domingo, 1 de marzo de 2009

Ejercicio 16º : Una historia con mi personaje.

Melissa no siempre se ha llamado así. De hecho, cuando no está trabajando en su oficio y hace las cosas que ella llama “normales” cómo ir a comprar el pan o a la tienda de ese barrio dónde nadie la conoce, a por los ingredientes para hacer los guisos que madre le enseñó, se presenta siempre con el nombre que figura en su carné de identidad, María Teresa. Y cuando se acuesta, por fin sola, con las primeras luces del amanecer tras las ventanas en esa cama que huele a sexo rancio y vendido, aunque cambie las sábanas, acaricia la medalla de la virgen, cierra los ojos, se convierte de nuevo en Teresita, tal como la llamaba su madre. Recuerda como entraba siempre en su cuarto, justo a esas horas, antes de que padre volviera de las primeras faenas del campo, a despertarla con una caricia fugaz, tímida y un: “Teresita, vamos” susurrado con cariño, enviándola bien envuelta en su mantón, a atender a los animales, ahorrándole así, la mirada adusta de su padre y la mano dura en la espalda.

Algunas veces viene a su memoria la mañana del día que cumplió los dieciséis. Ella ya estaba despierta, apurando los últimos minutos de calor bajo las mantas ásperas y pesadas. Su pequeño cuarto, bajo el tejado, no era más que una pequeña separación de la cambra, el lugar frío y ventilado dónde se guardaba de un año para otro las patatas, las cebollas, los ajos colgados en las vigas del techo…envuelta hasta la cabeza podía oler en el aire helado de finales de enero, el débil aroma a tierra, a ligera podredumbre de alguna patata echada a perder, que ella más tarde, junto a madre debería buscar, para tirarla en la comida de los cerdos. Cerró los ojos al oír los pasos de su madre subiendo la escalera, cada día más pesados y lentos. La escuchó detenerse un momento en el umbral, recuperando el aliento perdido y avanzar después hasta su cama. El momento que esperaba llegó y sintió la mano áspera de madre, acariciando su mejilla, enganchándose leve, en su pelo. “Teresita, vamos, despierta”; al susurro cariñoso le siguió un beso seco, dulce en su rareza.
Ella abrió los ojos y echó los brazos al cuello de la mujer, que por un momento la oprimió contra su pecho.
—Madre, hoy es mi cumpleaños.
―Ya eres una mujer, hija, tendré que llamarte Teresa a partir de ahora.
—No, madre, para usted siempre seré Teresita ―sonrió y apretó aún más sus firmes brazos contra el cuerpo seco y consumido de la madre. Aquel sería su último año, la enfermedad ya había encontrado el camino hacía los órganos frágiles y cansados de la mujer. Ella aún no lo sabía y la madre, cada día un poco más cansada, cada día con nuevos dolores que iban minándola empezaba a sospecharlo.

― ¡Vamos, Teresita! Las gallinas no se alimentan solas y llevan un buen rato alborotando. Corre antes de que llegue tu padre ―le dijo, soltándose bruscamente de su abrazo.

Ella se levantó de un salto, los jóvenes miembros aprisionados en la estrecha camisa de dormir. La madre la observó mientras amontonaba prenda tras prenda sobre su cuerpo para combatir el frío de la mañana: los pantalones bastos, desechados por el padre y arreglados por ella para la estrecha cintura de Teresita, los dos jerséis abolsados y deformes que le disimulaban los pechos jóvenes y generosos, bajando hasta sus caderas convirtiéndola en una menuda réplica de su padre.

La madre la detiene cuando pasa a su lado. Se quita el mantón que la cubre y le abriga bien el cuello descubierto con el. Sus ojos, oscuros como los de ella, se dulcifican con una alegría íntima. “Tengo una sorpresa para ti” le dice. Y antes de que ella pregunté, la mujer continúa “Más tarde, ahora ve”.

Más tarde es cuando ha acabado de alimentar a los animales, ha servido el desayuno a padre y ha ocultado su impaciencia, con los ojos bajos, hasta que le ha visto marchar, sin pronunciar una palabra de nuevo a los campos. Cuando madre ha llenado una tina con agua bien caliente y ha avivado el fuego de la cocina. Son preparativos que no se hacen más que cuando es fiesta grande en el pueblo y ellos bajan a misa y se mezclan con sus gentes. Madre le ha bañado como cuando era una niña y le ha frotado la piel hasta dejarla enrojecida. Le ha sentado junto al fuego, envuelta en una toalla y le ha peinado el largo pelo castaño hasta que lo ha tenido seco. Ha contenido su impaciencia hasta que no puede más y levanta los ojos hasta la cara de su madre, y esta sonríe y más ágil que en los últimos tiempos, revuelve un armario de la cocina, y saca, oculto de entre trapos, un paquete envuelto en tela basta y se lo pone en los brazos.

Al abrirlo, un vestido fresco y blanco, con pequeñas flores derramándose en el escote y la falda, crujiente y nuevo aparece. El mismo que vieron un día en el escaparate de la única tienda del pueblo. Ella lo había deseado sin esperanza. Mirándolo a través del cristal, colgado en su percha, tan diferente a toda su ropa, cosida por la madre de telas baratas y recias.

—Anda, pruébatelo ―Y le ayuda a acomodárselo en su cuerpo terso y limpio, le arregla el pelo que le cae suelto y brillante sobre la espalda del vestido.

La madre trae el pequeño espejo de la sala, el único que hay en la casa y le muestra la imagen fragmento a fragmento de una mujer joven, desconocida.

―Madre ¿esa soy yo? —asombrada, se da cuenta por primera vez de que es… hermosa.

― ¡Qué bonita eres, hija! Hubo un tiempo en que yo… —la madre calla, tal vez, recordando un tiempo lejano, antes de que la vida y el hombre que le había tocado en suerte la consumieran.

La madre abraza con una fuerza extraña a su hija y vuelca en ella un torrente de sentimientos y esperanzas, la baña en esperanzas y deseos que teresita nunca pensó que su madre pudiera poseer.

“Un día”―le dijo—“madre, ya no estará. Prométeme que buscaras un hombre bueno, que te quiera, que te saque de aquí. Estas tierras son duras y para sobrevivir nos roba el aliento y las fuerzas. Encuentra un hombre que sonría, que use las manos para acariciar y no sólo para trabajar y golpear. Un hombre que te cuide y que te lleve muy lejos de aquí”.

Teresita, que ya no es Melissa en estas madrugadas en las que se desliza en su cama con olor a sexo rancio, se duerme con los ojos llenos de lágrimas, sabiendo ya que no hay ningún hombre bueno para ella, añorando la tierra dura que roba el aliento, pero que huele a sudor limpio y honrado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario