martes, 23 de junio de 2009

Ejercicio 29º: Tomás

TOMÁS
Tommy sorprendió su reflejo en el brillante escaparate de la boutique más lujosa, de esa enorme calle comercial de la que llaman la ciudad más importante del mundo. Se quedó parado, desconcertado, aturdido. La gente pasaba presurosa, sin mirarlo. Evitándolo con esa maestría de los ciudadanos de la gran urbe. Desviando sus pasos automáticamente, creando un ligero semicírculo de vacío a su alrededor. Tommy se acercó aún más a su imagen, tratando de decidir si era realmente él aquello que estaba allí metido en el cristal. Movió una mano, se quitó la gorra harapienta de la cabeza, sacudió el pelo, cuerdas de suciedad que se negaban a moverse. Se convenció de que sí, de que por algún extraño fenómeno eso era él. ¿Cómo había pasado todo? ¿Cómo había llegado a convertirse en ese… indigente que le saludaba con la mano? ¿Cuándo su cabello bien cortado, elegante, suelto en reflejos leoninos se había transformado en aquella escultura de grasa? Si creyera en los cuentos tendría que pensar que un hada malvada, a la que debía haber decepcionado mucho en alguna ocasión y le estaba sometiendo a pruebas innumerables que debía estar fallando miserablemente. Durante unos segundos o mil, su mente dispersa se recreo en la idea. Tal vez fuera una ancianita a la que no había ayudado a cruzar la calle o puede que la hubiera salpicado con el barro de los charcos de un día lluvioso, conduciendo su auto de lujo mientras cerraba acuerdos desde su móvil. O quizá el hada fuera aquella morena de ojos negros que una noche encontró en un bar de mala muerte al que entró a comprar cigarrillos y que le miró como si él pudiera ser en esa vida o en otra su príncipe azul. Aquella a la que llevó a una cena tardía en su restaurante favorito, donde le llamaban por su nombre de pila y siempre encontraba mesa. Aquella a la que después condujo al elegante hotel de suites lujosas y alfombras doradas y blancas para dejarla dormida al amanecer, eso sí, asegurándose al pagar en recepción de que le hicieran llegar por la mañana dos rosas rojas con una nota que decía: “lo siento, sólo creo en el amor a primera vista cuando bebo más de cuatro copas”. O quizás si fuera más supersticioso podría pensar que le habían lanzado un mal de ojo, que un tuerto le había mirado mal o más bien una bruja vestida de Prada, cuarentona y resentida al haberle jodido un negocio…

― ¡Eh, tú! Fuera, que espantas a la clientela ―dijo una voz potente cerca de él, rompiendo la dispersa cadena de pensamientos.

Tommy, Thomas Fernández miró a su alrededor desconcertado. ¿A quién hablaría ese energúmeno con traje de tres piezas y un bulto sospechosamente parecido a una porra en la cintura?

―Joder, tío… ¿Estás sordo? ―Una de las manazas del tipo se agitó ante su cara, mientras la otra se acercaba al bulto sospechoso de su cintura― Venga, cerdo, que te abras, que te largues, fuera de aquí. Vete al albergue a darte una ducha o ¡Qué coño, al parque a dormirla o a lo que sea que haga la gente como tú!

Tommy, al fin entendió con quien hablaba el armario trajeado y también la amenaza implícita en esa mano acercándose al bulto que parecía una porra. Ni siquiera intentó una explicación, ni una disculpa. En los últimos tiempos si bien no había aprendido gran cosa, una de las que había aprendido con toda seguridad era la siguiente: la gente trajeada, la gente corriente, la gente con “vida” puede tratarte de cualquier manera y si tú no eres nada de todas esas cosas más te vale no protestar, agachar la cabeza y pirarte lo más rápido, silencioso e inadvertido que puedas. Las consecuencias de no hacerlo pueden ser las siguientes: corrillo de gente que insulta, una paliza o incluso que aparezca la policía con lo que puede unirse el insulto, la paliza y además una visita a comisaría donde alguien muy poco amable puede hacerte sentir muy mal. Así que él, Tommy, es decir Thomas Fernández hizo justamente eso, agachó la cabeza y se piró. Al parque, claro. Del albergue ya le habían echado esta mañana. Después del desayuno: café aguado y galletas blandas.

