viernes, 13 de marzo de 2009

Ejercicio 21º: Un rincón, un lugar.

La playa inmensa tan próxima a mi casa. Con tantos significados en diferentes momentos de mi vida. He pensado, rezado, amado y odiado frente a ese mar que me calma y me lleva lejos de mi misma, porque la que va es una parte de mí que no registra hechos, tan solo sensaciones y emociones y me es devuelta impregnada en paz y energía.
El mar, al que llego cruzando una plaza y una carretera. Con el que me encuentro en un paseo de losas grandes, claras, a las que el sol les arranca brillos diminutos. Lo contemplo cada día desde ahí, separados por metro y metros de arena pálida. Azul vibrante los días de sol, azul gris cuando los cielos están cubiertos. Calmo y manso los días sin viento. Feroz, espumoso y blanco los días de tormenta. La mayor parte de los días, lo saludo desde allí, en la relativa distancia que nos separa. Registro su color y la altura de las olas que llegan a la playa. Como a un amigo querido al que observas a distancia y te complace constatar que sigue bien y que está ahí, que siempre estará ahí. Otros días, raros en la vorágine de actividad que es mi vida, el mar me atrae de tal forma, que necesito cruzar la extensión de arena, sentirla muelle bajo mis pies, acogiendo mis pasos, lentos mientras me dirijo a la orilla. Necesito sentirlo, olerlo, escucharlo, sumergir mis pensamientos caóticos en él. Dejarme arrastrar por su energía poderosa. Sentir que me inunda y que me llena alejando de mí la confusión.

Mi rincón de mar, cuenta con un puente, casas antiguas al borde del paseo, construcciones nuevas que la especulación creó y que ahora están casi vacías. Fincas a medio construir para tres o cuatro ricachos que las usaran dos veces al año o ninguna. Palmeras encarceladas en diminutos cuadros de tierra. Bancos de mil formas, modernos o ultra modernos de el más horroroso azul piscina que pudieran haber elegido gentes con falta de sensibilidad, luces que imitan faroles antiguos, restaurantes con terrazas sobre el paseo, fuentes y paseantes, que en invierno y de mañana son ancianos que lentamente caminan con las manos en la espalda, perdidos en sus pensamientos.

Mi playa recibe el amanecer. Amo ese momento con mil tintes del rosa dorado o de un dorado rosáceo que allá en el horizonte rompe el gris blanquecino. Los primeros baños del verano, sumergiéndome en la fresca sensualidad del agua, ligeramente densa, salada que me envuelve con su sensualidad eterna.

Amo el mar en las noches, cuando vacío de gentes ofrece su estampa más oscura, con ligeras crestas blancas muriendo en la orilla, destellos plata de luna, la respiración lenta y sosegada del agua y el ligero estallido de las olas al golpear la arena. Muchas noches de verano, me he sentado en las casetas de madera cerradas, esas que durante el día se llenan de actividad, vendiendo helados, cervezas y alquilando sombrillas y hamacas a la gente que va a tostarse, vuelta y vuelta y de nuevo vuelta y vuelta, con los ojos cerrados sin mirar al mar, sin hundir jamás las manos en la tórrida calentura de la arena. En esas noches, mi espalda apoyada contra los listones de madera, en las manos deslizándose la arena ya fresca, me ofrezco, contemplo y pienso. He llorado, sonreído, esperado y sobre todo… he soñado.

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