martes, 2 de junio de 2009

Ejercicio 27º Cuento de terror.

LA CASA

Nunca la he visto a la luz del día, ni sé como los rayos del sol inciden en el color mostaza de su fachada. Desde que llegué a esta pequeña población huyendo de los lugares familiares donde todo me recordaba a ellos, la casa siempre está ahí, a la caída de la tarde, cuando mis pasos se dirigen sin pensar hacia ella. Siempre elijo el mismo camino y la misma hora. En ese momento, en el largo crepúsculo invernal, la calle se queda desierta, no se oyen ya las voces de los niños, ni se ven parejas abrazadas, ni me llegan los dolorosos efluvios de sus risas, que despiertan en mí los ecos de una vida que ya pasó. Cerca del mar en invierno, las tardes oscuras cubren mis cabellos, mis ropas de humedad y la casa, emana un olor a tierra mojada, oscura y secreta. Día tras día miro a través de las verjas que impiden el paso de cualquier curioso, las luces y las sombras juegan en los cristales polvorientos de las ventanas sin vida, tras ellas la casa oculta no sé que secretos. Intuyo la presencia de algo que a su vez me observa, atrayéndome hacia si, haciendo que mi corazón palpite acelerado en mi pecho. Cada día registro un detalle nuevo; una grieta en la pintura mostaza de la fachada; herrumbre en el único balcón, estrecho y desvencijado del primer piso; las sinuosas formas de un camino olvidado, marcado con piedras que un día una mano cuidadosa dejo allí, apenas visible cubierto de las hojas muertas de los árboles que lo bordean, oscuros y retorcidos. Obscenos en su casi desnudez, apenas cubiertas las ramas de enormes hojas amarillentas, muertas ya, aunque aún no lo saben. La fuente de piedra, mohosa y repleta de agua oscura y corrompida, en la que se alza una figura de mujer cercenada por el tiempo. Así soy yo también. Estoy rota, dañada irremisiblemente. La casa me repugna y aún así siento que lo que habita en ella me llama, me conoce, sabe de mi dolor secreto y profundo y la necesidad de tocar la verja, de alargar la mano y empujar la puerta de barrotes herrumbrosos, hace que la sensible piel de las yemas de mis dedos, de las palmas de mis manos se calienten y hormigueen de anhelo. Y cada tarde, antes de que la noche acabe de tragarnos a las dos, en su fría oscuridad sin estrellas, aprieto las manos en un puño y las encierro en los bolsillos de mi abrigo, dándole la espalda a la casa y me alejo paso a paso, luchando contra la necesidad que despierta en mí.

Acabo corriendo por las calles solitarias, bajo la luz amarillenta de las farolas hasta la pequeña habitación alquilada que ahora es mi casa. Me tiendo en la cama dejando encendida todas las luces, y tomo ese remedio que me permitirá escapar durante unas horas de mi misma, a un sueño sin sueños que se asemeja al de los muertos… Un sollozo escapa de mi garganta cuando el último pensamiento, el de siempre, escapa de las profundidades de mi misma… Ellos dos han muerto y me han dejado sola.

Despierto en la mañana, cansada… ¡tan cansada! Me acerco a la ventana. El cielo es inmenso, bajo, de un gris amenazador, que se repite, más oscuro, salpicado de un blanco rabioso en el mar. Bajo mi ventana pasan los niños hacia el colegio. Abrigados y escondidos entre los pliegues de sus bufandas. Quiero alejarme de ese mundo que ya no es el mío cuando escucho una voz dulce y aguda de niña. No entiendo lo que dice pero veo su carita alzarse hacia su padre que la lleva de la mano. El movimiento hace que el gorro que cubre su cabeza resbale y libere el alborotado cabello rubio y fino. El hombre lo recoge y con cuidado vuelve a colocárselo. La ternura de su gesto cuando se inclina y besa la cara sonrosada de la niña, me paraliza. Una voz resuena en mi interior y antes de que pueda encerrarla salta a mi mente.

“Mami, tú no, quiero que me lleve hoy papa al cole” ―extiende sus manitas, aun de bebe y agarra las piernas de su padre, antes de echar la cabeza hacia atrás en un gesto casi de coquetería femenina. Él la alza en sus brazos y besándola me mira. “Hoy soy yo su preferido”. Sonríe travieso y feliz. Siempre es él su preferido. También el mío. Durante un momento creo que él ha leído algo en mis ojos y su sonrisa flaquea. Doy un paso hacía ellos y finjo la sonrisa que me oculta. Arreglo la bufanda de la niña, y abrazo a ambos antes de mandarlos a la calle. Desde la puerta de nuestra casa, cómoda y vieja, que vamos arreglando poco a poco entre los dos, los veo alejarse.”

Cierro los ojos y trato de reprimir los recuerdos que parecen estar esperando este momento de debilidad para escapar de su encierro. Y paso el día rodeada de sus imágenes, de sus voces. Rompiéndome a pedazos, tratando de frenar las dentelladas del animal herido que llevo en mi interior.
Al caer la tarde, como siempre, como cada día desde que llegué a este pueblo, tomo mi abrigo y salgo. Siento que la casa me llama. Siento al ser que la habita revolviéndose impaciente, esperándome. Y aquí estoy ante ella. La noche avanza hoy deprisa, comiéndose la tarde. Tiemblo envuelta en mi abrigo, ante la verja. La luna se alza blanca y fría sobre mí. Arranca reflejos a las ventanas muertas de la casa. Una sombra plateada aparece tras el viejo balcón. La silueta esbelta de un ser que parece llamarme. La casa entera parece inclinarse hacía mí, cada vez más cerca, hablándome entre susurros y crujidos. Escucho su nombre rodando entre los viejos muros. Golpeando a la mujer mutilada de la fuente que lo repite en sus ojos ciegos.
“Mario… Mario”

Vuelven con intensidad los recuerdos. Me aferro con fuerza a la verja e inclino la cabeza y trato de alejarlos de mí. Son más fuertes que yo. Oigo los gritos de él, veo el fuego, el humo me envuelve de nuevo y ese olor...el plástico y la madera ardiendo. Cada recuerdo de lo que hemos construido juntos pereciendo agónicamente entre las llamas y tu mirada enloquecida cuando te pedí que no fueras. Cuando te dije ya no podías hacer nada, que nada importaba excepto nosotros, cuando te supliqué que vivieras por mí. Pero no, ella te importaba más que yo… Su llanto desesperado había cesado abruptamente con un crujido de maderas y vigas rotas. Las llamas devoraban el estrecho pasillo que nos separaba de ella… Traté de seguirte, lo intenté…

De pronto la verja se mueve bajo mis manos. Abriéndose lentamente, llevándome con ella. Y caigo de rodillas en la tierra húmeda que rodea a la casa. Abrazó mi dolor contra mi pecho. Aprieto sus cuerpos muertos y retorcidos, su carne quemada contra mí. Deseo fundirme con ellos, pero se han ido y me han dejado aquí. Abandonada.

La voz del ser que habita en la casa me llama. Atraviesa la maraña de imágenes de mi mente desquiciada.
“Ven, Diana, ven conmigo…”
Levanto la cabeza y ante mis ojos llenos de lágrimas el sendero que conduce a la puerta, tiembla, casi luminoso por la luna cómplice. Los escalones del porche se balancean y las altas columnas marcan la puerta, entreabierta, dejando ver un resquicio de oscuridad intensa. La casa me recibe. Parece contener el aliento mientras yo la miro. Parece esperar mi decisión y cuando me levanto, impulsada por una atracción contra la que ya no puedo luchar, suspira anhelante. Camino despacio sintiendo en mi piel el frío de la noche. Un fuerte viento se levanta, azotándome, trayéndome un profundo aroma a putrefacción. Susurros se levantan de la vegetación muerta. Ya nada importa. Sólo deseo el olvido. La casa me espera, ansiosa. Crujidos de madera, pequeños animales que se revuelven y bullen, se arrastran a rincones oscuros, presintiendo mi llegada. Dejo atrás la fuente, a la mujer que esboza una fría sonrisa en sus labios rotos. Gotas frías caen en mi frente y mis mejillas. La noche se oscurece aún más y el cielo se llena de nubes hinchadas y negras que emiten destellos violentos, rodeando a la luna. Fría e indiferente contempla mi avance por el sendero cubierto de hojas descompuestas.
Vuelvo a oír su voz, impaciente. Se funde con los sonidos de la noche; adquiere la fuerza del viento que se levanta, recorre el cielo rompiendo las nubes con relámpagos serpenteantes y se abalanza sobre mí en el estallido de un trueno.
“Ven, deprisa. La casa y yo te esperamos. Te conocemos. Sabemos…”
Sonrío, entre las gotas de lluvia que resbalan por mi cara, llenando mis ojos abiertos, mojando mis labios resecos. Sí, él ser sabe, la casa sabe.

