miércoles, 31 de octubre de 2012

BERTA


Esa madrugada, a finales de agosto, volvía John bastante cargado a casa. Las cuatro y media creyó ver en el reloj. Una pérdida de tiempo, como tantas otras veces.  No había hablado con nadie a parte del camarero y las sucesivas copas que recibían heladas al principio y cálidas mucho después, los murmullos de su cabeza.  La humanidad era una mierda. Los hombres corriendo en la noche tras divas de plástico y las divas corriendo tras el plástico de las tarjetas.
Encendió un cigarrillo, el sonido del mechero y la aspiración larga y profunda resonó en la quietud de la hora. Miró al cielo, velado por su propio humo. Y la vio. En el tejado del vecino, una sombra sinuosa se movió levemente. Un par de ojos dorados, iluminados por dentro le observaron. Le lanzó un gemido, lento, ahogado antes de sentarse, moviendo la cola despacio, sin dejar de mirarlo.
Odiaba los gatos. Le producían cierto asco y un miedo que no reconocería ni borracho. . Demasiado salvajes e impredecibles. Prefería con mucho los perros: obedientes, sumisos, entregados.  Los gatos, pensaba, no sabían querer. No te podías fiar de ellos. Pretendían ir y venir a su antojo. No, no los soportaba.
Conocía a la gata del vecino, más de una vez lo había visto buscándola por la urbanización, llamándola con ese tono de gilipollas ansioso: “Berta, Bertita”, haciendo sonar estúpidamente entre sus manos un bol lleno de bolitas mal olientes. La gata terminaba apareciendo por cualquier esquina, moviendo el cuerpo delgado y flexible, con lo que parecía una sonrisa secreta, para frotarse contra las piernas del imbécil hasta que este la cogía en brazos y Berta hundía su cabecita ávida en el bol que le ofrecía. La cara del vecino, en esos momentos, era repulsiva, esa mezcla de alivio y algo parecido al amor que enterraba en el lomo indiferente de la bestia
Esa escena siempre le recordaba a John a sus ex. Todas ellas gatas callejeras, pensaba más de una vez. Dispuestas a refregarse contra cualquiera que las alimentara bien, para darse la vuelta en cuanto te descuidabas e ir a buscar a otros con la cartera más llena o un rabo más grande. Putas todas. Como las gatas en celo maullando a la luna.
Como Berta que ahora se deslizaba despacio por la fachada de la casa, con los ojos dorados, antiguos clavados en los de John. El pelaje negro, un brillo más oscuro de la noche y la cola en continuo movimiento, hipnotizándole.
Con un último, elegante salto, se paró en la acera, justo delante de John. Él, casi sin darse cuenta, empezó a llamarla con ese sonido bisbiseante, cálido, haciendo escapar el aire entre sus labios. Cuando la gata empezó a cruzar la calzada sin quitarle los ojos de encima, se agachó, sintiendo el pulso acelerarse en su garganta, alojarse en las palmas de sus manos, palpitante y  sus dedos contraerse hasta formar unas garras extendidas, esperando. Casi podía sentir la piel tibia, la carne flexible en las yemas. La gata se detuvo apenas fuera de su alcance.
Su bisbiseo se volvió furioso, la sangre le latía dolorosa, hinchándole las venas de la frente. La gata inclinó la cabeza y adelanto delicada la nariz, arrugándola como olfateando el olor agrio de la transpiración que amenazaba con empaparle la camisa. Berta dio un paso atrás,  antes de sentarse sin dejar de mirarlo. John deseaba, sí, deseaba sentir los frágiles huesecillos del cuello de la gata. Sabía que podría quebrarlos uno a uno. Como había soñado hacerlo con sus ex, esas vacas bobas que al final ni siquiera eran lo suficiente buenas como para levantársela. Ninguna, se decía, había merecido la pena que él les dedicara tanto esfuerzo, tantas horas de su tiempo perdido en escucharlas, comerles la oreja, total para terminar en un mal polvo. Todas necesitaban más de él, querían más de él, devorarlo entero. Y todas pretendían a cambio seguir con sus pequeñas y mezquinas vidas, con sus falsos amigos, en ese mundo en el que John no existía ni contaba para nada. Pretendían llevar una vida que él no podía controlar. Fingían no entenderle cuando todo era tan simple como que el amor exige renuncias, cuando él solo pedía respeto, como si no supiera que eran unas mentirosas que a las primeras de cambio si no las vigilaba se irían con otro que tuviera la cartera más llena o las camelara mejor.
Berta le observó, curiosa.  Parecía sonreír, burlándose de sus pensamientos. John no pudo aguantar más, ahí estaba, provocándole, sintiéndose segura, como si él, su odio no valieran nada, no fueran nada. Se impulso hacía delante con las manos extendidas. Su cuerpo torpe, embotado por el alcohol o los años o desgastado por la vida misma cayó contra la acera rugosa, dura, los dedos cerrándose en el vacío, atrapando puñados de aire. La cabeza golpeando el filo agudo de algo invisible, que rompe una ceja con un dolor blando, algodonoso, amortiguado por las copas de la noche. La gata le lanzó una última mirada, desdeñosa antes de perderse en la oscuridad, tras el rastro tentador de la pequeña presa que le hizo dejar el tejado. Ignorando el cuerpo del hombre, tendido sobre el suelo, humedeciéndose de rocío y sangre hasta el amanecer. Solo

8 comentarios:

  1. No sé si era tu intención, pero este relato si lo encuadraría en la línea de Poe. Un Aplauso para ti y unas lágrimas para ese desdichado que no supo elegir bien ni siquiera su muerte.

    Un abrazo May.

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    1. No, no era mi intención, salió así. No creo que el personaje valorara tus lágrimas, pero yo sí y te las agradezco.
      Un beso y gracias.

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  2. Me gusta.

    Que se joda el desgraciado.

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    1. Gracias, tam. Yo le tengo cariño al personaje. Quizá solo son cosas de la vida.
      Un beso, espero que estés feliz.

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  3. Tambien como Simplicísimus veo un rasguño de Poe, y esa vaharada de que el destino nos alcanza, se escribe sobre nuestra existencia en una lucha tan blanda y algodonosa como ese dolor último contra la acera rugosa. Metáforas atadas o evaporadas con el humo del cigarro.
    Chapeau!.

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    1. Más que Poe, hay una oscura veta en mi interior que a veces no puedo controlar.
      Las aceras son muy malas y si bebes no te tires a ellas.
      Un beso y a ver para cuando una cerve.

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  4. Pensé que además de borracho, llegaría a casa con unos cuantos arañazos felino-femeninos, y recibiría unos toques extra por ello; dados con el rodillo de amasar, como se acostumbra....

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  5. ¿Eso no es una viñeta de Mingote?

    En este caso igual hubiera agradecido el rodillo. Gracias por pasarte por aquí.

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