¿Alguna vez has tomado un vino fresquito, en apariencia suave, con ese sabor que se te queda en el paladar, que recorre tu cuerpo, se te sube a la cabeza, te da calor, emite chispas, te embriaga y te hace sentirte ligero y atrevido? ¿Qué te promete y te seduce como una cálida noche de verano? Tomas de más sin poder evitarlo, sin darte cuenta. Corre garganta abajo y a cada sorbo quieres más.
Alargas la noche casi hasta la madrugada. Cuando te metes en la cama y apagas la luz empiezas a pensar que quizá te has emborrachado más de lo que creías, todo da vueltas incluido tú hasta que consigues una posición relativamente cómoda y el cansancio junto con el alcohol te vence y duermes... Suena el despertador, dos horas o tres después. Y gimes, tienes los ojos arenosos, te duele el estómago y la cabeza te late anunciando una intensa migraña. Tienes que levantarte, no hay otra. Ha empezado tu día real. Te espera tu trabajo, tus responsabilidades y tu vida. Así que no tienes más remedio que arrastrarte a la ducha, prepararte café muy cargado y echar mano (una mano no muy firme) al cajón de las medicinas. Sabiendo que pagarás las consecuencias y que quizá no sea solo durante unas horas.
Amas esa chispeante embriaguez que te aligera la mente y el alma. Pero te dices a ti mismo: no más. Buscas la calma, el silencio y la paz hasta que pasen los peores efectos. Y te repites de nuevo: no más.
Existen personas como ese vino. Añoras su sabor y lo que te hacen sentir. Y causan tantos estragos en ti como el día siguiente de una borrachera.
Es muy temprano y he dormido poco. El día será largo. Ya he tomado la mitad de mi café cargado. Pronto buscaré un Ibuprofeno para aliviar mi dolor de cabeza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario