viernes, 18 de enero de 2013

Sacrificio

Ayer por la tarde estaba tomando un poleo (menta, el estómago que también quiere su historia y puede que algún día se la escriba) en el horno de mi amiga cuando entró un señor con el que al final he acabado haciendo buenas migas, se llama Javier y todas las tardes da un paseo con su perro para acabar tomando un cortado y compartiendo una pasta con él (el perro).
Es muy mayor, el perro, no el señor, aunque ya tenga sus años y esté jubilado.  No me preguntéis la raza (del perro de nuevo, no el señor), es de tamaño medio, blanco y castaño, las orejas caídas. Muy tranquilo y elegante, espera siempre en la puerta a que su amo le vaya dando trocitos de croissant sin mojar en el cortado del amo.

Recuerdo muy bien como al principio, al tal Javier no parecía yo hacerle ninguna gracia. Tiendo a suponer que iba al  horno en busca del café y conversación con Ana, y que estando yo la acaparaba, esta vez sí, la conversación y a Ana, que para eso hace años que somos amigas y siempre tenemos algo que preparar, planear o contarnos. Así que llegaba, me miraba mal y se marchaba rapidito. Hasta que una tarde le hice un par de carantoñas al perro y cuando comentó algo así: "Cómo Ana ya tiene compañía, me tomo el café y me voy"; yo le dije que se quedará y que nos hiciera compañía a ambas (parte del proyecto sonrisa ¿A qué mola?). Al final se va a convertir en un club social, ya se lo digo yo siempre a mi amiga. Desde entonces conversamos sobre noticias recientes, política, economía o lo que surja.

Lo que surgió ayer fue más triste. Me contaba que había llevado a su perro al veterinario. El perro lo tenía todo tocado: hígado, corazón, apenas come, casi no ve, no oye... Tiene, me decía, casi dieciocho años. Dieciocho años de perro que equivalen, según Javier a ciento y pico de años de los nuestros. No llegó a llorar, no llegó a decir la conclusión a la que había llegado junto al veterinario pero la sombra del sacrificio estaba ahí, en el brillo, la humedad de sus ojos, en sus palabras: "Ha tenido una buena vida, cada uno de sus dieciocho años ha estado cuidado, atendido y mimado".

Que extraña palabra utilizamos para la eutanasia animal: sacrificar. Como si fueran una ofrenda, un regalo a los dioses.

Al volver a casa, como siempre, me estaba esperando mi perra, Tanit. Tiene nombre de diosa cartaginesa. Cuando llegó a casa era una cosita de pelo negro que cabía en mi mano. No estaba destetada del todo y cada tres horas tenía que darle un biberón y muchas, muchas noches acabábamos durmiendo las dos en el sofá. Ahora tiene ya siete años. Sigue sin ser muy grande, si la miras con amor su pelo no es gris, es plata, ladra a todos los perros con los que se cruza o se asoma al balcón para hacerlo. Duerme conmigo, tiene una mirada especial para informarme que no tiene agua o que se me ha olvidado ponerle la comida. Se acurruca contra mí cuando estoy triste. Se come mis zapatillas si no voy con ojo y las guardo, se sube al respaldo del sofá y me mira mientras escribo. Incluso ayer por la noche, debió decidir que ya era hora de dormir porque me apagó el ordenador dándole al botón con el culete y sentándose después a mi lado. Y sí, me fui a la cama porque ya era tarde, buscó la mejor manera de acomodarse a la postura de mi cuerpo y suspiró, como diciendo: ya era hora.

Ha vivido tantas cosas a mi lado que nunca pienso en un mundo sin ella. Hemos dado largos paseos cuando me era más fácil salir de casa que quedarme en ella. Recuerdo una noche en especial, en pleno invierno, después de una de esas conversaciones angustiosas en las que nada cambia nada y el alma se te rompe a cada palabra. Bajé con ella a la oscuridad, al viento, al frío. Caminando con la angustia suficiente en el cuerpo, como para no sentir nada de todo eso. Sentada en un banco, cerca del mar. Su mirada de adoración.  Sus temblores que me hicieron consciente del aire helado y me obligaron a volver.

¿Cómo no sentir tristeza ante la conversación de ayer? ¿Cómo no entender la angustia escondida, disimulada en esos ojos? ¿Cómo no emocionarme cuando guiaba el  hocico del perro hasta el pequeño pedazo de pasta que el pobre ni siquiera podía detectar? Es solo un perro, sí, pero el amor siempre es amor.


2 comentarios:

  1. Mi pequeña May... Te entiendo.
    Hoy me quedo con la frase... "El amor siempre es amor", aunque existan distintos niveles.

    Un abrazo.

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  2. Tuve un gato, llegó pequeñín y asustadizo, maullaba añorando a su madre. Lo acogimos en casa a pesar de que a mi padre nunca le gustaron los gatos. Hércules pasó unos años con nosotros, que no le mencione, que la mayoría de la gente que me conoce no sepa de él no significa que no me acuerde de él. Mi madre me contó con pena la suerte que corrió, en el pueblo manchego donde veraneábamos. Yo le recuerdo corriendo y divertido, borré aquel final, como un libro al que uno le arranca las últimas páginas. Hércules sigue saltando y jugando en el paraiso de los gatos.
    El perro de ese señor tiene su plaza ganada en ese paraiso de los animales al que van todos, en el que serán eternamente felices.
    El poeta Antonio Orihuela escribió: Hay perros que nacen perro y mueren persona.
    Gracias May, Hercules también te da las gracias allí donde esté, eternamente feliz.

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