Crujen los peldaños del porche bajo mis pies. Me deslizo por la puerta entre abierta, sumergiéndome en el abrazo oscuro de la casa, roto por la violencia en aumento de los rayos que cruzan la noche en el exterior y me muestran intermitentes la podredumbre de un lejano pasado suntuoso. Tiras de papel rayado se descuelgan de las paredes, viejos sillones de patas torneadas muestran sus entrañas desgarradas entre las telas podridas, bordadas con antiguos diseños de pájaros, olvidados sus colores entre el polvo y la luz rota y sucia de los relámpagos que atraviesa las viejas contraventanas de la sala. Por un momento veo la mano blanca y femenina bordando entre agujas sus sueños felices de futuro, tal como una vez yo soñé el mío. Me estremezco y añoró la voz de la casa, que ha quedado en silencio. Dejándome sola ante la invasión de los recuerdos de otro tiempo. La primera mirada de Mario, a mí, que nadie me había mirado. El primer roce de su piel en la mía. Nunca antes me habían tocado así, con dulzura. Yo sabía que no lo merecía, nunca había merecido su amor. Pero desee tanto creer en él. En alguien que me amará para siempre. A mí. A la niña abandonada, sin padres, sin historia. Olvidada en aquel lugar donde nadie hablaba. Donde el contacto significaba dolor y desgarramiento. Manos fuertes que en silencio te rompían.
―Jamás se lo conté ―mi grito llena la casa. Sube por las escaleras ajadas y corruptas― Él era inocente. No le dejé ver lo fría y muerta que estaba por dentro. Me amaba y yo… necesitaba su amor, necesitaba saber que lo era todo para él. Tenía un hambre voraz de su amor. ¿Cómo explicarle que había crecido sin nombre, sólo un número durante el día y una sombra en la noche? Él gritaba mi nombre en su éxtasis, lo susurraba antes de dormirse: Diana. Yo era por él. Existía.

Mis palabras acaban muriendo sin fuerzas perdidas en la oscuridad de la casa, que guarda silencio expectante. Las lágrimas caen por mis mejillas, las siento resbalar furiosas, ardientes antes de limpiarlas con el puño. De pronto un escalofrío recorre mi espalda y un grito surge ahogado de mi garganta. Veo ante mí los inocentes ojos de mi hija, confiados, la mirada azul tan brillante como la de Mario:
“Mami, mami… ¿Qué haces? ¿Ha llegado mi papa?” Se ha levantado de su cuna y me observa con curiosidad. Su pelo rubio y fino cae suelto a su espalda, el corto camisón blanco le da un aire fantasmal en la penumbra de su pequeña habitación azul.”No, Helena ―le contesto, como en un sueño― no ha llegado aún. Duerme. Estoy arreglando este enchufe para que mañana tengas tu lámpara”. Sé que a veces la pequeña me tiene miedo. Mi voz fría la asusta. Yo la amé cuando nació y la pusieron en mis brazos. La amé hasta que levanté los ojos hacia Mario y vi como la miraba… Con tanto amor. Profundo y cálido. Esa mirada me cambió por dentro, sentí la frialdad extendiéndose por mis huesos. Cuando miré a la niña solo pude ver un pequeño monstruo voraz que quería arrebatarme lo que era mío.

La violenta luz de un rayo seguida del retumbar de un trueno me sobresalta. Mi mano está sobre la podrida barandilla de madera y mis pies han iniciado el ascenso por la desvencijada escalera. Los restos de una alfombra roja, apolillada y polvorienta recorren el centro de los escalones. Mientras la miro, la noto cambiar, se vuelve suave, carnosa bajo mis pasos… Me estremezco. En lo alto de la escalera una puerta se abre. Sé que la casa esta viva, cerrándose maligna a mí alrededor. Me detengo. Un resto de cordura me paraliza. Y el miedo insidioso se agarra a mis entrañas, trepando por mi columna hasta mi mente, luchando con mis recuerdos. La voz de la casa vuelve a llamarme y vislumbro apenas la sombra plateada del ser en el umbral de la puerta.
“Ven, te espero… Sabemos quien eres… sabemos que has hecho”

