viernes, 26 de agosto de 2011

El tren de las cinco y media

Me he levantado un poco más tarde que otros días. Por el procedimiento de ir dándole al aplazar la alarma del móvil. Nueve largos y cortos minutos cada vez. ¿Por qué nueve y no diez? No tengo ni idea, pero funciona así.
Me he levantado a tiempo para escuchar desde la cocina el paso del tren. De sentir la melancolía en el estómago, que siempre me produce su fugacidad. De pie, delante del microondas esperando que se calentara el café que sobró ayer he pensado en como esa sensación se agudiza cuando entro a una estación de trenes o de autobuses. Los sonidos, los olores, las gentes que esperan, que corren, el ajetreo de las maletas y esa mirada de ya no estoy aquí de los que parten. Los paneles que anuncian las salidas y las llegadas me causan una desazón profunda. Quizá mi alma nació viajera y yo me las he apañado para atarla en tierra.

También he pensado en la brevedad, en el paso del tiempo, en la muerte. He recordado los pocos viajes largos que he hecho en tren o en bus. Desde el asiento del tren inmóvil en el movimiento he sentido anhelo por cada pueblo dormido, por cada casa solitaria, por cada ventana iluminada en la madrugada. Por recorrer caminos ignorados, por detenerme en ese puente, por... vivir, imagino, por vivirlo todo. Ser el que viaja y el que se queda, el que está de paso y el que permanece.

Y ahora, aquí, junto a la ventana, contemplando el cielo ya teñido de rosa, con puntos dorados, azul añil y blanco pienso que si fuéramos por un momento capaces de alejarnos de nuestras vidas, de subir unos peldaños por encima y contemplar lo que somos en el transcurso de la historia, del mundo. De ver la brevedad de todo aquello que tenemos y sentimos. Si fuéramos capaces de darnos cuenta del suspiro que somos en el tiempo ¿Qué sería de nuestros anhelos, nuestras angustias, nuestros miedos, nuestros deseos, nuestra felicidad?

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