Caminó despacio calle abajo, no había prisa, nunca tenía prisa ahora. Mirando al suelo, evitando cruzar sus ojos con cualquier otro par de ojos que por casualidad estuvieran mirando en su dirección. De nuevo sus pensamientos viajaron al pasado como hacían varias veces cada día, repasando cada detalle de su caída en picado. Buscando dónde, cómo y por qué su vida se había esfumado. Hacía tan sólo dieciocho meses era uno de los llamados jóvenes promesas o emprendedores o triunfadores o… más comúnmente uno de esos jóvenes hijos de la gran puta que lo tenían todo en la vida. Un puesto relevante en una gran empresa, un sueldo acorde, un piso pequeño, “de soltero” justo en el centro de la ciudad con los alquileres más caros del mundo… ¿Qué había fallado? Sí echa la vista atrás le parece que todo comenzó con la muerte repentina de su mejor cliente cuando estaban a punto de cerrar el mejor trato de su historia. Su viuda, una vieja necesitada, que confundió (allá en sus ambiciosos comienzos cuando Tommy entendió que con los negocios pasaba lo mismo que con la guerra y el amor: todo vale) negocios con amor, cuando tuvo que emplear un camino alternativo para llegar hasta su marido, se recreo sádica y cruel con él, con Tommy. Renegoció el contrato de publicidad mejor pagado hasta el momento, habló con sus jefes, le sonrió, le hizo creer que la tentaba, le tuvo a sus pies y una vez allí, le pisoteó. Ya había lamido unos cuantos culos antes, pero esto fue una bajeza, lo peor de lo peor. Esperó hasta que Tommy se sintió seguro de conquistar la cima del mundo y entonces… se fue con otro. Rompió el contrato, destrozó sus esperanzas… y las que sus jefes habían puesto en él y de nada sirvió que suplicará y se arrastrará ante todo el mundo. Cayó en desgracia, ya se sabe. A partir de ese momento todo aquello que tocaba le salía mal. Y aquí en esta ciudad, en este negocio hay que ser rápido, listo y buscar la primera oportunidad, porque no hay segundas. En año y medio perdió trabajo, apartamento, coche y se comió sus escasos ahorros, engañándose, aún creyendo que podía recuperar lo que fue. Sus amigos siempre habían sido de esos que puteas en cuanto se dan la vuelta, de esos que ocupan puestos interesantes y que creen que el tuyo les será útil algún día. Así que se complacieron tanto de que fuera él y no ellos los que perdieran el tren, que lo ofrecieron como víctima de sacrificio. Si le toca a él, no me toca a mí, debieron pensar y ayudaron a hundirlo más rápidamente.

Tommy sacudió la cabeza. El parque se extendía delante de él. El césped brillaba al sol de la mañana. Madres con sus bebes, disfrutaban de las primeras horas de la mañana. Los corredores habituales sudaban y resoplaban por las sendas, aislados del mundo, conectados a aparatos de todos los colores y tamaños. Solos en su esfuerzo por ser más. Más guapos, más sanos, más ágiles. Cómo si eso les protegiera de los golpes de la vida o se entrenaran para correr más que la muerte. Tommy había aprendido por la vía rápida que nada te preparaba para ganar a la vida. Esa gran cabrona que siempre vencía.

