viernes, 20 de febrero de 2009

Ejercicio 9º: Geografía

El desconocido entró en el aula, donde María terminaba de corregir los últimos exámenes de Geografía. Estaba cansada, le dolía la cabeza tras un arduo día de lucha con sus pequeños alumnos y lo que menos le apetecía en esos momentos era hablar con el que tomó como padre de alguno de ellos. Aún así, acabó de puntuar el ejercicio que tenía delante y le miró:
―Buenas tardes, ¿Puedo ayudarle?
El hombre la miró larga e intensamente. Sus ojos grises recorrían la cara de la maestra buscando algo. La boca generosa mostró una media sonrisa.
—Maria… me has olvidado.
Ella le observó tratando de reconocerlo, de traerlo de su memoria. Alto, muy moreno de piel, elegante desde su pelo corto y espeso, el clásico traje color humo, los zapatos bien pulidos no le recordaba a nadie que hubiera conocido.
―Pues… la verdad, no creo conocerlo. Perdóneme si… tal vez debería darme algún dato más.

―Esta bien, María. Me llamo Pablo. ¿Aún no? —le sonrió divertido ante la confusión de su rostro.

María negó con la cabeza. Cada vez le parecía más extraño ese hombre, no tenía idea de quien podía ser y sin embargo… había algo en su voz, en su tono… en el ritmo que usaba en sus cortas frases…

―Veamos, te daré otra pista. Hagamos una prueba. Cierra los ojos…

María se sobresaltó, ese hombre debía ser un loco aunque no lo pareciera, ¿qué pretendía? Respiró hondo mientras pensaba si el personal que quedaba en el colegio le oiría si gritaba.

—No, no… no te asustes. Jamás te haría daño. No te tocaré, te lo prometo. Sólo es una prueba, seguro que así me reconocerás― le instó Pablo, convirtiendo sus palabras en una íntima caricia.

Ella se estremeció, de nuevo esa voz casi le resultaba conocida. Dudó un momento más pero la curiosidad y ese algo que empezaba a insinuarse en su estómago le hizo ceder.

Él la rodeo despacio hasta colocarse a tras su espalda, tensa y rígida en la silla.

―Shhh… tranquila. Toma aire despacio y suéltalo lentamente. Ya te enseñé una vez a relajarte, ¿recuerdas? —Pablo inclinándose susurro las palabras en su oído. Su aliento caliente y húmedo rozó el cuello y la mejilla de Maria.

Ella echó la cabeza hacía atrás, buscándolo aún antes de darse cuenta. Tras sus párpados cerrados las sensaciones, los recuerdos empezaron a perfilarse: la presión de un pañuelo cubriéndole firmemente los ojos. Las finas ligaduras que mantenían sus brazos y sus piernas separados. El aroma a jazmín envolviéndola. Las manos que rozaban, leves, cada centímetro de su piel, haciéndola desear más y más… el despertar voraz de sus entrañas, el anhelo casi doloroso de la piel por sentir esas manos aferrándola firmemente. El palpitar impúdico de su sexo desnudo que recibía las miles de sensaciones que él creaba en su cuerpo con su tacto de mariposa… el dedo deslizándose por la espalda, la palma posada en su cadera, la lengua que se deslizaba entre sus pechos…

― ¡Maestro! —musitó Maria. Jamás había visto su cara en aquel entonces, nunca había sabido a quien pertenecían esas manos, esa voz que cambió su mundo.

―Te lo prometí, mi pequeña. Te prometí que volvería a por ti.

No hay comentarios:

Publicar un comentario