viernes, 12 de agosto de 2011

El vino.

¿Alguna vez has tomado un vino fresquito, en apariencia suave, con ese sabor que se te queda en el paladar, que recorre tu cuerpo, se te sube a la cabeza, te da calor, emite chispas, te embriaga y te hace sentirte ligero y atrevido? ¿Qué te promete y te seduce como una cálida noche de verano? Tomas de más sin poder evitarlo, sin darte cuenta. Corre garganta abajo y a cada sorbo quieres más.
Alargas la noche casi hasta la madrugada. Cuando te metes en la cama y apagas la luz empiezas a pensar que quizá te has emborrachado más de lo que creías, todo da vueltas incluido tú hasta que consigues una posición relativamente cómoda y el cansancio junto con el alcohol te vence y duermes... Suena el despertador, dos horas o tres después. Y gimes, tienes los ojos arenosos, te duele el estómago y la cabeza te late anunciando una intensa migraña. Tienes que levantarte, no hay otra. Ha empezado tu día real. Te espera tu trabajo, tus responsabilidades y tu vida. Así que no tienes más remedio que arrastrarte a la ducha, prepararte café muy cargado y echar mano (una mano no muy firme) al cajón de las medicinas. Sabiendo que pagarás las consecuencias y que quizá no sea solo durante unas horas.

Amas esa chispeante embriaguez que te aligera la mente y el alma. Pero te dices a ti mismo: no más. Buscas la calma, el silencio y la paz hasta que pasen los peores efectos. Y te repites de nuevo: no más.

Existen personas como ese vino. Añoras su sabor y lo que te hacen sentir. Y causan tantos estragos en ti como el día siguiente de una borrachera.

Es muy temprano y he dormido poco. El día será largo. Ya he tomado la mitad de mi café cargado. Pronto buscaré un Ibuprofeno para aliviar mi dolor de cabeza.


No hay comentarios:

Publicar un comentario