Esquivó a toda esa gente. Hoy no le apetecía que volvieran a recordarle que no era nada. Que ya no importaba a nadie. Tratando de esconder dentro de si mismo la imagen que le había devuelto el escaparate de la boutique.
Llegó al corazón del parque, dónde una pequeña parte del bosque antiguo que antes era dueño de todo aquel terreno aún supervivía. Sabía que era peligroso, las bandas solían reunirse allí o eso decían. Ocultos por los árboles, los estrechos caminos y sobre todo por el miedo de los demás, que jamás se alejaban tanto del césped cuidado de la periferia del parque, de las sendas abiertas, de la proximidad palpitante con las calles de la ciudad donde sentían una falsa seguridad. Un pequeño edificio abierto le llamó la atención. Las piedras de la fachada brillaban con la luz verdosa del sol a través de las ramas de los árboles. La puerta de madera antigua y sólida estaba entreabierta, dejando ver una oscura calma interior. Tommy no creía en los cuentos de hadas, ni en la magia, ni en la brujería, así que tomó la atracción hipnótica que le producía esa oscuridad como un deseo intenso de soledad. De no ver su condición reflejada en la mirada de repulsión de los otros. De permitirse olvidar por un instante en lo que se había convertido. Así que no se resistió y caminó hacia la oscuridad tentadora colándose por la apertura de la puerta. No le extraño (o mejor, ni siquiera lo pensó) que las paredes interiores también fueran de piedra, que en el techo las vigas de madera estuvieran a la vista, que el propio techo tuviera forma de cúpula, y que una pequeña abertura redonda, casi como el ojo de buey de un barco, presidiera una de las paredes. Le resultó algo más raro que los cristales que la cubrían fueran de colores, como la vidriera de una iglesia y que la luz al pasar por ella proyectara en el suelo una figura que le recordaba algo conocido. La observó durante un largo momento, incluso andó alrededor de ella, mirándola desde distintos puntos hasta que la figura se hizo más nítida ante sus ojos y le trajo un recuerdo de su niñez en casa de sus abuelos ―justo antes de que sus padres le dejarán allí para partir en un viaje del que no volvieron jamás, víctimas inmoladas al voraz dios de la velocidad, en una carretera de mala muerte, como lo eran todas, porque esa muerte siempre es mala y repentina y deja a los heridos de los muertos indefensos, en casas extrañas, con gente que ya no tiene ganas ni fuerzas para criar a un niño cuando su propia hija les ha abandonado―. Vio la mano de su abuelo, oscura y llena de manchas desplazarse por un tablero, acariciando casi las figuritas que vivían en los cuadros blancos y negros. Vio la mano de su madre, también oscura, pero tierna, suave y flexible cogiendo entre sus dedos una figurita blanca y desplazándola en diagonal. Recuerda la cabeza redonda de la figura, con una ranura alzándose sobre una columna fina y una base redonda. Un alfil, eso es. A eso le recuerda la imagen proyectada en el suelo. El color del cristal central de la vidriera lo convierte en un alfil de amatista. O en un charco de vino morado oscuro en el suelo. De pronto siente la necesidad de tenderse allí. Justo en ese punto, de sentir el charco de luz en su cara. De sentir el sabor de ese vino-luz-joya derramándose por sus labios. Cierra los ojos y deja que el color le bañe. El frío del suelo traspasa su abrigo y llega a su espalda. Los rayos morados del sol calientan su rostro. Abre los ojos, miles de motas moradas danzan entre él y el ojo de buey. Caen sobre él, lo rodean, trazan el perfil de su cuerpo en el suelo, lo tantean y lo prueban. Se introducen en cada poro de su cuerpo; las respira por la nariz, entran a borbotones en su boca abierta, las siente meterse entre cada molécula de su cuerpo, rodeando sus átomos, ocupando cada resquicio libre en su interior y en su piel. Ahora Tommy sí se asusta. Intenta ponerse de pie, manotea, quiere correr, pero ya es tarde. De pronto lo arrastran con ellas. Se siente flotar en el aire, nota como se contraen y contraen su cuerpo convirtiéndolo en un punto de luz morada que se eleva hasta la vidriera. Esta atrapado en un túnel radiante. Un punto de luz morada que es succionado hacia otro punto, dorado, brillante situado al final del túnel. Se mueve cada vez más aprisa y el punto final le espera haciéndose más y más grande a cada momento. Cerraría los ojos si supiese donde están. Pero no lo sabe y ve que corre hacia un círculo dorado, que se convierte en un pozo luminoso y ya cuando casi puede tocarlo en un rosetón de iglesia, contra el cual teme estrellarse. Pero no, porque aún es un punto de luz y lo cruza junto con el sol, que se cuela a chorros por los vidrios de colores, que lo transforman a él y a los rayos que le acompañan en colores que atraviesan el aire de una iglesia desconocida, hasta depositarlo suavemente en la piedra del altar. Allí las motas moradas abandonan su cuerpo, poco a poco al principio para acabar elevándose a miles, refugiándose en la extraña figura que se esconde junto al rostro de un Jesús crucificado y una virgen doliente. Desde su posición, abandonado boca arriba en el altar, descubre que la figura que el creyó un alfil no era tal, más bien la representación de un ser con una cabeza enorme sobre un cuerpo escuálido. No piensa, no reflexiona. Solo ve lo que ve antes de que un murmullo llegue a sus oídos. Un murmullo que va subiendo de tono y reclama su atención. Gira la cabeza y ve a una anciana, porque eso es lo que es, que se inclina hacia él. Ve sus ojillos brillantes, negros y las arrugas trazando mapas en su piel. Se acerca tanto que ya siente su respiración rozando su cara. Con un respingo se incorpora hasta quedar sentado y trata de alejarse de la mujer. Un coro de exclamaciones acompaña su movimiento.
Tommy, Thomas Fernández mira por primera vez a su alrededor. Un círculo de mujeres, tan ancianas o más como la primera le rodea. Hablan entre ellas rápidamente, en voz alta, casi gritándose unas a las otras. Le confunden las voces, tantas a la vez. Finas, roncas, dulces, graves, duras… Casi entiende lo que dicen y por un momento piensa que si hablaran una a una podría saber que está pasando. Se encoge sobre si mismo mientras el círculo de ancianas se acerca más y más a él. Todas fruncen de golpe la nariz. Como si hubieran olido algo repugnante. Le recuerdan a su abuela aquella vez que se coló una mofeta en la cocina. Tommy se siente ofendido. Esta claro que piensan que huele mal. Bueno, él no sabía que iban a secuestrarlo. No sabía como lo habían hecho, pero estaba claro que eran ellas la que lo habían traído hasta este lugar. Aún así no pudo evitar avergonzarse, hacía días que no se duchaba. Ni siquiera cuando en el albergue se lo habían sugerido con tacto quiso hacerlo ¿Para qué? Se sorprendió pensando que ojalá lo hubiera hecho, cuando la primera anciana se acercó de nuevo a él y lo tomó por la manga del abrigo. Tirando de su brazo para soltarlo casi de inmediato conteniendo la respiración, antes de quitarse el pañuelo que llevaba al cuello y cubrirse con el la boca y la nariz.

―Tampoco es para tanto, vieja ―le soltó sin poder evitarlo― tú pareces un fantoche con esos trapos negros que te gastas y yo aún no te lo he dicho.

La mujer le miró con dureza sin responder y decidida volvió a tomarlo del brazo para hacerlo bajar del altar. Tommy trató de resistirse. No quería ir a ninguna parte hasta que no le explicaran que estaba sucediendo o se despertará, lo que antes sucediera. Nada, no pudo ser porque a la mano de la mujer que le estiraba de la manga se unieron muchas más que empujaban, tiraban y arrastraban. También hubo alguna mano malvada que pellizcó con fuerza, cuando él trató de defenderse a codazos del acoso de aquellas mujeres, lo que hizo que a Tommy se le desvaneciera la ilusión de estar soñando. Agotado, acabó por rendirse a la voluntad, más que poderosa de las ancianas y se dejó conducir como res al matadero a donde estás quisieran llevarlo. La mujer con el pañuelo atado a la boca y la nariz, le tomó la cara con la mano. Le miró a los ojos con dulzura y asintió satisfecha. Tal vez tratara de tranquilizarlo, tal vez no. Pero él se sintió mejor y tuvo ánimos de mirar sobre las cabezas de las ancianas. Estaba en una iglesia, como ya sabía, iluminada por velones enormes situados cerca de los bancos y en las paredes. Hasta donde alcanzaba a ver estaba todo limpio, limpísimo, la madera de los bancos estaba frotada hasta resplandecer. Las raras figuras que adornaban las paredes, recreando escenas del nuevo testamento (otro recuerdo fugaz de su niñez: las estaciones que presentan el vía crucis del cristo en las paredes de una iglesia aséptica y blanca, muy diferente a esta) estaban pintadas por capas y capas de negro brillante. Del suelo de piedra ascendía un olor fresco a hierba y a luz de sol. Y sin embargo los signos del tiempo eran evidentes. Bancos rotos sin reparar apoyados de cualquier manera en las paredes, piedras desprendidas colocadas con cuidado cerca de donde cayeron, una ventana pequeña y oscura tapiada con maderas… todo parecía necesitar una urgente reparación.

