domingo, 1 de febrero de 2009

Una de piratas

― ¡Os advierto! Rendíos o moriréis _ Grita “Caballero John”.
― ¡Nunca! Jamás me rendiré a un sucio pirata ―Le respondió el joven Marqués.
Los dos hombres danzaban en medio de la cubierta del mercante, esquivando los cuerpos que luchaban a su alrededor. La sangre resbaladiza corría bajo sus pies. Resonaban los golpes de las espadas a su alrededor, los gritos de los heridos y los salvajes alaridos de los piratas llenaban el aire. La visibilidad era escasa, el humo de los pequeños incendios provocados aquí y allá por las balas de los cañones, que permitieron el abordaje del barco pirata “el temerario” al mercante holandés, les hacía escocer los ojos.
Poco a poco, Alexander fue conduciendo al pirata, a un rincón de cubierta, hasta que con una finta súbita, le desarmo. Y con el grito de: ¡Muerte! puso la espada en el cuello.

“Caballero John” echó hacia atrás la cabeza mirando al joven con unos vivísimos y serenos ojos azules:
―Adelante pues, acabemos con esto.
― ¡Yo os conozco!―exclamó Alexander sorprendido― ¿Maese Roberts? ¿John Roberts?

El pirata escruto el rostro del muchacho:
― ¿Quién sois vos? ¿Dónde habéis oído ese apellido?―El pirata escrutó el rostro del muchacho y dijo asombrado―. ¿Alex? ¿El pequeño Alex Maynard?

― ¡Estáis vivo! Nos llego la noticia de vuestra muerte hace muchos años. ¡Pero vos aquí! y siendo un pirata.
Alexander bajó lentamente la espada cuando un grito estentóreo resonó a sus espaldas.

― ¿Necesitáis ayuda, escritor? ¿Os libero del mocoso?

Ambos contemplaron al recién llegado. Un hombre corpulento de casi dos metros de altura. Su elegante casaca roja impecablemente cortada y sus calzones blancos rezumaban sangre y en la cara sorprendentemente limpia mostraba una mueca feroz.

―No, Capitán Teach, el joven es un antiguo pupilo mío, del que guardo un agradable recuerdo y con el que me gustaría charlar más extensamente.
―Adelante pues, llevadlo a nuestra nave. “Esto” ya está liquidado―dijó el Capitán, señalando la cubierta, dónde los piratas se afanaban sobre los muertos y heridos, palpándoles la ropa, antes de tirarlos al mar.

Horas más tarde, un aturdido Alexander Maynard paseaba nervioso por el camarote del capitán. John Roberts, repantigado en una pesada silla ante una mesa cargada de viandas robadas al mercante holandés, lo contemplaba con una copa de vino en la mano.

―No lo entiendo, maese Roberts, vos me enseñasteis a comportarme con el honor de un caballero y os encuentro en esta situación. Rodeado de bergantes sanguinarios. Con ese rufián del Capitán Teach, cuya fama de sanguinario se ha extendido por todo el Caribe e Inglaterra.
―Sentaos, mi buen Alex, y tomaos una copa de este buen vino español en nombre de nuestra antigua relación. Y ahora disponeos a escuchar:

―Recordaréis que vuestro padre me despidió cuando vos partisteis para la escuela. En aquellos tiempos, y a pesar del pequeño estipendio con que vuestro padre me obsequió y las pequeñas remuneraciones que mis cuentos ganaban en los diarios, no tenía suficiente para malvivir en una pésima pensión de la que estaban a punto de expulsarme cuando me encontré con el capitán de la marina Sir Edward Moore que me propuso que le acompañara en su siguiente viaje, para que relatara su vida y dejará constancia del honor de la vida en la marina. Así pues, decidí embarcar pensando en lo importante que sería una historia así, tomada como quien dice, de la vida y que al menos estaría mantenido y sin gastos durante el tiempo que durase la travesía. Así que una mañana despejada de primavera, partimos. Durante el viaje pude comprobar el poco honor que había en la vida marinera, llena de penurias y privaciones y el orgulloso sádico que era el Capitán Moore, capaz de ordenar el secuestro de jóvenes en la flor de la vida, para su uso en el navío y de condenar a cualquiera por la mínima infracción a unas variadas penas que iban desde un número excesivo de azotes hasta el ahorcamiento en el palo mayor, por una mala mirada que ofendiera su orgullo o el triste robo de un mendrugo de pan de algún pobre desgraciado.

―El Capitán Moore… ―murmuró Alexander―Eso es, llegaron noticias de la desaparición de su buque y de toda tripulación. Y de vuestra muerte maese, hará como unos cinco años. Se supuso que la piratería había acabado con ellos.

John Roberts se encogió de hombros y asintió:

―Sí, un medio día de horrible recuerdo avistamos un barco en la lejanía. Teníamos escasas las reservas de provisiones y agua por lo que el capitán decidió abordarlo con el objetivo de que por las buenas o por las malas nos prestaran algo de su avituallamiento. Perseguimos durante horas al navío que no tenía seña alguna, hasta que este viendo la escasa posibilidad de escapar, viró enfrentándose a nosotros y esperó, ahora sé que con los cañones preparados nuestra llegada. El capitán Moore, pidió parlamentar y exigió la entrega de los víveres. Teach, que no era otro nuestro enemigo, fingió aceptar y en una treta sin igual mandó tender una plancha entre los dos buques y empezó el trasiego de barriles y más barriles. Cuando estuvieron todos a bordo, el capitán exigió la rendición de Teach y lo acusó de piratería bajo la base de navegar sin bandera. Teach fingió entregarse pero a una orden suya, los barriles se abrieron y la cubierta se llenó de sanguinarios piratas. Podéis imaginar el resto, mi querido amigo.

―Pero vos, señor… ¿Cómo os salvasteis? ¿Traicionasteis a vuestro capitán y a vuestra patria?

―No me juzguéis tan precipitadamente, os ruego joven Alex, en aquellos días yo no era soldado, ni espadachín. Me refugié en el camarote del capitán sabiendo que iba a morir y decidido a poner por escrito antes de hacerlo, la última suerte de aquel que me había contratado y la mía misma. Ahí me encontró el Capitán Teach, escribiendo afanosamente. Le rogué que me permitiera poner el fin a mi escrito. El Capitán Teach rió y me ordenó que le leyera lo que estaba escribiendo. Tartamudeando procedí a la lectura de esta última batalla y a su treta de los barriles y como había visto morir al capitán Moore de un tajo de su espada. Me hizo preguntas y yo le explique, lo que ya sabéis, porque me hallaba en el buque. Él quedo largo tiempo pensativo y acabo diciéndome:
―Pues bien, Maese Roberts, acaba de salvar vuestra vida. Se convertirá en “mi” escritor y relatará mis aventuras para que quede constancia de ellas.

―Yo lo observé, aliviado al menos, del miedo de morir en ese instante. El Capitán Teach, presentaba un aspecto temible con su casa roja, dos pistolas en bandolera y el sable bien empuñado, apuntando hacia mí. Un hombre robusto y alto, perfectamente vestido, peinado y rasurado. ¡Ah! ¡Que admirable figura para un relato! Aún así pensé en mi honor británico. Prefiero morir— le dije―a la deshonra de servir a un pirata.

¿Deshonra decís? ¿Y hay más honra en servir a la marina británica, esos que secuestran a los hombres libres de sus casas, los matan de hambre y trabajos y los juzgan por tener hambre y rebelarse contra esa injusticia? Venid y ved lo que es para mí el honor.
Me hizo trasladar a su barco, allí me condujo a las bodegas. Allí pude contemplar baúles llenos de joyas, tejidos preciosos, pólvora y gran cantidad de diversas cosas costosas.

―Mirad―me dijo―Este es mi honor y el de mis hombres. Con él conseguimos ser libres. Y no servir a amo alguno. Así que decidme, ¿preferís el honor que yo os ofrezco o la muerte?

―Así que elegisteis la vida en deshonor, Maese Roberts―concluyó Alex con desprecio.

―Me juzgáis con la arrogancia de vuestros pocos años, Alexander. Si elegí vivir fue porque en gran parte el Capitán Teach tenía razón. El concepto de honor que yo tenía y os inculqué no se podía aplicar al capitán Moore ni a su forma de tratar a sus tripulantes, ni a los secuestros, ni al intento de robo de los víveres de la nave pirata…Y sí, deseaba seguir vivo. Así fue como me convertí en cronista de las aventuras del Capitán Teach.

―Y en algo más, maese Roberts, en el mercante no actúo de cronista…
―Sí, con el tiempo me convertí en algo más que cronista, pero eso es una larga historia y por hoy, ya tenéis bastante. Retirémonos a descansar.

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