domingo, 22 de febrero de 2009

UN CUENTO: LUCÍA Y LAS HADAS

En este ejercicio, del que ha salido un cuento, tenía que usar las palabras: hada, iglesia, oso, pañuelo y risa. En ese mismo orden.

Lucía es una niña alta para sus nueve años. Morena, con el pelo rozándole los hombros, tiene la sonrisa de un duende juguetón. Hoy es domingo y su mama le ha puesto un vestido nuevo. Mientras papa regaña a su hermanito por haber tirado la leche en la mesa del desayuno, y mama se queja de que siempre sea igual y que estas cosas pasen cuanta más prisa hay y justo antes de salir por la puerta, se desliza hasta la habitación de sus padres, donde un gran espejo la espera. Silenciosa se mira con atención. El vestido es azul claro, con dos enormes lazos blancos en la cintura, el ruedo ancho de la falda parece a punto de danzar. Despacito da unos pasos y la tela se mueve con ella. Se pone de puntillas, estira los brazos sobre su cabeza y une las puntas de los dedos. Inclina el cuello a un lado, y con los ojos entrecerrados observa la figura en el espejo. Sí, parece una bailarina. Gira ligera sobre sus pies, una vez y otra más y más, más rápido, hasta que la falda se levanta y vuela con ella. Ríe y se detiene de golpe. El vestido se resiste a dejar de bailar y durante unos segundos se mueve a su alrededor. Se deja caer de rodillas y oculta con la falda, sus piernas. Piensa: “parezco un hada”, se espía la espalda, medio esperando encontrar un par de alitas. Su deseo más secreto, el que no le ha contado a nadie es conocer el país de las hadas. Tiene un libro muy grande, lleno de imágenes, que cuenta su historia. Bosques, jardines, piedras, agua… para todo hay hadas. Y ella, hoy, con su vestido azul es el hada del agua.

―¡Lucía!, ¿Dónde estás? ―grita mama— Llegaremos tarde a la iglesia.
―Aquí, mama, ya voy ―Se pone en pie. Se mira por última vez y sale corriendo. En el espejo abandonado, brillan por un momento unas tenues alas transparentes.

Vuelven de la iglesia paseando. Mama toma de la mano al hermanito y le cuenta una historia de pájaros y árboles. Papa pasa el brazo sobre los hombros de Lucía y juegan a buscar forma a las nubes.

—Mira, Lucía, esa grande, la que tiene una pequeñita al lado, ¿Qué parece?
―Es… es… ¡Una mama delfín! Y la pequeñita es su hijito que le sigue. ¿Lo ves? —Lucía salta excitada, no puede estarse quieta. Le gusta mucho estar así con su papa.

― ¿Y esa otra? ¿Qué es?

Lucía mira con atención. Es casi redonda, blanca, con dos más pequeñitas arriba del todo… ¿Qué será? Casi tiene una idea en la punta de la imaginación. Parece, parece…

— ¡La cabeza de un oso! ―gritá papa.

Lucía quiere protestar, un oso no es lo que ella había visto pero… cuanto más la mira más se olvida de lo que ella ha creído ver. Sí, es un oso y ahora le parece que hasta tiene unos ojos pequeñitos, azules y una boca grande llena de dientes. Ríe y abraza a papa, ¡qué pena que estén llegando a casa! Mama ya está abriendo la puerta del jardín.

―Papa ¿Te quedas un poco más jugando conmigo? —le pregunta mimosa.

―No puede, preciosa —dice mama―. Ha de ocuparse de tu hermano, mientras yo hago la comida. Y tú, mi amor, tienes que ir a cambiarte el vestido.
—¡Mami, por favor!, deja que lo lleve un poquito más, es tan bonito…

Mama mira esa carita que se alza suplicante, y sonríe. A veces le parece tan mayor que se le olvida que es aún una niña pequeña.

―De acuerdo, Lucía, pero ten mucho cuidado y no lo manches.

La niña asiente con seriedad y se alisa con cuidado la falda del vestido. Una vez sola en el jardín corre hasta El Árbol. Es la única casa de la calle que tiene un árbol y aunque a ella siempre se le olvida el nombre que le da papa, tiene muchas maneras de llamarlo. Es su amigo, su compañero de juegos, el señor Árbol. Se coloca bajo su copa, y allí, en el tronco del árbol, parece dibujarse una cara, amable y seria que escucha con atención. Una gran rama, baja y ancha es su favorita, allí suele recostarse para mirar el cielo entre las hojas del árbol, jugar a que la rama es un caballo y dejar colgar las piernas a cada lado, mientras galopa veloz en su imaginación. Hoy extrae del puño del vestido el pañuelo que mama siempre insiste que lleve y limpia cuidadosamente la rama antes de sentarse.

—Señor Árbol, ¿Te gusta mi vestido? Lo hizo mi mama con la tela que le dio la abuela. Aunque yo creo que la tela está tejida por las hadas y que es mágica. Por eso es un azul como de cielo. Papa dice que las hadas no existen. Ni los ogros, ni los monstruos. Yo no sé los monstruos, pero las hadas… ¡sí existen, si existen y si existen!

De pronto el viento empieza a soplar cada vez más fuerte, la copa del árbol se mueve y las hojas susurran al aire. Lucía recuerda el oso que vieron en las nubes. Así sonaría su rugido. Tal vez esté escondido en el jardín y venga a buscarla. Le parece ver agitándose en el aire un puñado de pelo marrón y escuchar el sonido de las garras al raspar el suelo. Con un salto, se pone de pie en la rama y trepa a toda velocidad por el tronco hasta la siguiente rama. Se detiene, y con ella el viento. Cierra los ojos muy fuerte ¡No quiere ver al oso! En medio del silencio oye una risa ligera que sube del suelo. Despacito abre los ojos y mira: Una pequeñísima hada esta sentada en su rama. Tiene unos enormes ojos violeta, un vestidito marrón y unas translúcidas alas doradas.

―Hola, niña ¿Así que si crees en nosotras? ¿Y en que los osos bajan de las nubes?—Y estalla de nuevo en carcajadas que no puede contener.

Lucía, se enfada. Pues vaya con el hada, se está burlando de ella.

―Baja, venga, no te enfades, a las hadas nos gusta mucho jugar. Y solo dejamos que nos vean personas muy especiales. Tú eres una de ellas —añade pícara.

Lucía baja cautelosa y se pone en pie frente a ella. Es tan pequeñita que podría tomarla en su mano. Tiene la piel morena como la suya y una larga melena violeta, como sus ojos. Los pies y las manos son diminutos y las orejas le acaban en punta. Emite una luz que parece nacer debajo de su piel. Y las alas que no dejan de moverse lentamente asoman por encima de sus hombros, desprendiendo un polvillo dorado.

―Eres como las hadas de mi libro, pero…mejor, ellas no tienen luz.
El hada ríe y le dice:

—El señor Árbol nos ha contado que tu mayor deseo era conocernos. Eres una niña especial, la única persona que en todos los años que ha vivido, se ha dado cuenta de que esta vivo. Te quiere mucho. Tus historias y tus juegos le hacen feliz. Yo lo visito a menudo, desde que era apenas un brote. Y he sentido curiosidad por conocerte. Soy Drya, hada de los bosques, las plantas y los animales. Me gustas.Voy a concederte un regalo. ¿Qué deseas?

Lucía piensa en su mayor deseo. Está a punto de pedírselo cuando oye la voz de su mama desde la casa, llamándola para comer.

Drya vuela hasta su hombro.

―Cuidado con lo que pides, el tiempo en mi mundo es diferente al de este. Si vienes a visitarnos, es posible que nunca vuelvas a ver a tus papas y a tu hermanito. Aún así, sería maravilloso tenerte allí. Algunas personas grandes viven con nosotras. Y siempre serás una niña, como ahora.

Las lágrimas aparecen en los ojos de Lucía. ¿Si cumple su sueño, no verá nunca más a su familia? La voz de mama vuelve a sonar, dulce y cariñosa en el jardín.

—Lucía, mi amor, ven a comer. Papa espera en la mesa.

El hada comprende. Está bien ―le dice— te regalaré un don: desde ahora entenderás el lenguaje de los árboles, el susurro de sus hojas al jugar con el aire, el crujido de sus ramas y las líneas de sus troncos. Podrás hablar con los animales, las abejas danzaran para ti y las mariposas serán tus amigas.

Drya la baña a cada palabra, con el polvo dorado que desprenden sus alas.

―Yo… quisiera una cosa más —dice Lucía―¡Me gustaría tanto volver a verte!

El hada ríe de nuevo y asiente.
—Sí, nos veremos, aunque puede que pase mucho tiempo. Ahora ve, tu mama te espera.

Lucía corre a través del jardín, hasta la casa. Mira sobre su hombro y ve a Drya saludarla antes de desaparecer. Mama esta de pie en la puerta, esperándola y Lucía le abraza con todas sus fuerzas. Mama sorprendida se olvida de regañarla por tardar en responder. Besa el pelo de la niña y entran juntas a casa. Por un momento, el sol de medio día brilla en la espalda de Lucía, dejando adivinar un par de alas.

Fin.

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