Las mujeres seguían parloteando a su alrededor. Tres o cuatro de ellas, se desgajaron del grupo y avanzaron deprisa hasta la puerta, abriéndola de par en par y saliendo presurosas por ella, dejando entrar la luz y el calor del sol junto con una ligera brisa llena de aromas, densos y resbaladizos que se colaron por su nariz como un dulce extraño. Olió más intensamente. A pino, a flores, a campo, incluso a nieve fría y lejana. Olores puros, sin contaminar, sin rastro de gasolinas, de contaminación, de amontonamiento humano. Limpios. Se embriagó con ellos y perdonó en parte los gestos de la anciana ante su olor.

Ahora impaciente aceleró el paso, arrastrando con él a las ancianas, que empezaron a sonreír, incluso a reír suavemente. Atravesó las puertas de la iglesia y se topo con un mundo exterior diferente a todo lo que conocía. Un pequeño racimo de casas se amontonaba a los pies de un camino que arrancaba desde la misma puerta de la iglesia. Sobre él, en la lejanía las montañas cubrían el horizonte. Sus laderas llenas de parches verdes. Oscuros, claros, verdes sin nombre en una infinita variedad. Aún en la distancia se podían ver los hilillos de agua atravesándolos como puntadas. Sobre su cabeza un cielo enorme, azul clarísimo, despejado de nubes. Suspiró. Absorbió el aire y los colores hasta que le llenaron los pulmones de vida.

Caminó con las ancianas hasta las casitas que le esperaban allá abajo, junto con un barreño de agua caliente y jabonosa, unas toallas de hilo bordadas con delicadeza, manos hábiles y paciencia, mucha, muchísima paciencia. Que habla de mujeres solas. De tardes eternas esperando, cosiendo sin saber que aguardaban. Puntadas minuciosas de manos que no han conocido hombre, de manos que han perdido a su hombre. De brazos que mueren poco a poco ya vacíos, sin niños, ni jóvenes, ni maridos a quienes abrazar. Finas toallas, blancas sábanas, manteles de altar, ropa de santos. Dos piezas, tres, cientos de cada clase y en cada aguja una oración, en cada punto un rezo, en cada alma la espera del milagro. Las cabezas inclinadas, grises, blancas sueñan y piden, ruegan. A la iglesia. A la imagen que ya saben que no es de un santo, oculta y venerada desde hace tanto tiempo ya que nadie supo nunca en el pueblo como llegó a refugiarse entre el Cristo y la virgen.


Han pasado los años y Tommy ya no es Thomas Fernández. Ahora es Tomás; Tomás el que se ocupa de reparar la iglesia, Tomás el que cuida de las pequeñas huertas de sus ancianas, Tomás el que lleva a pastar a los animales. Tomás el que arregla los tejados, rellena las grietas de las paredes, evita que el frío llegue a los huesos de sus abuelas. Tomás el que les hace el ataúd, el que cava las sepulturas en el campo santo, donde reposarán para siempre. En el cementerio de la iglesia donde irán todos juntos a rezarles los domingos, para que sepan que no se les olvida. Es Tomás. El Tomás de ellas, de las mujeres del pueblo que moría abandonado. De las mujeres que pidieron el milagro. Es Tomás que estará con ellas hasta que la última muera. Es Tomás: el milagro. El hijo, el nieto, el alma joven a la que se abrazan sus brazos marchitos, arrugados y tiernos. Que ya no mueren vacíos, que ya no temen al olvido.

Fin.

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