La voz murmura y bulle como el agua en una corriente, se desliza escaleras abajo. Me doy cuenta de que son varios sonidos, diversas voces unidas en una sola, que me rodea, alcanza mis oídos, y se introduce en el centro de mi cuerpo, empujándome a subir peldaño a peldaño La sombra retrocede y se pierde entre las otras sombras que habitan en la habitación que me aguarda. Asciendo asida a la barandilla mientras mis pies se hunden en la cada vez más húmeda y viscosa sustancia roja que cruza la escalera. El rellano se ilumina, extraño, palpitando entre la oscuridad y la luz intermitente de la tormenta, un rojo aterciopelado, sucio me envuelve latiendo… encerrándome en su interior, siguiendo el ritmo acelerado de mi sangre golpeando mis oídos. Un lóbrego pasillo escapa hacia las profundidades de la casa, amenazante. De nuevo los recuerdos me asaltan. Me encojo sobre mi misma y caigo de rodillas en el umbral de la habitación que me espera.
Vuelvo a oler el humo, veo las llamas devorando el aire del claro pasillo de nuestra casa, la pintura blanca que yo misma había aplicado a sus paredes, cubriéndose de ampollas, estallando en medio del humo, las vigas antiguas del techo prendiéndose, aceptando el fuego, entregadas a él. Los cables de la luz, serpientes incendiadas, las lámparas estallando una tras otra y los gritos... los gritos de Helena llamando a su padre… el brusco silencio de Helena… la desesperación en los ojos de Mario… mis manos aferrando su brazo, desgarrando su camisa, intentando que me siguiera escaleras abajo… mi voz ronca por el humo, susurrándole, urgiéndole a escapar… nosotros, los dos, deprisa. Y la súbita comprensión en sus ojos. El horror en sus pupilas dilatadas clavadas en las mías. El empujón fuerte de sus manos, separándome de él, haciéndome caer por la escalera.

Las lágrimas me ciegan. El dolor me recorre y siento mi interior abriéndose en mil llagas supurantes cuando al fin acepto lo que siempre he sabido desde esa noche.

Mario supo. Supo lo que yo había hecho y se lanzó al fuego, para alcanzar el cuerpo de nuestra hija, para morir abrazado a ella.
La puerta de la habitación emite un gemido mientras se abre lentamente. Un aliento frío, recorre mi cara mojada. Devora mis lágrimas dejándome los ojos secos y la piel tirante. Abro los ojos. La habitación es un pequeño dormitorio cuadrado. La sombra plateada brilla débilmente en el centro. Me levanto apoyándome en el marco resquebrajado y doy un paso vacilante cruzando el umbral. La sombra retrocede hasta el balcón. La tormenta gana fuerza justo encima de la casa. La luz fuerte y blanca, duradera de los rayos graban en mi retina los restos de una cuna rota. En un rincón, una mecedora antigua se balancea sola. Estanterías llenas de polvo y telarañas, recubiertas de jirones de tela en la que aún se adivinan delicados dibujos infantiles, guardan juguetes antiguos. La sombra adquiere nitidez y cuerpo convirtiéndose en una desdibujada figura de mujer. Alza una mano fantasmal y las contraventanas del balcón se abren a la violencia de la tormenta. Se gira hacia mí. Sus ojos, dos huecos oscuros en un rostro argentado. Mueve los labios finos y estirados de una boca que no existe. Y la voz, las voces surgen de ella, de las paredes que me rodean, del suelo en el que me hundo:
―Nosotras también sabemos… desde la primera vez que te vimos contemplándonos… desde la primera tarde supimos… te conocemos… y tú nos conoces a nosotras.

El llanto espectral de un bebe llega desde la cuna. Observo horrorizada el pequeño cuerpo ensangrentado, desgarrado entre las manos blancas de la mujer. La escena atemporal se proyecta ante mis ojos. Las manos finas y elegantes, las largas uñas púrpuras clavadas en la tierna carne de bebe, el rostro tranquilo y concentrado de la mujer… escucho el lejano eco de los golpes y los gritos tras la puerta firmemente cerrada. Distingo la voz de un hombre que suplica y veo esbozar a la mujer una lenta y triste sonrisa. Levanta los ojos y me mira. Se acerca a mí, despacio y toma mi mano. Me conduce serena hasta el balcón. Y de pronto la violencia de la tormenta me alcanza. Las frágiles tablas del suelo crujen bajo mi peso, la barandilla de hierro forjado que me separa de la nada, tiembla suelta bajo mis manos que se aferran a ella. Miro hacia abajo, a las losas resquebrajadas brillantes por la lluvia. Un trueno retumba sobre mi cabeza. La sombra plateada de la mujer se desliza a mi lado, posa su mano helada sobre la mía y niega. Levanta el rostro sin ojos a la noche, esperando… Y sé…

Un rayo cegador recorre el cielo, veloz. Lo miro de frente. Sé. Me golpea con fuerza y el pelo y las ropas se prenden en llamaradas. Siento mi piel hirviendo y los líquidos de mi cuerpo estallando… Me abrazo al dolor y a la muerte que me lleva hasta ellos. La casa enmudece de nuevo y la tormenta se calma. La sombra plateada retrocede fundiéndose en la oscuridad, apenas un destello de luna palpitando sobre las paredes… aguardando…
FIN.

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