Y acabo bajando frente a nuevo centro cuando ya la luz lo muestra todo. Y cruzo la calle, tomo un café para volver a descruzarla y esperar en la parada al bus que recorre los pueblos cercanos a la capital. Y luego, después de unas horas, el camino inverso, este a pleno sol, con un calor rabioso y agotada ya hasta los huesos. Sí, debería estar durmiendo ya.

Durante todas estas horas de soledad pienso en todo y en nada. A veces me duelen las muelas porque debo pasar toda la noche apretando los dientes. Hoy me dolía la cabeza y me he tomado un ibuprofeno sin agua. Pero aún así pienso, siento, guardo. Me cuento historias en las que ya no creo. Rehago diálogos que ya están muertos. Mantengo conversaciones con ausentes y lo peor de lo peor: converso conmigo misma.

A la vez, también observo: a la joven con tacones y vestido, rizos rubios, tamaño Barbie pero que más bien parece una muñequita de esas de comunión con ropa de diario. A gente de diversas nacionalidades y tonos que van acercándose a la parada casi todos con una pequeña bolsa en la mano, que debe contener su ropa de diario y que más tarde veré bajar en paradas cercanas a urbanizaciones entre diversos pueblos y caminar por esos curiosos caminos de cemento, con rampas y escaleras que suben a los diversos niveles de las carreteras. El señor mayor que sube cada día con un cubo de plantas aromáticas y al que me dan ganas de pedirle unas ramitas de romero para llevarlas conmigo. Observo como cambian los colores: del negro al gris, del gris al blanco, del blanco al azul y de ahí al dorado de ese sol temprano que adoro. Observo el movimiento del tráfico, lento, como con sueño al principio para de pronto acelerarse vibrante anunciando lo que será más tarde. Y pienso con algo de nostalgia que ya no es un agosto de los de antes, de calles vacías, carreteras sin tráfico, de ciudad como un sueño olvidado y polvoriento de una siesta de verano.

En esos largos momentos tengo tiempo hasta de sentirme extraña a todo: a la noche, al cielo, al amanecer, al verano, a la gente y sobre todo, a mí misma.

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