viernes, 20 de febrero de 2009

Ejercicio 11º Carpintero II

El hombre trabajaba con largos tablones de madera. Sus manos fuertes, llenas de arañazos y durezas trataban con delicadeza la madera. Las lágrimas se mezclaban con el sudor que llenaba su cara.
Siempre le había gustado su oficio. Ser el carpintero de una pequeña aldea significaba estar presente en todos los hogares. Era parte de la vida de sus vecinos. Desde una reja para el arado, la cuna de un recién nacido, la mesa en la que los pocos alimentos se bendicen, un taburete, la cama… hasta el último lugar de descanso: los féretros que con respeto construía como una última oración.

Con un pañuelo se limpió el sudor y las lágrimas de la cara, no quería que estropearan la madera. Se sentía febril y el dolor le apretaba el cuello y las sienes. Aún así continúo con su trabajo, la última pieza que realizaría.

Siempre había estado orgulloso de su trabajo. Su vida estaba tan entremezclada con la de la aldea que fue de los primeros en darse cuenta cuando la peste, el castigo divino, había caído sobre ellos. Incansable había trabajado en la construcción de las cajas que serían la última parada de aquellos a quienes conocía y amaba. Lloraba trabajando en pequeños ataúdes para los niños que habían pasado más de una tarde en su taller, observándolo trabajar, en los féretros de las madres, de los viejos amigos que caían uno tras otro. Hacía el final ya no hubo tiempo para más cajas, ni quedaban vivos que pudieran ocuparse de sus muertos… estos yacían en sus camas, los lechos que él mismo había realizado.

Ahora ya solo quedaba él. Sentía el cuello hinchado, el dolor en las axilas y las ingles. El calor devorando su cuerpo. Pronto terminaría todo pero antes debía terminar su último trabajo. Su propio ataúd, el que reposaría al lado de ese otro que había sido de los primeros en hacer: el de su mujer y su hijo aún no nacido.

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